18 de diciembre de 2021

Don Quijote en la quinta planta


—¡Señor, despierte!
—¿Cómo osas interrumpir mi descanso? ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
—He de contarle cosas misteriosas, señor. Parece ser que no viajamos en un carro del que tiren alados corceles sino en un demoníaco artilugio que en vez de relinchar escupe bocanadas de humo. Estamos atrapados. Aquí no hay cortinas ni visillos. Sólo he oído una voz. Era ronca y un tanto arisca. ¡Nos van a vender, mi señor! ¡Nos van a vender!
—¡Qué atrevimiento, amigo Sancho! ¡El alma de un caballero nunca se vende!
Don Quijote, con los ojos cegados de oscuridad, no comprende cómo puede haber una noche tan cerrada. Sancho tiembla a su lado apretando los dientes, asustado y presa del pánico. El vehículo en el que viajan avanza rápido zarandeando sus cuerpos de un lado a otro. Escuchan un ruido atronador que Don Quijote cree fruto de una lucha que se bate con armas infernales. Sancho intenta encontrar un quinqué o una vela entre montones de hojas de papel mientras Don Quijote hace terribles esfuerzos para levantarse y ponerse en pie. Sancho está convencido de que ha llegado el fin del mundo. Don Quijote tantea las puertas de chapa y asegura que se encuentran en una cueva cavernosa en la que habita un monstruo con dientes de acero. Un potente frenazo les empuja primero hacia delante y luego hacia atrás. Se oye algarabía, bocinazos, chiquillos que corretean, bullicio de pasos y de voces. Sancho distingue en medio de la oscuridad una mano gruesa y peluda. Pregunta: “¿Qué hacemos, mi señor?” Don Quijote trata de resolver la situación con aplomo pero la voz le tiembla y su corazón late frenético mientras escucha un zumbido en la cabeza. Apenas abre la boca para sugerirle a Sancho que se escondan bajo ese lecho de hojas de papel: “Si te preguntan, Sancho, responde siempre que vivimos dentro de un libro de cuyo título no puedes acordarte”.
Don Quijote y Sancho viajan dentro de una edición de lujo por las grandes avenidas de todas las ciudades. Un simple ejemplar de bolsillo sube en el ascensor de la quinta planta del Royo Villanova. Una estantería vieja y destartalada es su nuevo hogar.
Nadie le presta atención. Allí muy pocos leen y casi todos ellos súper ventas. Muchos enfermos se pasan el día acurrucados en la cama. Tienen miedo, miedo a despertar. Otros en cambio colorean mandalas, juegan al pin-pon, al dominó o al ajedrez mientras se escucha el desagradable chismorreo de los famosos discutiendo en la televisión. Algunos ancianos demenciados quieren levantarse de sus asientos pero sus asientos son sillas de ruedas. El día transcurre lento, pesado, plomizo en aquella triste cárcel. Una mujer de unos treinta años con el pelo albino y los ojos entrecerrados, con la voz débil y unas ojeras violáceas bajo los párpados ha ingresado esta tarde. Pasea sola y da vueltas sobre sí misma. Una auxiliar se le acerca.
—Ocúpate en algo, mujer. Aquí las horas apenas fluyen. Esto parece un sanatorio antituberculoso.
Paula recuerda entonces la novela de Thomas Mann, La montaña mágica y echa una rápida ojeada a su alrededor. Entre libros que responden a una moda y a una época distingue un ejemplar de El Quijote. Sus manos tiemblan. Está emocionada, nerviosa. Ella era una coleccionista de Quijotes. A pesar de su interés por la obra cervantina nunca la había podido degustar. Le costaba demasiado esfuerzo concentrarse y seguir la lectura con atención. Sin embargo, cuando descubría un nuevo Quijote en los anaqueles de todas las librerías que había visitado en sus distintos viajes, se hacía con un ejemplar. Entre sus Quijotes se encontraba la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, la edición crítica de Cátedra, un Quijote en papel biblia y otro ilustrado por José Segrelles con láminas representativas de las escenas más llamativas del Quijote. Reflejaban los sucesos con todo lujo de detalles, estaban dibujadas con un trazo cuidado y singular y coloreadas con tonos vivos.
Si se encontraba lúcida y despejada aquella noche, sí, aquella misma noche, devoraría todos los capítulos que pudiera de aquella novela mágica en la que se proyectaba su propia locura. Pero no lo hizo sólo aquella noche sino otras muchas. Eran noches sin luna. En la terraza se veía a las estrellas colgando del cielo. También ella había intentado escribir pero su pluma se rompió cuando era demasiado joven. Ahora, con el Quijote en sus manos, vivía una nueva realidad en la que había posadas y mesoneras, Quijotes delirando, burlas groseras de unos duques que tratan de divertirse a costa de la supuesta demencia de El caballero de la triste figura, un Sancho agudo y perspicaz gobernando con suma sabiduría la ínsula Barataria, una Dulcinea que en realidad no es más que una arisca y desabrida campesina que por cierto, apesta a ajos y cebollas, molinos y rebaños encantados por el mago Merlín y un juego literario en el que se consigue combatir y desenmascarar al impostor personaje de Avellaneda.
Una de esas noches Paula se acercó el libro a la cara, aspiró profundamente y el olor de la tinta le embriagó y le sedujo. Reflexionó y pensó: “Sólo es un libro, sólo es ficción, pero qué universo tan real”. Fue entonces cuando le asaltaron dudas que cuestionaban sus alucinaciones. Hasta ahora había sido una mujer vestida de Don Quijote, una mujer llena de ingenio y de claridad mental como el propio Sancho cuando su inteligencia despertaba, una Dulcinea tipo Madame Bovary, una madre estéril y sin hijos que había tenido que fabricar sus propias ficciones, aquella chica tímida, quebradiza y demasiado frágil a la que su novio y su familia abandonaron por el mero hecho de ser diferente. Pero aquellos recuerdos tenían que borrarse de su memoria. Ahora era tiempo de analizar y de discernir qué era lo real y qué era lo imaginario en su mente. ¿Podría haber sucedido que Don Quijote y ella se hubieran conocido y hubieran entablado una relación íntima y personal fuera de los límites del tiempo y del espacio? Esta pregunta le parecía absurda hasta a ella misma pero no podía evitar ser un poco poeta, lo cual no significaba que estuviera loca. Lo único que sentía como cierto es que ella había leído a Don Quijote y que Don Quijote le había leído a ella. Su alma quijotesca le permitía crear magia, hechizo y encanto donde sólo había barro. Su alma quijotesca le había permitido convertir lo feo en bonito. Su alma quijotesca le había permitido soñar e imaginar más allá de lo cotidiano, de lo vulgar y de lo trivial.
Ahora no podía dejarse angustiar ni asustar por el desorden de su mente, por aquellas ideas y pensamientos oscuros que la empujaban y la zarandeaban para que entrase dentro de un laberinto sin salida. Había que buscar en todo una lógica y un razonamiento. Era el momento. Vacilaba. Se interpelaba a sí misma con cientos de preguntas cuyas respuestas aludían al mundo real, al mundo que se vive y no sólo al que se sueña. Era un ser humano muy humano, una persona, una criatura dotada de sensibilidad artística, un cuerpo y una mente. No era un fantasma ni un engendro. Tampoco era un espectro, no era alguien inventado por un demiurgo pérfido y sibilino, era alguien real, con un perfil y una identidad. Pero eso sólo lo sabía ella porque los demás la habían enjaulado en un habitáculo donde sólo se respiraba el dolor de vivir fuera y alejada de todo placer. No bastaba con saberlo íntimamente. Tenía que exteriorizarlo, sacarlo de su interior, para que todo el mundo se enterase, especialmente aquellos que la habían vejado, humillado e infravalorado. Sería algo meramente simbólico pero sería. Una noche de luna llena, con estrellas cuajadas de luz y de destellos, una noche de nuevos soles, antes de que llegase el alba, Paula se limitó a abrir la puerta de la terraza y esquivando las sillas y las mesas, sin ver ni siquiera la verja, elevó el tono de voz todo lo que pudo para gritarle al mundo entero: “Dudo y siento luego existo”.

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