18 de diciembre de 2021

El corredor de la muerte


Me suda la garganta en el corredor de la muerte. Cierro los ojos y una lluvia de recuerdos ácidos que mi memoria me muestra con toda su crudeza, sin mentirme más de lo que puede mentir ese olvido que nunca llega, cae tormentosamente sobre mi cabeza sin que pueda centrarme en nada. Mientras, una gota de agua que no cesa de estrellarse contra mi frente me tortura psicológicamente. Así no puedo pensar con claridad y los recuerdos poco a poco se van volviendo más dispersos. Ni siquiera puedo ordenarlos cronológicamente ni darles unidad ni coherencia. Tan sólo me llegan ráfagas deslavazadas de aquel pasado en el que mi vida se paró y mi corazón empezó a latir en dirección contraria a las agujas del reloj (llegó la cuenta atrás). Ahora, ayer, mañana…, ya no sé, constantemente tal vez, me siento atrapado en un infierno en el que las llamas en vez de adoptar forma de lenguas de fuego son líquidas y acuosas pero igualmente dañinas. El goteo constante que emana del techo me impide disfrutar de un segundo de paz interior antes de morir. Me estoy ahogando en lágrimas o en un charco de lodo y estiércol. Tengo sed y no puedo humedecer mi boca. Mis labios se agrietan y mi lengua es ya una lengua de trapo. Y mi piel, negra piel de hombre negro, está más arrugada que la de un anciano al que la vida ha ido engullendo poco a poco en su vientre de buitre carroñero. Cierro los ojos e imagino que estoy en otro lugar, que esta muerte no tiene nada que ver conmigo, que incluso moriré de viejo y que nada volverá a separarme de mi hijo. Si no fuera negro y mis antepasados no hubiesen sido vendidos como esclavos, si hubieran sido tal vez negreros o hubieran traficado con la carne de mujeres y niños, mañana, cuando despuntase el alba con sus brillos violáceos, nadie como yo, un sicario negro contratado por un blanco presuntamente inocente que en realidad ha comprado no sólo su vida sino también su libertad, dejaría de ser torturado para ser ejecutado a continuación en la silla eléctrica. Negro es mi color y negros eran el frac, la chistera y los zapatos del hombre que siempre tenía “trabajo” para mí. Mi color es elegante cuando viste a un hombre blanco, no cuando alude a nuestra carne; para los blancos es carne podrida, fétida y putrefacta. También mi color se utiliza para referirse a los escombros y a la basura que amontonan los seres de piel albina y ojos y pelo claros o a los claroscuros forzados que sugieren negrura y tinieblas en los lienzos y en la vida o a esa noche negra y cavernosa en la que ni siquiera hay brillos ni reflejos.
Frank, el hombre blanco para el que trabajaba, era un sádico. Pertenecía a esa clase de élite ociosa y aburrida que se hastía de ver cometer siempre los mismos crímenes. Él era un esteta de las muertes violentas. Pagaba por ver cometer los asesinatos más perversos, imaginativos, pintorescos, curiosos o incluso elevados por él a la categoría de bellos y artísticos. Necesitaba morbo, suspense, expectación, tensión nerviosa y también creatividad e innovación. Si en un asesinato no había más que sufrimiento y desesperación, si el que mataba no era pérfido y cruel sino una víctima de su propia violencia interior y de su impulsividad y acababa autocastigándose por sentir una culpa infinita aquel hombre era un desgraciado que no sabía ni manejar un revólver. Este tipo de fallecimientos o de muertes sin tortura, secuestro, persecución, pánico…, en las que el verdugo del hombre muerto se convertía también en su víctima y en su propio verdugo, le aburrían soberanamente, le producían cansancio, hastío y fatiga y le hacían caer en un coma profundo o en un sueño letal. Cuando nos conocimos yo era sicario de un hombre de negocios, de un mafioso como tantos otros que lo único que buscaba era librarse de sus enemigos, rivales o posibles chivatos o testigos sin dejar ningún rastro ni ninguna pista. Yo era un experto en hacer desaparecer a sus adversarios sin que nadie, desconcertado por aquel extraño suceso, abriese la boca. Si alguien sospechaba de mi jefe yo, antes de barrerlo, le hacía sentir el pánico y la angustia más terribles. Pero Frank pedía más. Fui yo quien diseñó un crimen terrible que nunca podré perdonarme porque además de ser refinado, pérfido, cruel y gratuito me distanció para siempre de mi hijo, perdiéndolo prácticamente del todo. Mi pequeño cayó en el abismo de un sufrimiento tormentoso que se negaba a exteriorizar o que le atrapaba por dentro. También enfermó. Fue un proceso duro en el que la enajenación y la crueldad de esta enfermedad que agrede a la mente, a la inteligencia, a las emociones y a los sentimientos fue avanzando y devorándolo todo.
Chiqui no pudo asimilar que hasta Can, nuestro perro, fuera el reflejo animal e instintivo de mi terrible perversidad. Yo eduqué a Can. Yo le premié tras cada pelea. Yo le enseñé a comer carne de perro y carne humana. Yo fui quien lo azucé para que atacara al perro de aquel pobre ciego, que confundido y desorientado, acabó atropellado en la calzada.
—Can era muy malo, papá, pero no merecía morir. A lo mejor yo le hubiera podido enseñar a ser bueno otra vez.
—Can no era malo, hijo, yo lo convertí en un perro asesino. Yo fui quien mató al perro del ciego y quien precipitó el accidente en el que murió. Can sólo fue quien ejecutó el crimen.
Can había sido sacrificado. Cuando mi hijo cayó en un silencio autista, cuando sentí que ya no quería sentir, que se negaba a expresarse, que no me tenía miedo pero que le resultaba espeluznante mi sangre fría y mi capacidad para planear y llevar a cabo la más retorcida y repugnante de las muertes, cuando me di cuenta de que su mirada se perdía, sus ojos se vaciaban, su piel palidecía, sus neuronas sudaban, sus piernas temblaban, su boca se retorcía en una mueca de asco y le faltaba el aliento vital le compré un perro con pedigrí, hijo y nieto de perros campeones de torneos gimnásticos o de exhibiciones de belleza. Hansel, el perrito, le lamía los pies y las manos, pero mi hijo permanecía ausente. Estaba claro que había fabricado un mundo paralelo en el que todo era imaginación y fantasía. Había escapado del mundo real y se había refugiado en el sueño de lo irreal. No quería que la vida, la vida que entonces representaba yo, le hiciese más daño y su piel se cubrió de las escamas escurridizas de un pez que se sumerge en el océano y se pierde mar adentro. Sus alas cayeron. Fue entonces cuando le regalé a Ted, un perro educado para interactuar con niños con una finalidad terapéutica. Enseguida me di cuenta de que mi hijo ignoraba a aquel perro tan sabio y tan “profesional” porque le parecía demasiado manso y con unas enseñanzas tan asumidas que le habían robado el carácter, tan amaestrado él, incapaz de salirse de su papel y de adoptar una postura rebelde. Era yo quien lo intuía y era casi capaz de jurar que sucedía tal y como yo lo imaginaba pero era mi exmujer quien me lo confirmaba con palabras duras y afiladas. Ella sabe que mañana moriré pero no me va a mentir por eso porque me odia con todo su amor.
—Carlos, tranquilo, hoy el pequeño se ha despertado del sueño que le mantenía inmóvil y letal. Hoy me lo he encontrado abrazado a un chucho callejero que hurgaba entre las basuras. El perro cojeaba. Chiqui le ha vendado la pata, le ha acariciado las pupas de la cabeza y el perro ha abierto una boca tremenda y le ha besado con una lengua que babeaba sudor, miedo y cariño. Juntos se han ido perdiendo por el horizonte campo a través.

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