27 de marzo de 2021

Melancólica tristeza


“Sólo una vida vivida para los demás merece ser vivida”, ¿dónde había leído esa tontería? Los demás, ¿quiénes son los demás? Esos seres que pululan por las calles, sin nombre, ni identidad, totalmente anónimos, eternos desconocidos que seguirán siéndolo toda la vida, aunque nos encontremos en la parada del autobús, comprando en el Supermercado, almorzando en la misma cafetería… Esa inmensa nada son los demás. Para mí ya nadie significa nada. Hubo un tiempo en el que era feliz cuando sentía la mirada de alguien sonriéndome en la biblioteca, mientras estudiaba, o cuando me sentaba en un banco del parque y mi fantasía empezaba a soñar. Me bastaba con bien poco para acompañar mi soledad y para que mis tímidas, pero incipientes emociones se asomasen al exterior en busca de un ser indefinido todavía al que amar. Una mañana de frío y escarcha sentí un calor abrasador en mi “alma”. Alguien, desde la butaca de un cine cualquiera, fijó sus ojos tatuados de palabras de amor en mis ojos tatuados de palabras rotas. Los dos salimos del cine antes de que empezara la película y vivimos nuestra propia historia de amor, sexo y pasión tumbados en el diván de aquel piso en el que apenas había muebles y retumbaba el eco de cada gemido al estallar en el vacío. Le esperé durante varios días sentada en la misma butaca, en la misma sala y a la misma hora de aquel cine de barrio. Nunca le volví a ver. Traté de que mi dolor callara. Tan sólo había sido para él un ligue, un capricho, una página en blanco en el diario de sus vivencias. Pero, ¿y aquella mirada? Ni era una mirada obscena ni recorría mi cuerpo sólo con pasión y lascivia. Tampoco se posaba en mi boca únicamente para saborear mi saliva. Aquella mirada me observaba desde dentro. Por eso dejé que mi historia de amor no acabase tan pronto. Siguió existiendo en mi fantasía. Allí todo era posible. Todo era perfecto. Todo cuadraba y a la vez… todo era demasiado etéreo. Ni tacto, ni carne, ni sabor, ni el perfume que exhalan los cuerpos cuando cabalgan juntos. Yo necesitaba mis “dosis de realidad”. Casi toda mi vida había transcurrido como una mera ficción. Tenía que romper la barrera entre lo soñado o lo imaginado y lo real o lo vivido. Y fui, fui hasta su casa. Ya estaba a punto de llamar al timbre cuando pensé que era inútil tratar de ocupar un espacio que él no había reservado para mí. Me alejé llorando. Fui rompiéndome en pequeños trocitos de mí. Creía que nunca podría recomponerlos para formar nuevamente un todo. Sin embargo, un día mis ojos se secaron, ya no me mordía ni los labios ni las uñas, el aroma de mi cuerpo era casi agradable… Aquella “aventura” me había servido para empezar a conocer la naturaleza humana. Sin duda era inestable, caprichosa e interesada. Pero saberlo no me sirvió para nada. Seguí creyendo en la amistad y en el amor e incluso caí en la contradicción de negar lo que ya empezaba a saber. Aquel primer y único encuentro había sido fruto de un impulso, sentí más de lo que pide el deseo, me enamoré sólo de una mirada tatuada en los ojos. ¿Por qué no regresar al mundo de las emociones? Había sido tan insociable que compartir un saludo, un café o incluso el estrés de unas horas de intenso trabajo con mis compañeros de oficina me servía para salir de mí misma. Era consciente de mi insignificancia, de todas mis limitaciones y de las barreras que me separarían siempre de los otros. Nunca me sentaba en el centro de una mesa, intervenía pocas veces en la conversación, aunque me resultase interesante y, por puro egoísmo, por evitar un conflicto con aquellas personas que aparentaban tanto aplomo y seguridad me abstenía de opinar casi siempre. A veces me daba cuenta de que argumentar o defender una idea era tan complicado cómo explicar por qué vibra el corazón cuando el cerebro deja de pensar.
Abandonos, pretextos, excusas, rupturas sin ningún tipo de explicación me volvieron a alejar de esa humanidad tan inhumana, del mundanal ruido de la gente que camina pisando fuerte y que, sin embargo, no deja huellas en el asfalto.
Lo único que hacía era pasear. Al principio con los rayos del primer amanecer y con el ocaso que precede a las horas de insomnio en las que los sonámbulos deambulan por recodos y callejuelas olvidadas. Después ya no me importaba formar parte de un decorado en el que los rostros de la gente eran un simple borrón. Me imaginaba en medio de un enorme desierto vacío, entre las dunas. Ni siquiera las tribus trashumantes de detenían para disfrutar de la ilusión óptica de un espejismo. En mi ciudad las casas dormían deshabitadas. Los monumentos languidecían devorados por el óxido y la carcoma. Sólo los puentes me atraían. Solía detenerme cerca de los barrotes de hierro que me separaban del abismo para que ese río de aguas amarronadas me “gritase” una y otra vez: “Como vuelvas a sentir acabarás aquí, ahogada por el flujo de tus emociones”.
Pero, ¿cómo inhibir los sentimientos sin que estallasen dentro de mí? Me retaba a mí misma. Buscaba la prueba definitiva de que nada podría perturbar mi ataraxia. Había que volver al origen, al primer guiño amoroso apenas insinuado. Por eso rondaba el piso en el que aquel chico y yo jugamos al peligroso juego del amor, aunque para mí no fuera sólo un juego. Me acercaba y me alejaba, daba vueltas alrededor del edificio, incluso trataba de distanciarme lo suficiente para alcanzar con los ojos aquella balconada de la que colgaba mi corazón. Quería demostrarme a mí misma que ya nada podría cambiar mi abúlica apatía, mi fatal desengaño. Pero eso no era posible. Ese corazón asomado a la terraza latía con fuerza. Sentía el pulso acelerado en la sien. Mi respiración se entrecortaba y e incluso un cosquilleo casi sensual recorría todo mi cuerpo.
El capricho del azar me sorprendió cuando decidió ser mi aliado. Estaban desalojando un piso de aquel edificio. El camión de mudanzas se llevaba consigo los restos y añicos de alguien que dejó de ser cuerpo para convertirse en sombra. Tomé nota del teléfono. No era una inmobiliaria. Era un particular. No pudo negarse. Le ofrecí el doble de lo que pedía. Durante un tiempo viví en la desnudez de un piso en el que sólo se oía el eco de mi voz cuando tarareaba alguna canción. Algunos vecinos conversaban en la galería sin que yo pudiese oír nada más que un lejano murmullo. Identificar un sonido, un aroma, el tacto de unos dedos que se enredan con los dedos de otra mano resulta casi imposible si no se ha sentido intensamente. Además, cabía la posibilidad de que él también se hubiese mudado. Pocas personas dejan que su “alma” habite en un solo lugar. Durante varios días viví como si no viviese el momento presente. Durante varios días viví como si el pasado no hubiera existido nunca. Durante varios días viví sólo para nosotras, mi soledad y yo. Nos acostábamos al alba y dormíamos cuando el Sol permanecía despierto. Todas las noches vaciábamos juntas la caja de Pandora, tranquilas, relajadas, laxas. Sin embargo, una de aquellas noches de sosiego y de paz interior un vendaval de gritos nos sobresaltó. Hasta las ventanas se portearon y los insultos de una mujer que llamaba inútil y tullido a alguien que lloraba como un niño retumbaron en las paredes. El “niño” era él. Pude comprobarlo: la misma escalera, el mismo piso, el mismo portal…, y su voz, pidiendo perdón. Fue su voz quien le delató.
Durante meses dejé todos los días en el rellano, justo al lado de la puerta, una caja con botes y latas de comida, ropa de abrigo, e incluso un reloj de arena. Ese reloj de arena mediría el tiempo que nos había separado.
Nunca quise que averiguase que era yo quien le cuidaba. Cuando le oía arrastrarse por el pasillo, renqueando, o cuando escuchaba un quejido agudo o una tos bronquítica me alejaba, casi corriendo, con más deseo que miedo. ¿Mantendría siempre a salvo mi anonimato? Un día sus ojos color ceniza me espiaron detrás de la mirilla. Ni siquiera me di cuenta de que me observaba hasta que la puerta se abrió de golpe: “¿Eres…?” Un silencio tenso respondió por mí. Aquella misma noche decidí dormir en mi viejo hogar.

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