Tú no eras un símbolo, ni una metáfora, ni ningún recurso estilístico. Eras demasiado real. Si tuviera que compararte con algo sería con un desierto que quemó con fuego huracanado lo que ya era un desierto abismal. Cuando nos conocimos elegíamos lecturas y películas para charlar sobre ellas. Era un mero pretexto para hablar porque ninguno de los dos se lanzaba a romper el silencio tenso que nos separaba. Éramos demasiado introvertidos. Nuestras primeras conversaciones giraron en torno a lo que yo ya llamaba “emociones intelectuales”. Para mí no eran sólo eso. Bajo aquellos debates interminables subyacía no sólo el deseo de gustarte sino también la necesidad de amarte.
TLo medías todo con un cálculo frío y matemático. Analizabas la realidad con la razón lógica y metódica de un científico. Aun así yo sentía calor, calor húmedo, un calor húmedo que se secó el último día que te vi. Fue una tarde gélida de tantas y tantas navidades en las que muchos corazones solitarios se mueren recordando infancias infelices que la memoria embellece para no morir del todo. Tus palabras fueron secas, cortantes, “Por mucho que intentes demostrarme que algunas de tus teorías son útiles para la vida práctica nunca sabrás manejarte en ella. Yo puedo sacarte de tu infierno interior. Eres frágil y débil y por eso me gustas”. Mi “yo” más íntimo se quebró. No quería mantener con aquel chico una relación parasitaria. Quería fortalecerme y alcanzar mi propia autonomía. Cuando alguna empresa me contrataba para realizar el más simple y burdo de los trabajos lo veía a él con su rostro sonriente, burlándose de mi torpeza y de mi ineptitud. No tardaban mucho en despedirme. Alquilaba habitaciones en hostales inmundos pero mi economía no me permitía permanecer en ellos demasiado tiempo. Empecé a frecuentar rastros y rastrillos para adquirir prendas y utensilios baratos. En uno de ellos conocí a un vendedor de libros usados y supuestamente antiguos. Me propuso montar un negocio disparatado, se trataba de abrir una librería de lance para ofrecerle al público lector libros raros, curiosos, descatalogados… ¿En medio de un siglo en el que todo es táctil, virtual, tecnológico a quién le puede interesar una librería de lance? Para empezar malvendí mi biblioteca de estudiante. Me dolió mucho. Fue como arrancarme algo tan íntimo y personal como los libros imaginarios que traté de escribir con las hebras del ensueño. Supuestamente aquel hombre iba a ser mi socio capitalista pero sólo me ofreció los libros que él no podía vender. “Son papeles manchados, oxidados, llenos de suciedad y de moho…” me decía a mí misma, pero me dejaba engañar. Ya no me importaba la caída definitiva, el insulto despiadado y cruel. Me ahogaba, me asfixiaba, mi angustia existencial crecía. Además sentía la mirada del chico que todavía amaba desde cualquier ángulo de mi “covacha” observándome como un ser deforme y mutilado. Las facturas y los recibos se acumulaban encima de aquel mostrador que consistía en un tosco tablón de madera sin pulir, sin lijar, sin pintar. Pasaba las noches en aquel guariche fumando y bebiendo. Me volví esclava de mis adicciones y la poca libertad que nos permite tener la vida, esa fuerza ciega que lo destruye todo, fue diluyéndose hasta quedar en nada. Yo era un engranaje oxidado en la maquinaria de una sociedad en la que todo encaja de forma defectuosa pero productiva. Me miré en el espejo. Me escupí. Quise destrozarlo de un puñetazo pero sólo le arranqué un jirón de cristal y con él rajé los labios que él no besó nunca. Todavía anhelaba las caricias de aquel chico que seguía amando. Mientras escuchaba cómo retumbaban sus carcajadas filtrándose entre las paredes salí espantada de aquel local y hui de mí misma para siempre. La sangre de mis labios iba mojando el asfalto. Me prometí no sentir. Incluso hoy, cuando me dejo abrazar e incluso acariciar ni siquiera sonrío. Nada vibra, nada se estremece, nada me conmueve. Aunque no quiera reconocerlo he muerto. Soy un cadáver que deambula perdido en el mundo de los vivos como si toda la ciudad fuera una Necrópolis y yo un cadáver que espera impasible el último latido de su corazón vacío.
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