4 de diciembre de 2024

Demasiada tristeza

Tú no eras un símbolo, ni una metáfora, ni ningún recurso estilístico. Eras demasiado real. Si tuviera que compararte con algo sería con un desierto que quemó con fuego huracanado lo que ya era un desierto abismal. Cuando nos conocimos elegíamos lecturas y películas para charlar sobre ellas. Era un mero pretexto para hablar porque ninguno de los dos se lanzaba a romper el silencio tenso que nos separaba. Éramos demasiado introvertidos. Nuestras primeras conversaciones giraron en torno a lo que yo ya llamaba “emociones intelectuales”. Para mí no eran sólo eso. Bajo aquellos debates interminables subyacía no sólo el deseo de gustarte sino también la necesidad de amarte.
TLo medías todo con un cálculo frío y matemático. Analizabas la realidad con la razón lógica y metódica de un científico. Aun así yo sentía calor, calor húmedo, un calor húmedo que se secó el último día que te vi. Fue una tarde gélida de tantas y tantas navidades en las que muchos corazones solitarios se mueren recordando infancias infelices que la memoria embellece para no morir del todo. Tus palabras fueron secas, cortantes, “Por mucho que intentes demostrarme que algunas de tus teorías son útiles para la vida práctica nunca sabrás manejarte en ella. Yo puedo sacarte de tu infierno interior. Eres frágil y débil y por eso me gustas”. Mi “yo” más íntimo se quebró. No quería mantener con aquel chico una relación parasitaria. Quería fortalecerme y alcanzar mi propia autonomía. Cuando alguna empresa me contrataba para realizar el más simple y burdo de los trabajos lo veía a él con su rostro sonriente, burlándose de mi torpeza y de mi ineptitud. No tardaban mucho en despedirme. Alquilaba habitaciones en hostales inmundos pero mi economía no me permitía permanecer en ellos demasiado tiempo. Empecé a frecuentar rastros y rastrillos para adquirir prendas y utensilios baratos. En uno de ellos conocí a un vendedor de libros usados y supuestamente antiguos. Me propuso montar un negocio disparatado, se trataba de abrir una librería de lance para ofrecerle al público lector libros raros, curiosos, descatalogados… ¿En medio de un siglo en el que todo es táctil, virtual, tecnológico a quién le puede interesar una librería de lance? Para empezar malvendí mi biblioteca de estudiante. Me dolió mucho. Fue como arrancarme algo tan íntimo y personal como los libros imaginarios que traté de escribir con las hebras del ensueño. Supuestamente aquel hombre iba a ser mi socio capitalista pero sólo me ofreció los libros que él no podía vender. “Son papeles manchados, oxidados, llenos de suciedad y de moho…” me decía a mí misma, pero me dejaba engañar. Ya no me importaba la caída definitiva, el insulto despiadado y cruel. Me ahogaba, me asfixiaba, mi angustia existencial crecía. Además sentía la mirada del chico que todavía amaba desde cualquier ángulo de mi “covacha” observándome como un ser deforme y mutilado. Las facturas y los recibos se acumulaban encima de aquel mostrador que consistía en un tosco tablón de madera sin pulir, sin lijar, sin pintar. Pasaba las noches en aquel guariche fumando y bebiendo. Me volví esclava de mis adicciones y la poca libertad que nos permite tener la vida, esa fuerza ciega que lo destruye todo, fue diluyéndose hasta quedar en nada. Yo era un engranaje oxidado en la maquinaria de una sociedad en la que todo encaja de forma defectuosa pero productiva. Me miré en el espejo. Me escupí. Quise destrozarlo de un puñetazo pero sólo le arranqué un jirón de cristal y con él rajé los labios que él no besó nunca. Todavía anhelaba las caricias de aquel chico que seguía amando. Mientras escuchaba cómo retumbaban sus carcajadas filtrándose entre las paredes salí espantada de aquel local y hui de mí misma para siempre. La sangre de mis labios iba mojando el asfalto. Me prometí no sentir. Incluso hoy, cuando me dejo abrazar e incluso acariciar ni siquiera sonrío. Nada vibra, nada se estremece, nada me conmueve. Aunque no quiera reconocerlo he muerto. Soy un cadáver que deambula perdido en el mundo de los vivos como si toda la ciudad fuera una Necrópolis y yo un cadáver que espera impasible el último latido de su corazón vacío.

Mi amada Zaz

En esta era virtual te escribo desde mi corazón roto en papel perfumado y con la estilográfica con la que te escribía poemas prohibidos y malditos en mi adolescencia. Sé que no estás lejos. Vives justamente enfrente de mi bloque de edificios. Siempre quise estar cerca de ti, por eso te seguí en cada hogar que estrenabas. Es imposible que me recuerdes. Yo tenía diecinueve años cuando llené mis collages con corazones de cera quemada y mis libretas de versos románticos unos, alocados y ansiosos de placer físico otros. También esculpí bustos de adolescente esquiva y perdida en la lejanía, ojos tatuados de colores verdosos o azules, tallas de madera para dotarte de extremidades y de tacto y dedos como falanges que pudieran recorrer mi cuerpo. Tonta de mí creí que nuestro amor lésbico sería posible si me transformaba en una seductora intelectual, profunda e hipersensible. Recuerdo aquellos sonetos del amor hermoso que te recité tantas veces que me miraste con ojos desconcertados al principio y después llenos de desconfianza. Cuando te enamoraste de aquel muchacho de mirada albina y de piel de plata mi rabia y mis celos destruyeron con asfixia y angustia mi capacidad de experimentar cualquier emoción delicada, suave, dúctil, amorosa… Siempre esperé que aquella relación durase poco, que fuese el mero relampagueo de un ardor romántico situado muy lejos de un horizonte lejano… Pero no fue así. No tuvisteis hijos. Kevin enfermó y tú le seguiste a través de cada herida que se abría en su carne. Yo destrocé hasta mis primeros versos, abandoné el placer de escribir poesía amorosa, incluso aquella poesía que habla de luchas internas, rupturas, amores imposibles, amores fatales, adioses eternos y amores locos que sólo duran una noche entre sábanas de algodón y de nube. No podía dejar de escribir así que en un principio rompí todos mis cuadernos y estrellé todos mis bolígrafos contra el suelo de la galería. Su levedad ingrávida quedó tendida en las baldosas siguiendo las leyes de la física. Sin embargo cuando me desnudaba para ducharme o me contemplaba sin ropa en un espejo de cuerpo entero sentía que mi carne ardía y que mi cabeza no cesaba de taladrar palabras en el cristal. Escupía flemas envenenadas y también lloraba lágrimas dulces y saladas. Volví a escribir. Me serví del barro cocido y de la piedra. Pronto necesité lienzos y pergaminos. También el papel que cubría las paredes de mi casa se llenó de letras rotas y quebradas. Mi prosa era sucia. En ella vomitaba maldiciones y exabruptos. En ella hablaba de lejanos puertos en los que yo era tan sólo una náufraga, de vagones de tren en los que me colaba como un polizón para soñarme como una ladrona de corazones. El único que tuve me lo robaste tú y lo convertiste en fuego calcinado, en hielo derretido hasta formar un charco de vísceras pestilentes en la hierba mullida de un jardín sin flores. Siempre quise probar tu saliva sin besarte siquiera, siempre quise morder tus pezones y beberme su leche cremosa y bañada en azúcar, en crema y en canela. Siempre quise abrazar tu cintura y rodear con ella mi propia cintura. Siempre quise entrar en tu cuerpo y no encontrar la salida. Ahora, enferma de cáncer terminal, te escribo para despedirme de ti. En ese oscuro laberinto que me conducirá a la nada abisal alucinaré con tu imagen bella, porosa y delicada. Incluso te escucharé pronunciar mi nombre y besar cada una de sus letras. Por ti he vivido. Por ti he sentido. Por ti he sido. Hasta siempre, único amor de mi vida.