Siempre que ella alcanza el sumun bailando sobre un escenario improvisado situado entre el cielo y el mar él la contempla maravillado, embebecido. Sus sentidos experimentan un orgasmo emocional, fuerte, intenso, que sin embargo no le traspasa la piel ni arde en su carne. Sólo cuando ella entra a formar parte de su fantasía, cuando construye su cuerpo con jirones de éter, como si fuera una nube gaseosa e ingrávida, su pene siente el placer solitario de un coito irreal. A pesar de que ella sólo le estimula cuando habita en su imaginación él vibra convulsionado, jadeando y gimiendo de gusto como cualquier hombre que penetra la vulva de su amante, abierta y chorreante de flujo. El psiquiatra al que fue durante un tiempo, viejo, decrépito y gastado pero todavía incisivo y mordaz no supo ver que detrás de aquellas imágenes mentales había deseo, pasión, voracidad, lujuria enredada en el aire y lo calificó, como si la psicología del ser humano fuera tan simple como la de un microbio o la de una bacteria, como si todos fuéramos fácilmente clasificables, de “asexual”.
La sexualidad de este psiquiatra amante de la sodomía era sucia, pútrida y repugnante pues la ponía en práctica con lindos efebos y con querubines de rizados cabellos dorados. El doctor Robles tenía muchos amigos entre las redes de prostitución y no le importaba formar parte de ellas. Como psiquiatra conocía los puntos débiles de las mentes ya de por sí débiles de niños, púberes y adolescentes. Eran presas fáciles de engañar y de someter. En las barriadas pobres en las que sólo abunda la miseria resulta muy sencillo hacerse pasar por un gran señor, por un mago o por un gurú. También algún púber perteneciente a la clase media que se rebela contra un mundo demasiado estanco y aburguesado puede caer en la trampa. Basta con que alguien le haga creer que es un libertario, un Robin Hood o un justiciero para que se convierta en parte del botín. Sin embargo las presas favoritas del doctor Robles eran las que ya desde sus primeros años de vida apuntan a convertirse en seres hipersensibles dotados de una inteligencia inútil que sólo tiende a profundizar o a entretejer fantasías propias de una creatividad desbordada. Incapaces de identificarse con el otro se aíslan y sólo comparten su soledad con personajes imaginarios. Para Robles engañar y seducir a un futuro enfermo mental era disfrutar doblemente. Su carne era para él la más sabrosa de todas.
Una vez en pleno cautiverio ya no podían reaccionar. Robles trataba de contribuir con un lavado de cerebro integral pero casi nunca resultaba convincente. Esos niños, púberes o adolescentes violados y torturados no podían considerarse una dádiva para los dioses del Olimpo. Tampoco se estaban iniciando en nada ni habían nacido con la misión de satisfacer el deseo de nadie. Ninguno de ellos era el pupilo de un filósofo griego o un mártir que después sería venerado por el cristianismo. Esa era la gran frustración de Robles. Todos ellos tenían que ser retenidos con gruesas cadenas punzantes y desgarrados por el acero afilado de navajas, puñales y cuchillos (a veces bastaba con un par de latigazos) para que asumiesen que cualquier acto de rebeldía o de insumisión sería castigado con sangre. A Robles le hubieran gustado más las argucias psicológicas o lo que a él llamaba “sedación mental”. Incluso pretendía que el dolor que sentían se transformase en placer. Experimentar con cualquier tipo de violencia y pervertir sus consecuencias era todo un reto para él, él, un gran psiquiatra.
Sin embargo nunca lo conseguía. Fracasado y violento consigo mismo ametrallaba el ano del niño más apetecible con su pistola de esperma como cualquier vulgar pederasta. Cuánto le hubiera gustado seducir a un niño, ser deseado por un púber, tener un amante adolescente que se hubiera enamorado de él. A Robles no le importaba en absoluto el amor; lo que él pretendía era confundir, ofuscar, jugar con las emociones de los demás. Producir espejismos, alucinaciones, delirios hubiera sido muy placentero para él siempre que fuera a través de la carne. Alguno de aquellos chicos violados llegó a entrever lo que Robles ansiaba con tanto empeño, con tanta desesperación y a pesar de estar hundido en la ciénaga se burlaba de él.
Su discurso ya no era creíble ni siquiera para el niño más ingenuo. Había conseguido engañarles una vez pero no podría volver a hacerlo. De volar en una nube habían pasado a la asfixia de las aguas pantanosas. El despertar había sido tan terrible y doloroso que Robles sólo les producía horror y espanto. Había tanto odio en aquellas miradas que temblaban de miedo… Todos soñaban con ser libres pero el mero hecho de soñarlo les producía dolor. No existía ni la mínima posibilidad de escapar. Su carne suave, fina y delicada sería tratada como moneda de cambio hasta que fueran adultos.
En una de sus sesiones con Ian creyó que podría alcanzar su sueño (o al menos aproximarse a él) si tenía la capacidad de imaginarse que Ian era un niño (tan puro, tan virginal, tan anclado en la infancia…). No probaría su carne. No le atraía en absoluto. Al fin y al cabo Ian tenía más de veinte años pero seducir a un chico “asexual” que no ha madurado y que se mantiene “intacto” también era un logro. Ian tenía en cuestiones relacionadas con el sexo la mentalidad de un bebé, es decir, ninguna. Tal vez Robles, sin saberlo, era además de un asesino un psiquiatra incapacitado para enganchar a un paciente del que pudiera obtener beneficios vitalicios. Tanto reto personal le perdía. Su peor experiencia, la que le dejó totalmente desarmado, angustiado e invadido fue cuando un pederasta acudió a su consulta. Robles sudaba, temblaba, se rompía y hasta su propia saliva le sabía a podredumbre. Estuvo en cama una semana negándose a sí mismo que era exactamente igual que aquel tipo. ¿Podría pasarle lo mismo con Ian? Temía que aquel “experimento” le hiciese daño a él también. Era algo nuevo e inexplorado hasta el momento, no había calculado las consecuencias y tal vez el factor sorpresa pudiera desconcertarle tanto que acabara vomitando. Cuando sus tendencias sexuales fueron descubiertas todos le “apedrearon”, especialmente aquellos que violan a sus hijos.
A Ian ni siquiera le llegó el rumor de aquella noticia. Hacía tiempo que había decidido no volver al psiquiatra. Desconfiaba de la ciencia. No se sentía comprendido. Le exigía cambiar, no ser él, enterrarse a sí mismo y renacer para convertirse en un estereotipo humano, en un cliché. No estaba de acuerdo. Aquel proyecto de vida no iba con él. Cuando oía el discurseo de los “expertos” sentía que algo chirriaba y se sentía incómodo, molesto, incluso maltratado… Pensaba lo mismo que Bunbury: “La ciencia es un acto de fe”.
En cambio el ballet era otra cosa. A veces se preguntaba si sentiría lo mismo si la estrella del espectáculo no fuera Martina, su bailarina favorita. Al fin y al cabo él estaba enamorado de ella aunque no quisiese compartir su cuerpo con el suyo ni con ningún otro. Ian siempre había amado sombras, siluetas apenas trazadas en el aire, garabatos pintados en ese espacio vacío en el que nadie es nada. Para Ian las nubes de algodón mecidas por el viento tenían cuerpo de mujer y sabían a fresa y chocolate. Su carne era esponjosa, ingrávida, etérea y vaporosa. Su piel un lienzo en el que pintar corazones.
Años atrás, cuando Ian empezó a amar platónicamente a una chica de su edad vio su reflejo dibujado en el espejo de la entrada de su casa y besó su boca con ardor. No se besó a sí mismo. Besó los labios que la luz del Sol descompuesta en colores de tonalidades diversas había proyectado en el cristal. Malena nunca sonreía, no llevaba la sonrisa “puesta”, sus ojos ovalados mostraban siempre desconfianza y su cuerpo apenas se había desarrollado a pesar de ser ya una adolescente. Precisamente fue eso lo que le atrajo de ella a pesar de que todavía no tenía un ideal de belleza. Empezaban a gustarle las chicas esbeltas, estilizadas y también dúctiles y flexibles como el junco de un río. Aún sin saberlo ya estaba amando a Martina.
Pero su “erótica” particular no sólo se reducía al sexo o al amor. Cuando Ian se probaba un traje tenía que ser de tacto sedoso y aterciopelado, como el tu-tú vaporoso que decora y adorna la cintura de las bailarinas. Ian nunca pisaba baldosines de hormigón cuando caminaba. Él rozaba con sus pies la luz multicolor de un arco iris que elevaba su cuerpo por encima del suelo. Le gustaba la lluvia cuando no era torrencial. Dejaba que las finas gotas de agua humedeciesen su rostro como si de una caricia se tratase. También las plantas aromáticas eran una fuente de placer para él no sólo por el olor sino también por la suave y fina textura de sus pétalos. También le gustaba el tacto de una pluma o el pelaje de algunos animales aunque no empatizase con ellos. En sus comidas nunca faltaba gelatina y si iba a un Museo detestaba los lienzos en los que había grumos de pintura. Su madre siempre se quejó de que nunca quiso mamar de su pecho, de sus “fresas de leche”. Prefería el biberón. Tal vez ya de bebé empezó a rechazar cualquier tipo de contacto físico. Fue un niño difícil, un soñador que nunca pisó el suelo. Cuando él y su familia se iban de vacaciones a Sallent de Gállego se pasaba horas enteras fantaseando o monologando consigo mismo a la luz de las estrellas. Aunque no tuviese frío se sentaba en un cojín enfrente de la chimenea. Las llamas crepitaban y la leña ardía sin hacer apenas ruido. A través del fuego podía ver contornos y perfiles de algo demasiado difuso e indefinido que nunca terminaba de concretarse en nada. La última vez que viajaron a la montaña se metió una bola de resina en el bolsillo pero era tan pringosa que la tiró al suelo. En las laderas de las montañas encontró alguna seta que le permitió “viajar” a ninguna parte pero nunca se enganchó a ninguna sustancia. Era un chico sano. Tan sólo se fumaba un cigarrillo de vez en cuando. El sabor le repugnaba. Lo único que le atraía del tabaco era el humo que desprendían los pitillos y los restos de ceniza que quedaban en el cenicero. El humo dibujaba formas caprichosas en el aire y la ceniza era tan poco consistente que apenas podía sentirla por mucho que se impregnase de ella.
Cualquier sensación demasiado intensa le espantaba salvo cuando se encontraba en pleno onanismo. Si cuando fantaseaba con Martina hubiera sabido que también ella se había fijado en él (siempre ocupaba la misma butaca, siempre la misma mirada absorta y soñadora, siempre el mismo aplauso entusiasta…) no hubiera regresado al teatro. Pero de Martina lo ignoraba todo. No podía imaginar que aquella mujer, tan elegante y exquisita cuando bailaba, era apasionadamente visceral, tanto que le hubiera parecido ordinaria, vulgar. Para Ian ella era inmensa, inabarcable, mitad Luna mitad Sol.
En cambio Martina nunca fabricaba imágenes mentales, inasibles y de un color muy difuso, de nadie. Por eso y porque le sorprendía que aquel hombre estuviese siempre en todas las escenificaciones de la misma obra (tan maravillado como si fuera la primera vez que la viese) quería conocerlo de cerca, cara a cara. Y un día se decidió. Ocultando su traje de bailarina embutida en un abrigo y calzando gruesos mocasines le siguió. Ian no vivía cerca. No vivía cerca o no parecía dirigirse a un lugar próximo al teatro. Hacía frío pero todavía no era invierno. Los rayos del Sol jugaban con las pestañas de los transeúntes que miraban a lo lejos. Algunos ancianos decrépitos creían sentir todavía el calor que les protegía de la gelidez de la muerte y muchos ingenuos se consolaban pensando que cada día tiene su luz.
A Ian en cambio le gustaba la noche. La oscuridad le protegía de las miradas curiosas de la gente, le permitía pasar desapercibido y los pocos noctámbulos que paseaban a esas horas apenas eran una sombra. Aquel día la escasa luz le dejaba desnudo. Callejeaba por la Zaragoza Vieja como solía hacer cuando huía de alguien real o irreal. Oía pisadas detrás de él. Estaba seguro. No era un delirio ni ninguna alucinación. Cada vez andaba más deprisa. Martina le perdió de vista en varias ocasiones. Ya estaba harto de tener que esconderse, que ocultarse. Algún día tendría que mirar de frente a alguien. Se giró bruscamente y allí estaba su bailarina favorita, su gran amor. A pesar de que le temblaban las piernas empezó a correr. En su huida tiró a más de un niño al suelo. Los perros se preguntaban por qué corría tanto. ¿Querría escaparse de su dueño y ser libre? Ellos compartían el mismo sueño y algunos empezaron a tirar de la cadena. Un viejo que se apoyaba torpemente en una pared rugosa cuando lo vio pasar exclamó: “¡Corre, corre… si te va a dar igual…!” y un yonki que estaba teniendo un buen viaje creyó verse encadenado a un poste al ver cómo se alejaba con tanta rapidez. Martina también corría. Una bailarina es veloz como una gacela pero no tanto como un hombre que huye de sí mismo poseído por el miedo. Ian consiguió llegar a su covacha, echó el cerrojo y le dio doble vuelta a la llave. Se bajó el pantalón y todavía jadeando gritó mientras se automutilaba. Martina se había perdido. En su cabeza sólo sonaba la sirena de una ambulancia. Vio a una perderse a lo lejos. “No debería haberle perseguido… ¿le gustaba, me amaba? No sé, todo esto es muy raro. Tal vez me amaba en silencio, sí, seguro, pero…”.
Ian pasó varias semanas en el hospital. No quería que le dieran el alta. La microcirujana insistía en que todo estaba bien, en que poco a poco se iría recuperando. Ian no quería recuperarse, dormir era lo único que quería hacer. Sólo cuando una mano desconocida depositó un ramo de flores blancas en la mesilla le llegó un aroma tan fuerte, tan intenso que se quitó el pijama, se vistió rápidamente, abrazó el ramillete con todo su cuerpo y bajó rápidamente las escaleras de aquel horrible edificio. Ya en la calle miró a ambos lados. No distinguió a nadie que conociera entre los pocos viandantes que pasaban por allí. Aquel era un barrio olvidado, pobre, enterrado en el tiempo. “¡Mierda!”, masculló. Empezó a contar monedas. No había tiempo que perder. Seguramente la función ya habría empezado. El autobús daría un rodeo inmenso por toda la ciudad. Se subió en el primer taxi que llegó. No lo había pedido él. Una jovencita pintarrajeada empezó a insultarle. El conductor también se molestó con él. Le pedía que pisara el acelerador una y otra vez. El Teatro Principal le esperaba. Martina le esperaba y esta vez no iba a huir.
Primer final: el relato termina en este punto.
Segundo final: el relato continúa.
Pero Martina ya no estaba allí. Una compañía de lo que él siempre consideró ballet “circense” representaba su versión particular de “La flauta mágica”. Cabizbajo volvió a callejear por toda la ciudad. En una tienda de esas que ya no visitaba nadie le llamó la atención un cartel. Era demasiado viejo. Lo observó detenidamente y se preguntó a sí mismo: “¿Y por qué no?”.
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