28 de agosto de 2023

Domingo




Este relato está dedicado a mi madre.
Alguien muy mal informado me dijo que quedaba
 científicamente demostrado que los enfermos
 de Alzheimer no sufren. No me lo creo.
También está dedicado a mi padre porque en pleno abandono 
me susurró al oído: “Yo siempre estaré contigo”. 


 Domingo. Seis y media de la tarde. Llego tarde. Subo las escaleras precipitadamente. Ella me espera. Sé que me espera. La encuentro donde siempre. En la sala de estar. El aire es irrespirable. ¿Cómo va a sentirse a gusto entre tanta decrepitud, enfermedad, entre ancianos que se tiran al suelo porque quieren volver a caminar y entre otros que sueñan con volver a ser jóvenes? Empujo la silla de ruedas y la llevo a su habitación. Allí me informan de que ha habido dos ancianos escapistas y que han aumentado las medidas de seguridad: alarma, cámaras, yo qué sé cuántas medidas preventivas para impedir que huyan a sus hogares imaginarios. Me quedo pensativa pero enseguida dejo de pensar en ello. Mi madre me mira. ¿Qué verá en mi mirada? ¿Mi profunda mirada o mi triste mirada? Me sonríe, lo observa todo a través de mi mirada y exclama: “¡Ay, hija mía, qué tiempos aquellos!”. Para mí no fueron buenos tiempos los que ella recuerda supongo que de forma distorsionada. Para mí fueron los peores de mi vida. Después cae en el silencio. Se duerme y se despierta asustada. “¿Quién es ese chico, hija?”, “¿Mi marido?”, “No, mamá, es mi marido”, “¿Tu marido?”, pregunta sorprendida, “No, hija mía, es demasiado guapo para ti”. Me cabreo pero no quiero enfadarme con ella. Saco una bolsa de plástico y extraigo de ella su pastel favorito, como cada domingo. Me convierto por un instante en su madre y ella en mi hija. Le acerco la cucharilla a la boca, impregnada de nata y merengue. Si se lo come es que se encuentra bien. Si no se lo come es que se encuentra mal. En un principio paladea con gusto las primeras cucharadas, “¡Uy, qué rico!”, exclama, pero después se queda abstraída, ausente y con la mirada perdida. Supongo que desde su silla de ruedas observa un horizonte lejano que nunca logrará alcanzar. Vuelve a exclamar: “¡Ay, la vida!”. Yo estoy a punto de decirle que a pesar de todo ella también es vida pero no me atrevo, intuyo que su vida terminó mucho antes de enfermar. “¿Sabes?”, me pregunta: “Fui feliz porque elegí ser feliz”. En ese infierno familiar del que apenas quedan supervivientes ella todavía permanece. ¿La felicidad? Un sueño loco, absurdo, una quimera, una paja mental… “¿No es hora de que te lleve a la escuela?”, “¿La escuela? ¡Qué horror!”. Supongo que se refiere al colegio de los sordomudos. Allí fui feliz y conocí el lenguaje signado… En cambio en Las Teresianas no encontré más que monjas fachas y niñitas pijas. Tuve que huir de allí. Elitismo, nazismo y religión. Yo, pobretona, sencilla, rebelde, con mis nacientes ideas de izquierdas y con el himno de Riego en su versión popular sonando en mi interior… No encontré nunca mi lugar en aquel colegio de lujo. Piscina, gimnasio y hasta un anfiteatro, ¡qué estupidez!, ¡cuánta superficialidad!, ¡qué delirios de grandeza…! Él, mi padre, se opuso: “O sigues estudiando allí o…”. Naturalmente dejé de estudiar. “¿Recojo todos tus muñecos antes de ir a la escuela?”. Nunca hubo muñecos, tal vez se refiera a las figuras de cerámica y a los Joteros que yo transformaba en muñecos ya que nunca hubo juguetes en aquel horrible lugar, tampoco libros salvo aquel de un chivo, de los Hermanos Hollister y poco más… “¿Te cuento un cuento?”, me quedo anonada, “¿Cómo es posible que se acuerde de eso?”, “… sí, ya sé cuál te gusta más… Te lo cuento tal y como me lo contaron a mí, no como lo cuentan ahora…”, levanto la cabeza, “¿Pero…?”, “Calabaza, princesa y ratones… ya no me acuerdo, estoy loca perdida”, me desagrada que se lleve el dedo a la sien y que lo mueva como si estuviera…, efectivamente, loca. Le arranco la mano de la sien y observo que le han hecho la manicura y que le han pintado las uñas de mi color favorito, el rojo. Qué piel más fina, más suave, ella que siempre tuvo las manos llenas de callosidades y de pieles resecas. Se vuelve a dormir y se despierta con los ojos empapados de lágrimas. “¿Sabes…? a ti te tengo pero a ella no”. Alzo la vista para ver la foto de su hijo, el hijo de ella, quiero decir… No puedo olvidarla, fue mi maestra y también mi ídolo, pero todos los mitos caen, inevitablemente… “¿Cuándo volveremos a casa?”. Ante ese interrogante sin sentido me pongo rápidamente en pie y me lanzo a la carrera, “Hoy mamá, hoy volveremos a casa”. Empujo la silla de ruedas como puedo y trato de burlar todas las medidas de seguridad que impiden que los ancianos sean libres. No lo consigo. La policía me detiene. Me acusan de secuestrar a una anciana, a mi propia madre. En el juicio tan sólo juré decir mi verdad, pero sólo mi verdad y toda mi verdad. Ella permanece en su jaula y yo en la mía. No sé cuál de ellas tiene los barrotes más gruesos. Necesito dormir, ojalá todo esto no fuera más que un mal sueño, una pesadilla sin más pero estando dormida. Tras varias noches sin dormir consigo descansar unas horas. Un celador abre la puerta de mi jaula particular y me entrega dos ejemplares de una versión antigua de los cuentos de los hermanos Grimm y otro libro grueso y de tapa negra. “El relojero práctico”, se titula. Enseguida lo abro. Con letra elegante, de esa retorcida e incompresible aún puedo leer en la página de respeto: “Perdóname, hija mía, me he equivocado en todo”. Desde el fondo de mi alma grito: “¡Papá!” pero sólo escucho unos pasos que se alejan lentamente, como los pasos de un anciano. Hoy me siento definitivamente huérfana. Sin embargo aún puedo sentir los besos de mi marido acariciándome la mejilla y luego la boca. Supongo que me estará buscando y que algún día me preguntará: “¿Por qué yo no pude ser nunca tu familia?”. Me muero de vergüenza e imaginariamente le pido perdón. “Lo siento, me quedé detenida en el tiempo, ya sabes que el pasado me persigue…”. No volverá la espalda y se irá, como todos. Él siempre permanecerá con la misma esperanza de siempre, la esperanza de hacerme un poco feliz a su lado. O tal vez, tal vez, se haya cansado de mí, de tanta angustia, ansiedad, depresión… Y ese día cerraré los ojos definitivamente.

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