14 de julio de 2023

Yo no soy yo


Se levantaba de la cama agarrándose con fuerza a las paredes, a los armarios, a las puertas… No quería que él la viese así, convertida en una piltrafa humana…
Hacía tiempo que compartían el mismo lecho sin que sus cuerpos se estrecharan. Ni un beso, ni una caricia, ni siquiera sus miradas se buscaban en la penumbra. Ella sabía que tarde o temprano la encontraría tumbada en el suelo, desmayada, perdida y desorientada, pero era inevitable. Una noche de calor infernal Saúl se dio cuenta de que Raquel no estaba en la cama. La buscó y la halló en el baño, con la boca llena de espuma y en estado semiconsciente. No lo sintió. Tal vez esperase ya que llegase ese momento desde hacía tiempo: “¡Lástima pero yo necesitaba recuperar mi libertad!”. Saúl recluyó a Raquel en un cuarto pequeño y mal ventilado. A partir de ese momento la casa se llenó de voces femeninas jadeando de placer que procedían del dormitorio. Su corazón latía triste y apagado o, a veces, se aceleraba de rabia. Se había convertido en la “enfermita” de la casa. Tenía que asumir el papel de “inútil inservible”. Sin embargo se resignaba. Le bastaba con entrever el contorno de Saúl recortado contra la pared. La primera voz femenina que escuchó fue la de su cuidadora. Gemía con la respiración entrecortada junto a Saúl. Raquel se lo reprochó: “Estás aquí para ayudarme”. La cuidadora soltó una carcajada: “Alucinas, estás loca… y si fuera cierto que me acuesto con Saúl, ¿cómo pretendes que el pobre te siga queriendo? Eres basugre”. Raquel no podía defenderse. Tenía que soportar los “cuidados” de aquella mujer a sabiendas de que se acostaba con su marido.
Liliana creía que sería la única, la sustituta perfecta de Raquel, pero Saúl tenía muchas amantes y ningún encanto. Unas voces sustituyeron a otras, unos gemidos a otros y tantos y tantos murmullos entrecortados que la “cuidadora” (Liliana) se ponía más celosa que Raquel. Raquel había perdido toda capacidad de lucha. No podía pedirle a Saúl que continuase sintiendo por ella. Se consideraba un aborto, un trasto viejo, un despojo semihumano… Sólo podía evocar con una dulce nostalgia aquellos instantes en los que ella aún era ella y Saúl aún era Saúl.
Liliana descuidó todas las tareas. A falta de sexo leía literatura pornográfica. Llegaba, se sentaba y “hacía como”. Raquel se encontraba ya en un estado lamentable. Además de no peinarla (llevaba unas greñas con el pelo alborotado y lleno de enredones) no le bañaba ni le cambiaba de ropa, tampoco le cortaba las uñas, no le cepillaba los dientes (poco a poco iban amarilleando) y hasta dejaba que su piel se llagase.
A veces Raquel se preguntaba si debía vivir postrada en una cama, lejos de cualquier mirada ajena. ¿Tenía que ocultar su deformidad como Joseph Merry? Se estaba pareciendo a aquella mujer que le servía el desayuno a su marido y a la amante de éste en el infierno de Sartre. Raquel no tenía complejo de víctima. Por eso tenía que escapar de aquella tumba, de aquel sarcófago, de aquel nicho… En una bolsa cualquiera, en una bolsa deportiva tal vez, metió la poca ropa harapienta que le quedaba y aprovechó uno de los muchos “descuidos” de Liliana (en esta ocasión babeaba de gusto mientras dormía con medio cuerpo apoyado en la cama) para salir del piso casi taconeando. Quería que sonase el ruido de unos pies que se van, que dicen adiós y que no volverán jamás. Nadie se dio cuenta de que Raquel había huido tal vez porque no recibía llamadas. Tampoco la visitaba nadie. Cuando Saúl empezó a sentir que le faltaba medio cuerpo, que en el aire flotaban lágrimas saladas y que al pasar por aquel “zulo” se respiraba un tufillo amargo se dio cuenta de que la cama estaba vacía y de que en ella sólo yacía dormida la ausencia. Un papel arrugado se encontraba al pie de la cama: “Ha desaparecido. No sé dónde está. Tampoco andará muy lejos”.
Mientras caminaba por la calle, tímida e insegura pero con cierto orgullo (el orgullo del perdedor y del fracasado) los más jóvenes se burlaban de ella, las damiselas chapadas a la antigua se escandalizaban, algún gamberro le silbaba y los ancianos veían reflejada en ella su propia decrepitud. No le importaba. Era libre o lo más parecido a ser libre. Además tenía deseos de vivirse y de sentirse fuera de aquel agujero.
Saúl en un principio telefoneó a todos los hospitales, a la planta de psiquiatría, pero no le proporcionaron ningún tipo de información. Con el tiempo se olvidó de que siempre la había estado olvidando y rastreó él mismo las calles. “Ella no se ha ido, no puede irse, no puede dejarme así pero… ¿y yo? La sepulté en un cuartucho y siempre traía a casa a alguna chica… Me lo merecía”.
Raquel renunció a la caridad cristiana. Aunque su marido era un mojigato ella nunca tuvo ningún tipo de creencia. Tal vez sólo el panteísmo. Si ser católico era ser un farsante (la doble moral, el mundo de las apariencias, los prejuicios…) Saúl reunía todos los requisitos pero, sin embargo, había algo puro en su corazón, la capacidad de pedir perdón. Para muchas personas esto supone humillarse. Su deseo de ser perdonado le llevó al extremo de recorrer todas las calles, callejas y avenidas en su búsqueda gritando que había sido un pobre diablo, un bicho repugnante. “¡Estoy arrepentido, no me condenes, escúchame…!”. Se estaba volviendo loco, la culpa le mordía la conciencia y le enajenaba cada vez más. Raquel vivía una existencia tranquila. Se vestía con ropa vieja y usada y aunque robaba fruta en el supermercado siempre elegía la que estaba a punto de pudrirse. “En el fondo lo único que hace la pobre es limpiarnos el Súper de basura”.
A Saúl le lloraba el corazón. Por eso sus lágrimas tenían un color escarlata. La realidad se desdibujaba. Todo estaba cubierto de bruma. No distinguía ningún objeto. Parecía flotar en una nebulosa deshilachada (rota en jirones) aunque también opaca y asfixiante. Seguía buscando a Raquel. Aquello se había convertido en un trastorno obsesivo. Todas las mujeres se parecían a ella pero ninguna era ella del todo. Estaba agotado. Se dejó caer. El alba le despertó tumbado entre los escombros de lo que había sido una estación de tren. Una mujer de mirada verdosa que contrastaba con su piel oscura se encontraba allí buscando alguna joya sepultada que nadie hubiese visto antes. Tal vez si la encontraba podría comer un mes aunque no se fiaba de los tasadores. Saúl se acercó a ella inquieto, nervioso, algo turbado. Tenía que preguntárselo. Ella le miró fijamente. Saúl estaba destrozado. No quería engañarle pero se dio cuenta de que aquel hombre no conseguiría estar en paz consigo mismo hasta que “Raquel”, su “Raquel” le perdonase. Por eso respondió que sí.
Raquel no lo buscaba a él. Había sufrido mucho a su lado (humillaciones, vejaciones, constantes infidelidades…). Saúl la había tratado peor que a un montón de detritus. La había cosificado. Había pisoteado su dignidad humana. Ni siquiera le había dirigido una mirada tierna ni tristemente enamorada. No tuvo piedad. La complicidad entre ellos era un nudo roto. Y sin embargo la memoria le mentía. O tal vez no le mentía. El primer despertar, las cosquillas en el estómago, las hormigas en los pies… Eso era irrepetible. No podría volver a amar a nadie así. Con Saúl subió al “cielo” y bajó a los infiernos. Poco a poco y recurriendo a exposiciones y museos, a bibliotecas, fonotecas…, se fue sintiendo más fuerte mentalmente y Saúl pasó a un segundo o a un tercer plano. Ella, Raquel, se dio cuenta de que era una persona que conservaba la curiosidad de una niña y el escéptico desengaño de una anciana. Los miércoles por la noche veía películas al aire libre y a veces se burlaba de tanta inocencia o se emocionaba con una simple lágrima. Un chavalillo bastante joven se sentaba a su lado y no dejaba de contemplarla durante toda la proyección. En una escena de amor Raquel perdió la cabeza y lo confundió con Saúl. Le besó en los labios y colocó su mano en su pecho. Después se disculpó: “Perdona, me he equivocado, creía que…”. “Tal vez no te hayas equivocado. Soy bastante maduro para mi edad. Siempre me has parecido un personaje curioso, un personaje de ficción lleno de atractivo… Bueno, los dos somos reales. Tengo un regalo para ti. Lo llevo siempre conmigo pero me daba apuro entregártelo. Es una colección de artículos recopilada por Stephen Hawking. Recoge las aportaciones más interesantes de los padres de la física cuántica. ¿Sabías que no sólo hay una nada existencialista sino que también hay una nada resultante de la oquedad de los cuerpos vacíos de materia? No somos más que billones de partículas…”.
Por fin Saúl y Raquel habían escapado del dolor y sentían “dulce”, “amoroso”. Liliana, la cuidadora, se encargó de destruir la burbuja que les aislaba del mundo exterior protegiéndoles también de su ser, de su esencia más íntima y privada. De no ser así Raquel hubiera sido sólo cenizas y Saúl un pantano cenagoso. Habían crecido y el pasado dormía en el ayer. Liliana sentía que su orgullo había sido pisoteado y quería sangre. Quería carroña. Los iba a encarar. Ni la mujer de ojos jaspeados era Raquel ni aquel muchacho inteligente y despierto hubiera podido sonreír a su lado. Tenía demasiados traumas, rotos, rasguños en su alma y en su corazón… Sus heridas sangraban y sangrarían siempre. Aun así seguía siendo un soplo de vida, un sorbo de adrenalina, las alas de un cometa…
Una mañana cualquiera de un mes cualquiera se dirigió a casa de Saúl. Aún podía ver el lecho en el que se habían acostado tantas veces gimiendo de placer, en un constate orgasmo. Entraron juntos en el dormitorio. “Te volviste loco Saúl. Esa mujer que mira a través de un cristal verde te ha perdonado sin ser Raquel porque si no te habrías autodestruido. Dale las gracias y déjala marchar. ¿Quieres que estemos juntos? Yo cuidé de tu mujer y algo de ella me queda”. Saúl gritó desesperadamente. Aquella cuidadora fue el comienzo del fin, con ella todo empezó a ir mal. Quería reemplazar a Raquel y él no quería sustitutas. La pasión “amorosa” de Saúl no tuvo límites aunque Liliana tratara siempre de atraerlo hacia ella… Saúl necesitaba otros cuerpos, otras miradas, el erotismo de otra piel… “¡¿Dónde está?! ¡¡¡Tiene que ser ella la que me perdone!!!”. “¿Y después…?”, sonrió maliciosamente Liliana. “Sólo quiero obtener su perdón y morir de paz”.
Liliana volvió a casa de Saúl pasados unos días. Para ella también era su casa. La cuidadora tenía un fuerte instinto de posesión y además hurtaba lo más valioso de cada tienda, casa, local… y lo consideraba enteramente suyo. Se eximía a sí misma de todo delito. Y no robaba bagatelas como una cleptómana, robaba casi un seguro de vida en forma de joya, telar, vajilla, porcelana…
“Se va a quedar de piedra… Dice que sólo necesita su perdón. Es mentira. Se autoengaña. Necesita atraer nuevamente hacia él su cuerpo y su mente… querría ser su amante, su novio, su pareja y despertar juntos cada madrugada cuando todavía es de noche para los demás…”.
Eligió el día perfecto, un miércoles. Había cine al aire libre. Liliana ya sabía que allí se encontraría con la verdadera Raquel y con su joven pareja. Veían imágenes y escuchaban palabras que formaban un todo. Y ese todo provocaba un impacto, una conmoción casi siempre emocional... Además durante casi dos horas se embutían en otro cuerpo y en otra mente dejando de ser quienes realmente eran… Jugaban a ser irreales, a pertenecer a la fantasía de un director o de un guionista, a darle vida a su imaginación.
Liliana sabía qué película proyectarían al atardecer. No había sido muy taquillera. Sin embargo golpeaba como ninguna otra la conciencia del espectador.
De ella se desprendía un erotismo trágico y Liliana podía intuir cómo reaccionarían Raquel y Saúl. Se sentaron en la última fila. Enseguida él se sintió incómodo. Aquella violencia gratuita, aquel sadismo, aquel comportamiento psicópata…
Raquel lloraba pero su chico le secaba las lágrimas con la lengua. Liliana apuntó con el dedo a Raquel para que su ex marido pudiera darse cuenta de que alguien besaba con ardor y pasión su corazón maltratado. Él era el causante de esas lágrimas, de todas las heridas y llagas que rasgaban la piel de su gran “amor”.
Raquel y su chico se levantaron del asiento para adentrarse en un bosque próximo, tupido y solitario. Se iban a compartir desde la felicidad, desde la alegría, desde la autosuperación… Saúl los siguió con la mirada. A pesar de todo el daño que le había hecho a la que fue su esposa se opondría a cualquier relación que pudiera tener, aunque sólo fuera amistosa. Tenía razón Liliana. No sólo buscaba su perdón. El comienzo de la película contribuyó a que, colérico e iracundo, se interpusiese entre los dos y golpease con rabia, furia y celos al pobre muchacho. Las luces enfocaron la escena tiñéndola de un color malva. Raquel gritaba pidiendo auxilio. Los espectadores parecían muñecos sin vida. Ni siquiera se movían. “¿Me perdonas, Raquel?”. “¡Qué pregunta tan estúpida si yo lo quiero todo! ¡Suéltalo!”. Saúl se detuvo. “¿Cómo te atreves a… Nosotros vivimos en paz, en nuestro planeta color celeste. Tú regresa a tu infierno. El paraíso existe sólo para él y para mí”. El muchacho reconoció en aquel monstruo a Saúl. Se levantó como pudo del suelo y tuvo la mala suerte de asestarle un golpe que resultó mortal. Saúl se desplomó en el suelo y apenas vivió unos minutos. Entonces los muñecos-espectadores se agitaron y adquirieron expresividad. Llamaron a la policía. Raquel escupió a Liliana antes de entrar en el coche patrulla. “Nos ha jodido la vida para siempre. Tenía que ser ella la que me volviese a crucificar”. No hubo juicio porque no hubo justicia. Se fue pudriendo en la celda hasta ser un cadáver. Todo se fue. Sus ideas, su creatividad, su lucha, su sentir, cualquier pretexto que le mantuviera con vida. Raquel no dejó nunca de visitarlo. Hoy los curas (pajarracos buitreros y carroñeros) les recuerdan a los presos que la vida es un don de dios. Aunque aquel chico murió colgado de una sábana en realidad falleció mucho antes de nacer. En este corrompido mundo no había un lugar para él. Sólo pudo ser feliz cuando conoció a Raquel. Raquel contrajo un cáncer y falleció. Era su única chispita de vida. El día que Raquel fue enterrada en la fosa común él le dio carpetazo a su “vida”.

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