24 de abril de 2023

Una espina en el corazón


Mamá siempre me habló bien de él: “Un genio, un prodigio del ajedrez. Tenía que volar y yo no le iba a cortar las alas. Al principio le acompañaba siempre pero con el tiempo elegí una vida sosegada y tranquila. Quería dedicarme a la defensa personal y a las artes marciales. Tener un hogar, una casa, no una vida nómada y trashumante”. A pesar de su necesidad de echar raíces mamá no rehízo su vida porque nunca dejó de amarlo, aun después de verse por última vez. Para mí aquel hombre al que nunca pude llamar “papá” era un desconocido. Yo quería verlo, conocerlo, formar parte de su vida pero él se la entregó por completo a ese juego, mitad deporte, mitad arte. Lo único que dejó en casa fueron libros, tratados, artículos y tableros de ajedrez. A mí manera yo buscaba la forma de estar con él hojeando sus cuadernillos y tutoriales, viendo vídeos y empezando a jugar yo también. Cada vez que salía una noticia suya en la prensa alabando su buen juego y comentando sus victorias yo me estremecía y mi estado anímico oscilaba de forma contradictoria. Por un lado sentía una emoción sublime, por otro lado una tristeza amarga, la tristeza del abandono. El ajedrez era el único vínculo que podía ligarme a él en cierta forma aunque sólo de manera invisible y sin ningún tipo de contacto. Hasta que llegó aquel gran día yo me pregunté siempre si sabía que tenía una hija. Mamá nunca aclaró lo suficiente mis dudas y yo tampoco me atreví a indagar, no quería sufrir más de lo que ya sufría si sabía a ciencia cierta que él me había abandonado. Preferí suponer que yo nací cuando él y mamá ya se habían separado, fruto de algún encuentro amoroso que ya anunciaba su separación definitiva. En mi memoria mi padre no existía, no recordaba ni un solo instante con él, no había huellas de su presencia en mi vida ni el mínimo atisbo de que hubiéramos pasado una tarde entera jugando, ni siquiera un fin de semana o en vacaciones.
De niña tuve un amigo muy especial que luego pasaría a ser mi pareja. Él también se había sentido abandonado porque pasó mucho tiempo internado en colegios de pago, lejos de su familia, conviviendo con extraños. Cuando empezamos a salir él ya había cursado estudios de ballet y empezaba a iniciarse en la danza. Era un muchacho sensible, capaz de comprender hasta lo más incomprensible, con la mente abierta, sin ningún tipo de prejuicios. Entendía que amase y odiase a mi padre al mismo tiempo y que a veces me sacudiese la rabia y la ira de forma amarga y violenta. No sé si sentía amor por él o más bien sólo era admiración. Decidí (como si nos mantuviese unidos a mí y a mi padre un cordón umbilical que no se podía palpar) seguir sus pasos. Se me daba bien jugar al ajedrez aunque cuando empecé torpeaba mucho. No fui una niña prodigio pero enseguida empecé a despuntar en ese mundillo. No tenía nada de extraño ni de sorprendente… Mi casa parecía un museo de ajedrez. Mamá no había tirado nada. Se guardaba unos armarios y cajones para dejar nuestras cosas, sus trajes de trabajo, sus vestidos y mi ropa, mis juguetes y mis libros y lo demás lo ocupaba con amorosos retazos de papá. Si no hubiera sido por la ausencia de mi padre no sé si me hubiera dedicado al ajedrez o no pero de lo que estoy segura es de que transité ese camino empujada por la fuerza del amor. Ya de pequeña me apunté al club de ajedrez de la escuela, fui a academias, recibí clases particulares y de entrenamiento, fui ganando puntos y mi entusiasmo iba creciendo a menudo que conseguía vencer a rivales supuestamente muy superiores a mí. Mi amigo bailarín jugaba conmigo al ajedrez igual de mal que yo cuando bailaba tratando de ser su pareja de baile… Más que nada era un juego, una forma de unirnos y de compartirnos. Ninguno de los dos aspirábamos a ser como el otro. Ni él quería jugar al ajedrez ni yo quería bailar. Él jugaba de forma ingenua e inocente, no veía jugadas, apenas sabía mover las fichas… Yo tenía un cuerpo inflexible y poco dúctil y con los nervios se tensaba más y más. Mi amigo no podía ni siquiera sujetarme y me movía de una forma tan torpe que en ocasiones estuve a punto de caerme.
Mi infancia quedaba lejos pero yo continuaba con el ajedrez. El ajedrez nunca fue para mí un capricho pueril relegado a los primeros años de mi vida. Yo seguía jugando al ajedrez, ganando puntos, mejorando mi posición, siguiendo la estela de papá que ya casi rozaba el éxito más contundente. Pedro, mi novio, mi pareja, tuvo una lesión muscular mientras entrenaba y no pudo volver a bailar de forma profesional. Sólo y con mucho cuidado como bailarín amateur. Sufrió mucho. No podía soportar que su carrera terminase tan pronto, cuando ya llenaba teatros y era la pareja de las bailarinas más famosas. Yo abandoné el ajedrez temporalmente. Pedro no quería que lo hiciese pero yo sí. Para mí era necesario que contase con todo mi apoyo y con toda la fuerza que le pudiese transmitir. No iba a comportarme como mi padre. Eso estaba claro. Quería acompañarle todo el día y toda la noche y no podía dedicarme al ajedrez porque me absorbía por completo. No hubiera tenido tiempo para él. Al cabo de unos meses (Pedro necesitaba hacerme feliz y para ello tenía que impedir que yo renunciase a mi carrera por él) estudió para ser profesor de danza y siguió con el ballet respetando el límite de sus fuerzas. Cuando sonreía yo sabía que había un trasfondo de amargura detrás de esa sonrisa pero Pedro se hacía y se rehacía constantemente. No podía cumplir sus sueños pero a veces se le veía ilusionado y hasta alegre. No podía ir en contra de las fuerzas ciegas de la vida. Además Pedro era un superviviente nato que se adaptó a su nueva situación con entereza aunque tuviese que esforzarse por no caer en una nueva depresión. Se agarró a la vida y se enraizó en ella, sabedor de que es tan dura y difícil que puede destruirte si no te adaptas y soportas su crueldad. Yo seguía compitiendo y a él le encantaba verme mover las piezas del tablero mientras jugaba conmigo misma o en los campeonatos. Decía que mis piezas bailaban saltando de una casilla a otra, que mis piezas eran auténticas bailarinas de ballet y de danza clásica.
Al cabo de un tiempo me quedé embarazada. Pedro se alegró más que yo y mi madre quiso contribuir al cuidado de mi pequeño para ayudarme con mi carrera ajedrecística. Pasaba largas horas con él, sabía lo que lo que suponía la ausencia de amor y de ternura, ser un trasto olvidado en un cuarto sin que nadie golpee la puerta para rescatarme de la tristeza que sentía a pesar del intenso del intenso amor que siempre me dio mi madre. A su manera trataba de llenar también el vacío de ese padre ausente que llegué a conocer demasiado tarde. Nicolás me veía casi siempre jugando al ajedrez y se divertía robándome alguna pieza o escondiéndola. También hacía rallujos en mis libros, en las libretas, en los cuadernos… Yo me reía con él, me gustaba que fuera un niño rebelde y travieso y no un ser débil y pusilánime como pude serlo yo. Lejos de impedirme que brillara en el ajedrez fue un estímulo en mi camino. Me humanizó más todavía y sentí cómo mi vida se enriquecía y se volvía más completa. Pedro y él bailaban casi todo el día y pronto empezó a asistir como espectador a las clases de ballet que impartía su padre y a imitar a los bailarines que asistían a ellas. Adoptaba poses y posturas mirándose en el espejo y su cuerpo se contorneaba musculándose y tornándose tan flexible como el de un contorsionista. El ajedrez y el ballet le gustaban por igual pero cuando empezó a ir a la escuela comenzaron a apasionarle las matemáticas. Analizando mi forma de jugar (cientos de combinaciones posibles) y la música (“matemática artística” que bailaba su padre) había descubierto, sin darse cuenta, el universo de los números. Nicolás sí que fue un niño prodigio. Como todos los niños superdotados se aburría en clase y se abstraía pensando en nosotros. Quería ayudarnos. A mí me ponía siempre deberes al llegar de clase. Eran ejercicios muy difíciles de resolver e incluso tenía que consultar libros para dar con la solución. También era un experto en técnicas de relajación y en psicología. “Hasta que no trates de enterrar ese pasado de orfandad paterna, no jugarás realmente bien al ajedrez. Siempre te enfrentarás a un rival que sin ser mejor que tú te gane la partida. No sigas consultando el diario o viendo la tele para seguir sintiéndolo cerca de ti. Déjate llevar por tu propia pasión y volarás más alto que él”. Con Pedro practicaba también una fisioterapia inventada. No sabía mucho de nervios ni de músculos ni de huesos pero le masajeaba y le hacía experimentar en la piel el calor de un hijo amado y amante. Nicolás era capaz de adaptar al cuerpo dañado de Pedro algunos pasos de ballet que antes no podía dar pero aquella lesión era incurable. Sin embargo la alegría, la chispa y la vitalidad de nuestro hijo le impulsaba a que no se preocupase por él. Deseaba que fuera enteramente feliz y que no él no se convirtiese en un obstáculo.
Un día, sin consultarme nada, me apuntó a un torneo de ajedrez bastante prestigioso. Le reñí. Yo no estaba preparada para jugar en ese torneo, mi nivel era bastante inferior, pero él apostó por mí y me ayudó a vencer mis miedos. Gané ese campeonato y muchos otros. Mi posición iba subiendo en la tabla y Pedro y él eran mis mayores admiradores y mi mayor impulso para seguir compitiendo. Llegué demasiado lejos. Yo nunca fui ambiciosa ni pensé en poder optar al título de campeona del mundo en ajedrez. Pedro, cuando supo quién era mi rival, arrugó la frente preocupado. Imaginé que sería mi padre. ¿Por qué si no no se iba a alegrar todo lo que se hubiera alegrado de no ser así? Había llegado a la final y eso ya era todo un éxito. Es cierto que la situación me producía un conflicto interior pero sin embargo supe apartar de mi mente cualquier pensamiento que pudiera impedir que siguiese mejorando mi juego. Con más arrojo del que nunca tuve me fui preparando para el gran día e invertí tantas y tantas horas que superaban incluso a las que puede contabilizar un reloj.
La noche anterior a la final mis dos amores, Pedro y Nicolás, acunaron mis sueños. Cuando vi a mi padre experimenté un gran impacto pero ese gran impacto fue poco duradero y no lo suficientemente intenso. Ni me ofusqué ni me bloqueé. ¿Al fin y al cabo qué importaba que fuera mi padre biológico si nunca lo tuve cerca, si nunca pude tomarle de la mano para que me enseñase a caminar? La partida fue intensa, dura, llena de obstáculos. No sudé dolor ni amargura. Esta vez sí que jugué ambicionando lo que nunca había ambicionado pero por razones sentimentales. Creo que también me impulsaban el afán de venganza y otras emociones turbias y oscuras. Me superé a mí misma y creo que hasta jugué por encima de mi nivel. Cuando di el golpe definitivo, cuando le di mate ni yo misma me lo creía. Mi padre, vencido y derrotado y con un rictus de tristeza en la boca, me alargó la mano para estrechármela. Por primera vez pude tocar su tacto. Me miró y al observar mi rostro se quedó pasmado, tan sorprendido como confuso y aturdido: “¿Tú… tú eres mi hija?”. “Así es, papá”. Aquel descubrimiento le dolió como un golpe asestado con una fuerza bestial y despiadada en el corazón. Me di cuenta porque le temblaban hasta los labios y porque sus ojos lloraban tratando de desviar una mirada extraviada que no se fijaba en ningún punto. Creo que en aquel instante se rompió su coraza y que su conciencia empezó a roer su interior. “Reconozco en tu cara mi propio rostro”. “Sin embargo yo no me reconozco en alguien que abandona a su hija. Mi niño lo es todo para mí. Él me ha ayudado a vencerte. Hoy lo has perdido todo, todos tus logros, tus triunfos y victorias. Ya no podrás volver a olvidarme porque te he vencido en el ajedrez, tu vocación, tu pasión, y en la vida, en tu deambular por esta existencia. No sólo te he superado como ajedrecista sino que te he superado también como ser humano y esto último no era muy difícil”.

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