Como todas las tardes de domingo Micaela sabe que hoy vendrá a verla su hija. Hace tiempo que vive en un mundo de sombras, donde todo es nebulosa, dispersión, falta de nitidez, desorientación… Anda perdida en un espacio y en un tiempo indefinidos. Sin embargo cuando llega el domingo un resorte automático le dice que hoy sí, que hoy verá a su pequeña. Ariadna no falta nunca a su cita dominical. Le lleva un pastel y dulces del Martín Martín, le deja encima de la mesita de noche cuadernillos con crucigramas, sopas de letras, cruzadas… También le trae tebeos, cómics y revistas de corte y confección. Micaela, a pesar de haber vivido situaciones muy duras, siempre tuvo un sentido del humor inteligente que le ayudó a pensar en forma de sonrisa y a caricaturizar y a parodiar a personas y personajes que intentaron hacerle daño.
Ariadna le regala revistas de corte y confección porque Micaela trabajó siempre de modista. No era una modista al uso. Todo lo que pasaba por sus manos: chaquetas, abrigos, cazadoras, pantalones, camisas… adquiría una hechura elegante y un toque original. Incluso adornaba con teselas de dibujos geométricos o florales las telas que cubren los sofás, las que cuelgan a modo de cortinas, las que sirven para alfombrar el suelo, los tapetes… Además “pintaba” con lanilla e hilos de colores no sólo los famosos “petit point” sino también cuadros y lienzos que hubieran podido exponerse en una galería de arte. Con sus agujas de ganchillo tejía trajecitos para los bebés o para muñecas como las Barriguitas. Hasta se atrevió con marionetas y peluches. La alta costura nunca fue lo suyo por cuestiones ideológicas pero tuvo que confeccionar trajes de novio y de novia, trajes de diplomático, abrigos de pieles, trajes para ejecutivos y hombres de negocios y en otro orden de cosas faldones para los bebés, mantos de baturra y mantones de Manila, trajes regionales, sombreros y pañuelos. Ahora hojea todas esas revistas con los ojos vacíos, sin distinguir unas de otras (para ella son siempre nuevas) y sin apreciar adornos ni texturas.
Antes de que Micaela llegase al declive total y de que su hija tuviese que vivir en Francia la anciana pasaba largas temporadas en casa de su “niña”. Ariadna le preparaba siempre la comida que más le gustaba y Micaela la saboreaba con deleite y fruición. También tendía una hamaca en la terraza para que su madre pudiese darse esos baños de sol de los que siempre hablaba cuando se leyó La montaña mágica. Además de ser curativos, al menos para ella (la luz podía incluso espantar a los pensamientos más lúgubres) le proporcionaban el placer de sentir una suave y cálida caricia en la piel. Cuando sus ojos se prendían de fuego y los rayos solares querían traspasar su mirada sus párpados caían y se adormilaba laxa y feliz. Ambas, muy próxima la una de la otra, se sentaban frente al televisor para ver películas que Ariadna alquilaba en el Cine Club siguiendo un criterio muy selectivo ya que ella se había se había movido en ese mundillo y era especialista en su forma de verlas desde el punto de vista fotográfico. Solían ser películas minoritarias y de culto que la crítica había ponderado aunque no hubieran reventado la taquilla. En todas ellas había un trasfondo psicológico muy profundo. Además de pensar y de reflexionar sobre temas problemáticos y espinosos que esta sociedad hedonista y de carcajada estruendosa y fácil ni siquiera tiene en cuenta disfrutaban de la belleza plástica de las imágenes visuales y vivían una existencia irreal durante dos horas. Poco a poco Ariadna tuvo que ir alquilando películas en las que la trama argumental fuera cada vez más simple. Eran películas de dibujos animados dirigidas a un público infantil. Micaela ni siquiera podía seguir este tipo de films y Ariadna optó por dejar el televisor apagado y encender la cadena musical para que su madre pudiese escuchar música y sobrecogerse o emocionarse con canciones de su época hasta que las fue olvidando una a una.
Sin embargo a pesar de su progresivo deterioro cognitivo Micaela seguía dándose cuenta de que su hija estaba enferma de tristeza. Lo había estado desde muy niña y nada había podido alterar aquella mórbida sensación de naufragar en el vacío. El padre de Ariadna era un hombre huraño y de trato hostil. No sólo no le importaba que su hija sufriera sino que añadía más sufrimiento a su dolor. Llegaba al extremo de castigarle psicológicamente cuando le apuñalaba el deseo de no existir y se autolesionaba o lloraba derrotada y vencida: “Escribe hasta que se te caiga el bolígrafo de la mano: “Soy un parásito cobarde e inútil que lleva una existencia vacía” y no te olvides de los acentos ni de las pausas”, le gritaba pavoneándose de su grandeza, de sus muchas cualidades y aptitudes y de su superioridad a la hora de competir con cualquiera. Micaela se enfrentaba a él. “Mi hija no es un parásito, nadie se esfuerza tanto como ella por sobrevivir en este mundo cenagoso en el que todos llevamos una existencia vacía. Solemos embellecerla y vestirnos con máscara y disfraz pero no por ello le damos un sentido. Bastante profunda es nuestra pequeña. Piensa demasiado para ser tan sólo una niña, es inteligente y lo interioriza todo. Reflexiona sobre temas que tú y la gente superficial y exquisitamente vulgar como tú ni siquiera os planteáis. Por eso es infeliz. Porque percibe la realidad desnuda, sin adornos, sin mentiras, sin engaño… y le duele intensamente su crudeza”.
Un día especialmente gris (su marido le había golpeado a ella y a la niña) Micaela hizo la maleta para siempre. Aunque él trató de encontrarlas (¿qué iba a hacer sin humillarlas, vejarlas y convertirlas en víctimas de su “yo” dilatado, hinchado y “sublime”?). Micaela trazó un itinerario que les llevaría a vivir en lugares remotos y alejados de la urbe y de la civilización más avanzada e industrializada. Micaela, en su deambular por aquellos lugares apartados y periféricos, trabajaba como costurera. Ariadna no pudo ir demasiado tiempo a la misma escuela pero siempre mantuvo intacto su deseo de aprender aunque fuera de forma autodidacta. Cuando su madre le daba dinero lo invertía en libros, atlas, láminas de arte, diccionarios enciclopédicos, en suma, en todo aquello que pudiera transmitirle conocimientos y sabiduría.
Pronto empezó a sentir interés por la fotografía, ese interés fue creciendo hasta convertir la fotografía en objeto de estudio, de análisis, de investigación (consultaba un libro tras otro) y sobre todo, de búsqueda interior. A través de las lentes, el flash, el tiempo de exposición, el diafragma… era capaz de construir un mundo nuevo, alejado del que normalmente percibimos. Su mirada se estaba volviendo fotográfica y su forma de reproducir la realidad era artística. Transformaba un decorado neutro en otro de estética peculiar en el que predominaba lo feo, lo oscuro, lo gris, o bien, lo hermoso, lo bello, lo bien proporcionado, lo armónico. Enseguida se centró en lo que ella llamaba fotografía introspectiva. Sus fotografías eran paisajes interiores y fragmentos de esa realidad invisible que habita dentro de nosotros. Utilizaba símbolos e iconos para descifrar e interpretar un mundo tan oscuro e inexplorado. Además realizaba composiciones en las que cada objeto o detalle iba más allá de lo cotidiano, de lo banal, de lo que manoseamos todos los días. Todas sus composiciones eran auténticas cosmogonías, un universo de astros luminosos o apagados aunque todavía parpadeantes.
Ariadna sabía que tenía que experimentar con todo tipo de técnicas, de enfoques, ángulos, perspectivas, y además ir alterando los parámetros para obtener resultados diversos y variados que cristalizasen en un todo único y lleno de plasticidad y de riqueza visual. Su fotografía intimista se enriquecía añadiendo elementos del mundo exterior que le llamaban la atención o que despertaban su interés. Siendo todavía muy joven empezó a ganar premios y a destacar en el ámbito de la fotografía artística. Ariadna sabía que no podía vivir de nada que fuera artístico e intimista, de nada que sellase con una impronta personal que podía ser llamativa y novedosa pero al fin y al cabo trágica. Por eso siguió estudiando e indagando en el mundo de la imagen y poco a poco combinó la fotografía artística con la periodística y con el cine. Su vocación era tan fuerte y le estimulaba de una manera tan poderosa y “apasionada” que antes de que el deterioro cognitivo que sufrió su madre y que le conduciría a la nulidad total fuese creciendo quiso que disfrutase de espectáculos llenos de imágenes, de colores, de luz, de contrastes, de claroscuros… de un festín visual casi pictórico. Nunca le reveló que había trabajado en muchas de las películas que vieron juntas. Sólo deseaba que Micaela disfrutara de todo lo que es capaz de traspasar la mirada experimentando una auténtica metamorfosis cuando es reelaborado por el cerebro.
Ahora, con el paso del tiempo, lo ha ido olvidando todo. No sólo no recuerda conocimientos básicos como leer o sumar sino que ni siquiera sabe cómo se llama. Los rasgos que configuraban su carácter y su personalidad se han diluido. Es un cuerpo sin identidad, sin fisonomía, sin su latir personal. Sin embargo, cuando llega el domingo, su corazón se viste de fiesta. Es mágico y misterioso que sepa qué día de la semana viene a verla Ariadna.
Normalmente Ariadna llega a la residencia a las seis y media de la tarde. Hoy lo ha hecho a las siete menos diez. Micaela cena a las siete y media. Apenas podrán verse. Micaela sospecha. Ariadna suda y supura dolor por cada poro de su piel. Son gotas amargas que huelen a derrota y a fracaso. También le ha obsequiado con un regalazo. Además del pastel y los dulces y de esos cuadernillos o revistas que no sirven para nada le ha regalado una joya. Micaela siempre fue (paradojas de la pobreza) muy presumida y aquel collar de perlas blancas y grises que viste su cuello de elegancia le maravilla pero también (al mismo tiempo) le deja ofuscada y confundida. Pronto llega a la conclusión de que Ariadna planea algo aunque de forma callada y escondida. Como cualquier madre que se ha entregado a sus hijos, les ha cuidado con mimo y siempre se ha mostrado paciente y comprensiva, Micaela conoce a la perfección a Ariadna.
No tiene que preguntarle nada. Es capaz de ver todo lo que se oculta detrás de sus ojos sin que ella los abra. Para Micaela su hija es pura transparencia. A pesar de que sus labios permanecen mundos y que ningún contorno se dibuja en ellos (no sonríen ni adoptan una mueca amarga) Micaela sabe que no es apatía ni abulia lo que siente. Es algo mucho más trágico, fuerte e intenso. Es desesperación.
Para Ariadna su vida ha sido una acto inútil y carente de sentido. De nada le ha servido tratar de encontrar una motivación que no fuera la fotografía. No ha podido llenar su existencia de amor, de sensaciones cálidas, tiernas y dulces, de la pasión de un sentimiento que es capaz de traspasar la piel o del simple calor de una amistad. En la gente no ha encontrado más que mezquindad, interés, un egoísmo exacerbado e incluso maldad y perfidia. También ha conocido multitud de molleras vacías que viven su existencia superficialmente y en pleno estado de inconsciencia.
Ahora, antes de ponerle punto y final a una existencia marcada por el dolor y el sufrimiento viaja al interior de su memoria para recordarse a sí misma antes de desaparecer por completo.
Recuerda a aquel muchacho de ojos pardos que atropelló el autobús escolar. Todavía vivía con su padre. Apenas habían crecido, apenas eran niños o púberes y ya empezaban a gustarse… Aunque fue un amor que no pudo crecer debido a la temprana muerte del chico Ariadna nunca volvió a enamorarse. Vivió una adolescencia solitaria en la que no probó ninguna droga ni bebió alcohol. No frecuentó garitos ni discotecas pero también ella fue una explosión de hormonas y de rebeldía. Se interrogó a sí misma, cuestionó viejas ideas y creencias y puso en tela de juicio hasta lo que muchos consideraban un dogma, un precepto, una norma, una regla… Aunque no consiguiese tambalear los cimientos de la ciencia ni siquiera un poquito y anidasen en su cabeza ideas disparatadas vivió una fiebre intelectual que le sirvió para encontrar algún hallazgo que aplicaría después a la fotografía. Si realizaba un viaje con su madre o iban juntas a la ciudad Ariadna aprovechaba para ir al museo y ver exposiciones tanto fotográficas como relacionadas con las Bellas Artes.
A veces necesitaba dejar de pensar en imágenes y hacer un paréntesis. Entonces tocaba la armónica. Nadie le había enseñado. Había aprendido a tocarla leyendo libros y revistas de música. También le gustaba expresarse físicamente (bailar) a su manera. No sabía bailar nada, ni merengue, ni tango, ni bachata, ni vals… pero su cuerpo se expresaba libremente en la oscuridad de su habitación. Siempre que había un espectáculo de natación sincronizada ella iba a verlo. Bailar con el agua y en el agua era maravilloso.
Con su padre nunca pudo compartir ni una pequeña parte de su vida, de sus trabajos, de sus sueños... Sabía (y le dolía) que nada de lo que hacía o podía haber hecho le hubiera complacido. Era un hombre violento, absurdo en su estupidez y en su egolatría, molesto e incómodo. Sin embargo nunca dejó de quererlo a pesar de la distancia que tuvieron que interponer.
Habían transcurrido bastantes años desde que iniciaron su huida cuando el padre de Ariadna tuvo un accidente de tráfico. Su familia apenas se ocupó de él. No le cuidaban debidamente (todos eran demasiado narcisistas y engreídos para dejar apartado su “yo” y entregarse al otro). El padre de Ariadna no solía beber pero aquella tarde-noche se emborrachó quién sabe por qué. Ariadna quería verlo pero Micaela se oponía: “No arruines tu vida cuidando de alguien que nunca hizo nada por ti, nada que pudiera hacerte sonreír y ser un poco feliz. Todo fueron humillaciones, maltrato psicológico y hasta físico cuando huimos”. Ariadna solía imaginarlo en situaciones que nunca hubieran podido darse en el mundo real porque él no la quería (su padre desconocía el significado de ese sentimiento, del sentimiento amoroso). Sólo esperaba darle un abrazo y confiarle retazos de su vida antes de que llegase la dama enlutada… Cada vez se encontraba peor, apenas podía moverse de la silla y su cuerpo estaba siempre rígido y tenso.
Mientras vivió su madre (era su hijo favorito) todo fueron atenciones y cuidados. Después su familia cometió con él los abusos que él había cometido con casi todo el mundo. Le insultaban, descuidaban su higiene, le ignoraban, nadie le regalaba una caricia, incluso (como no le preparaban la comida) lo poco que comía era comida basura… Antes de que fuese demasiado tarde Ariadna fue a visitarlo. Quería que se despidieran sin odio ni rencor. Cuando lo vio sintió una pena inmensa. Su padre era un esqueleto famélico, llagado, llenos de rasguños, sarpullidos, erupciones cutáneas, heridas… Le impresionó mucho ver a su padre así porque su aspecto físico era la viva estampa de la muerte. A partir de entonces Ariadna transformó el deterioro de su padre en un icono constante y siempre repetido en toda su producción artística.
Micaela mira a su hija y ve en sus ojos lágrimas transparentes, burbujas de un mundo aparte en el que sólo ella ha vivido. Cuando se incorpora del sillón y le besa para despedirse Micaela llora amargamente aunque sus ojos permanezcan secos. No puede gritarle a nadie que su hija va a morir. Nadie le creería. Es una anciana demenciada y demente. ¿Quién le va a escuchar? Al rato de cerrar la puerta su hija Micaela vuelve a perder la noción de la realidad, se abstrae, se ausenta, se imagina que ella y alguien que no identifica (Ariadna) se dan la mano y atraviesan juntas el mar. Micaela sonríe complacida con esa sonrisa dulzona que a veces le hace cosquillas en el corazón mientras el corazón de Ariadna late por última vez hasta que su voz se apaga y calla en la agonía. En su delirio también Ariadna piensa en su madre, en el mar, en la arena, en la brisa, en las olas y siente cómo una, la devuelve, osada y rebelde, a la tierra, junto a Micaela.
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