Este lugar no es el pulmón de la selva, es un simple poblado indígena ligeramente contaminado por la civilización urbana. Eva siempre se consideró parte de la naturaleza. Necesitaba fundirse con ella para formar un todo. Ella misma era naturaleza. Ella misma era vida. Su sangre era clorofila, su aliento olía a menta, corría como una gacela, era flexible como un junco, era libre como el viento… Cuando caía la noche se tumbaba en la hierba, envuelta en un saco de dormir. Siempre se dormía contando las estrellas de ese inmenso firmamento lleno de luna. Algunas veces le podía el miedo y se tranquilizaba cantando en lenguas. Aquel extraño idioma podía ser hebreo o tal vez un lenguaje inventado por ella misma. Una noche le despertó la luz de una linterna. Abrió los ojos sobresaltada y empezó a temblar. Con la mirada ciega por el resplandor pudo distinguir a un hombre con pantalones cortos y camisa color caqui. El hombre la ignoró completamente y siguió rastreando el terreno. Eva lo observó mientras se alejaba y le recordó a alguien que había visto en el aeropuerto. Tal vez viajaran en el mismo departamento y en la misma dirección, no recordaba bien, sólo era un vago recuerdo. Aquel hombre, Diego, era un explorador en busca de aventuras, quería probarlo todo y experimentar todo tipo de sensaciones. No tardó mucho en regresar junto a ella. Eva estaba tan confusa que llegó a pensar que se trataba de la misma pesadilla repitiéndose una y otra vez, como un sueño recurrente. El explorador llevaba en la mochila todo tipo de plantas, incluso hongos y semillas. “¿Quieres?”, le preguntó mientras se sentaba a su lado. “No…”, farfulló Eva con la voz entrecortada. “¿Conoces a Zenayda?”. “No”. “Es una médico naturista que investiga sobre las propiedades curativas de las plantas”, mintió. En realidad Zenayda era una simple hechicera que preparaba ungüentos y brebajes para sanar determinadas dolencias. Además solía organizar danzas tribales en las que no faltaban nunca los alucinógenos y los afrodisíacos. El resultado final era una orgía o bacanal en la que la carne devoraba a la carne con voracidad. La embriaguez duraba gran parte de la noche y los cuerpos se amontonaban en el suelo, unos encima de otros.
“¿Y a Joe? ¿Tampoco conoces a Joe?”. Eva volvió a negar con la cabeza. “Mejor, está amargado ese hombre… Me voy… ¡Ah! Te dejo aquí esta bolsa. Tú misma podrás comprobar que son plantas maravillosas”.
Diego era un hombre fuerte, corpulento, de figura atlética… Tanto ejercicio físico (desde la adolescencia había sido un excursionista nato) había moldeado su cuerpo. Su rostro aniñado le daba un aspecto de dulzura y de candidez que no se correspondía con la realidad. En sus ojos no se reflejaba ese mundo de sombras que yacía en su interior.
Su verdadero rostro se hallaba escondido en el armario, como el de Dorian Gray. Nada podía entreverse en el azul sereno de su mirada.
Eva se preguntaba si tanta soledad no le llevaría a la incomunicación, si sería capaz de soportar tanto silencio. Ella siempre había querido zafarse de las multitudes, del frío asfalto, encontrar su esencia, dejar de ser una “urbanitas”, refugiarse en un bosque inmenso, arbolado y lleno de vegetación, vivir la vida de una asceta y si fuera posible de una mística… ¿Quiénes serían Zenayda y Joe? ¿Podría compartirse con ellos? Sin formularse más interrogantes recogió su hatillo. No se olvidó de aquel manojo de hierbas que le producía cierto rechazo. Desconfiaba aunque no podía evitar sentirse atraída por aquel hombre, Diego, y por todo lo que estuviera relacionado con él y con la naturaleza. Esperaba no perder el Norte, no dejarse olvidada a sí misma en el camino, seguir su propia estela.
Estaba ya muy cerca del poblado cuando escuchó los ladridos desesperados de un perro. Aquel animal aullaba de dolor. No pudo evitar detenerse. Hans arañaba la puerta de entrada de una humilde covacha mientras seguía ladrando. Eva miró por la ventana. Había un hombre tendido en el suelo. Parecía estar inconsciente, ¿tal vez se había desmayado? A su lado tan sólo se veían unas pequeñas gotas de sangre.
Eva empujó la puerta, Hans pareció serenarse. Lo primero que le llamó la atención fue el rostro ligeramente deformado de aquel hombre. Una barba espesa ocultaba viejas heridas. Quería escuchar sus latidos y colocó su oreja encima del pecho. Respiraba rítmicamente. Sin embargo sus brazos estaban llenos de rasguños y a su izquierda, justo al lado de aquellas pequeñas gotas de sangre, descubrió una navaja. Sacudió su cuerpo con fuerza y le dio palmadas en la cara. Aquel hombre no reaccionaba y aunque pensó en Zenayda prefirió esperar. No creía mucho en la medicina naturista pero cuando ya estaba a punto de incorporarle para que oliese el aroma de aquellas plantas mágicas Joe recuperó la consciencia gritando: “¡Mamá!, ¡Mamá…, he matado a mis compañeros de orquesta, a mis mejores amigos…! ¡Mamá, ¿dónde estás?”. “Tranquilícese, aquí está su perro, ¿no se da cuenta de que le sonríe?”. Hans le lamió la cara impregnándola toda de la saliva con la que besan los perros. Joe se giró bruscamente. “¿Pero quién… quién es usted?”. Buscó su pequeña bandolera tanteando el suelo y Eva se la colocó encima de la mano. Joe se sintió descubierto y trató de rehuir inútilmente su mirada. “¿También busca estas gafas?”. Eran unas simples gafas redondas de estilo retro. Hacía ya mucho tiempo que esas lentes le servían para ocultar sus emociones, sus ojos húmedos de lágrimas. “Váyase, por favor”. Eva recordó las palabras de Diego: “¿Tampoco conoces a Joe?”, “Mejor, está amargado ese hombre…”. Eva no quiso escucharle. No podía obedecerle. Aquel hombre estaba enfermo. “¿Se llama, Joe, verdad?”. Joe se levantó bruscamente para observar, como todos los días, el devenir cotidiano de la vida ordinaria. Él no formaba parte de ella. Estaba tenso, nervioso, sólo soportaba la compañía de su perro. Eva carraspeó. Él simuló indiferencia y volvió a pedirle que se fuera. “¿Por qué se autolesiona?”. “Yo no me autolesiono”, mintió. “Cuando recuperó la consciencia deliraba… su madre, sus compañeros, sus amigos…”. Joe sintió miedo, pánico, incluso terror. Aquella extraña mujer estaba invadiendo su intimidad. Era un extraña, una intrusa. Sin embargo le agradaba el tono de su voz. Parecía que cantaba cuando hablaba.
“¿Por qué… por qué quema usted partituras, un atril y hasta…?”. “¡Lárguese!”. “No voy a largarme todavía. Usted está enfermo. Ya se lo he dicho”. “¿Y si…?”. “¿Y si…?”, repitió Eva. No le estaba desafiando. Aquel hombre necesitaba ayuda psicológica. Esta vez sus gafas no le sirvieron para ocultar su dolor. Joe se desmoronó. Poco a poco se fue deslizando por la pared hasta caer de rodillas en el suelo. Lloraba con la desesperación de alguien que lo ha perdido todo, incluso a sí mismo… “Soy un asesino. ¿Podría cantarle una canción al asesino que llevo dentro? Me gusta su voz”. “¿Asesino? ¿Cantar? Sólo sé cantar en lenguas…”. “Da igual. Me conformaría con escuchar una simple canción de cuna. Cánteme algo, por favor”. “Mire, no creo que sea usted un asesino pero si se siente culpable por algún crimen que no cometió o por cualquier asunto turbio en el que pudo o no participar… lo mejor es que vaya a un psicólogo. Además en el poblado hay una médico naturista…”. “¿Zenayda? La misma milonga de siempre…”. “Bueno. Lo siento. Yo debo seguir mi camino, le prometo que algún día le cantaré una canción en hebreo”. “Lo comprendo, pero hágame caso, Zenayda no es médico, es una…”. “Cada uno necesita creer en sus propias mentiras”. Joe se quedó callado. Es necesario equivocarse uno mismo. La experiencia de otros no sirve de nada. Sin embargo con aquella bruja todo estaba demasiado claro. “¿Cómo se llama su perro?”. “Hans”. “Cuida de él, ¿eh, Hans?”.
Al salir de la covacha se quedó parada un instante, ¿no había sido muy brusca su despedida? Anduvo unos pasos y estuvo a punto de volver pero pensó en Diego y en ese mundo maravilloso que deseaba descubrir junto a él. En el fondo sabía que se estaba traicionando. Primero debía llevar a cabo el propósito que le había conducido hasta allí, encontrar su esencia espiritual, ascética, fundirse con la naturaleza y alcanzar un estado de pureza que ahora veía imposible de alcanzar. ¿Podría descarnarse del todo? ¿Aislarse de nuevo y sepultar su instinto animal?
Tumbada en un lecho mullido de hierba trató de respirar profundamente. Tomaba aire por la nariz, lo retenía unos instantes y lo expulsada de forma rítmica, pausada, cada vez más lenta. No conseguía lo que quería. Estaba demasiado excitada, en ella brotaba de nuevo el deseo, el apetito sexual, la necesidad de estrechar el cuerpo de Diego y dejarse llevar por la pasión. No podía contenerse. Necesitaba escuchar para calmarse la voz ronca y serena de los árboles más viejos, impregnarse del olor perfumado de las flores silvestres, mezclar resina con aceites esenciales, rozar con la punta de los dedos los juncos que crecían junto a un riachuelo e incluso bañarse y transformarse en agua ella también…
Sin embargo no podía. En su mente un aluvión de imágenes eróticas le impedía concentrarse en nada. Se dejó llevar por la sensualidad de aquellas imágenes. Su cuerpo se abría. Sus piernas se enredaban con las piernas de Diego galopando juntos hasta alcanzar el punto culminante en el que la vagina se contrae y se dilata. Se miraban. No cerraban los ojos. Querían verse, verse desde fuera y desde dentro, respirar el olor que impregnaba cada gota de sudor. No era un olor dulzón ni perfumado, era el olor del sexo cuando el flujo se mezcla con el semen. No pudo evitarlo. Se tumbó en el suelo y se masturbó.
Después de sentir un placer intenso se quedó dormida. Le despertó el roce de una caricia. “Hola, nos conocemos y aún no sabemos nuestros nombres. La palabra más hermosa es la que lleva tu nombre. Me llamo Diego”. “Yo, Eva”. “De mí ya sabes que soy un aventurero, un explorador. He recorrido medio mundo con tan sólo una mochila al hombro pero nunca me he quedado a vivir en ninguna parte. Soy itinerante, jamás me detengo… No quiero echar raíces. Quizá me dé miedo pudrirme entre cuatro paredes sin saber que pasa ahí fuera, en este mundo selvático. Mi curiosidad es infinita, no hay un camino demasiado largo para mí… ¿Y tú?”. Eva no supo responderle como le hubiera gustado. “Yo quería ser los cuatro elementos del mundo natural: tierra, agua, aire y fuego. Me siento fuertemente unida a ellos pero no lo he logrado. Todavía soy un ser demasiado civilizado para llegar a convertirme en éter, para formar parte de una nube esponjosa, para ser un soplo de viento, tal vez huracanado, tal vez cálido… También me gustaría enraizarme en la tierra. No busco otro hogar, no quiero ni siquiera un piso pequeño ni un ático. No me bastarían los geranios ni las esparragueras, tampoco los cactus, las plantas trepadoras, los bonsay… Detesto las jaulas, el mundo entero es una jaula. Los animales no han nacido para ser domesticados, deberían vivir en estado salvaje, dentro de su hábitat, en su medio… Además quiero erosionar mi cuerpo como un río que muerde la roca, para que sólo exista mi alma y para que mi carne se resquebraje… Me gustaría ser cascada, torrente y no una triste balsa de agua estancada. Y, y… Sólo soy un pequeño arbusto que ha crecido deforme sin poder ver nunca la voz de sol…”. “Y ¿el fuego? Podemos bañarnos desnudos en el río y calentarnos después con las llamas de una hoguera”. “Prefiero un baño de sol”, se excusó sin mucha convicción. Diego, decidido, se quitó la ropa, la dejó colgada en la rama de un árbol y se tiró de cabeza al río. Al principio buceaba para llamar la atención de Eva. ¿Se habría ahogado? Después salió a la superficie y se sacudió como cualquier animal de pelo, como cualquier “peluche” gigante. Diego tenía el cuerpo más bonito y musculado que había visto nunca. Quiso probarlo y descendió hasta la orilla del río, vestida con una simple túnica. Y se fue adentrando y adentrando hasta flotar en aquel río helado. Eva no nadaba muy bien. Diego se acercó y lo primero que hizo fue besar sus labios y desnudarla. “Te amo”, le susurró Eva al oído. “Yo prefiero hacerte el amor”, le respondió Diego lamiéndole el lóbulo de la oreja. Besos, caricias, abrazos, piernas enroscadas alrededor de la cintura, el juego del amor empezó y ardió como un volcán en plena erupción en medio de un río que no fue capaz de apagarlo, a pesar de la altura que podía llegar a alcanzar. También Eva le jineteó y llegó a sentirse como Afrodita, como la diosa del amor pero con el corazón traspasado por la flecha de Cupido. Se despidieron en la orilla, con un beso con lengua que Eva saboreó durante horas. “¿Volveremos a vernos?”, le preguntó tímidamente. “Claro”. “Has dicho que eras un nómada, un trashumante…”. “Esta noche Zenayda prepara una celebración especial. Tres mujeres del poblado se han quedado embarazadas casi al mismo tiempo, no podían tener hijos y… con su ayuda y la de sus amantes serán mamás dentro de unos meses… Si vienes acuérdate de las plantas que te di. Alabada sea la diosa de la fertilidad”. Nuevamente Zenayda y las plantas y Joe acudieron a su mente, Zenayda debía de ser una hechicera o una trotaconventos, las plantas, ¿drogas?, y sobre todo Joe, ¿quién era Joe? Debía de ser músico porque aquellas partituras, el atril de madera e incluso un violín ardían en el fuego de la chimenea como un mal recuerdo. Joe, el hombre ceniciento de los ojos color ceniza, parecía un hombre inteligente pero demasiado infeliz, en proceso descendente hacia al abismo y hacia el inframundo de los que se sienten culpables, tan culpables que sólo desean hacerse daño a sí mismos. Joe se odiaba y probablemente dirigiría su odio hacia el entorno que le rodeaba, pero qué habría querido decir con “…La misma milonga de siempre…”. Zenayda, aquella misteriosa y extraña mujer… ¿Prometía a sus acólitos alcanzar el éxtasis aunque la vida les hubiera maltratado tanto que no podían sentir ya nada de tanto sentir dolor y sufrimiento? ¿Y Hans? ¿Era como un lazarillo que trataba de guiar a Joe por la senda de la felicidad sin conseguir absolutamente nada? Antes de que llegara el crespúsculo, vestida con un traje de noche brillante, con lentejuelas, un corpiño ajustado, un chal de lana y unas deportivas de marca tipo bota (aún era un ser demasiado civilizado) y sin olvidarse de llevar las plantas, semillas, hongos… en un pequeño bolso hippie de cuero y con flecos, llamó a la puerta de la covacha que compartían Joe y Hans. Joe estaba sentado en un humilde taburete de mimbre deslizando sus dedos por un teclado mientras aquel instrumento tan sencillo aparentemente exhalaba todas las notas posibles que sonarían en un concierto de jazz, de música clásica o incluso de rock. Cuando Joe tocaba Hans “cantaba”, con esa voz ululante y llena de sentimiento, con el corazón abierto de los perros o de los lobos que por unos instantes se convierten en pájaros cantores para mostrarnos la desnudez de su alma.
“¿Dónde, dónde… va así, vestida como una princesa?”. Eva ignoró su pregunta. “¿Por qué mató a sus amigos? ¿Los mató sólo en su imaginación o decidió matar a sus compañeros porque quería vengarse de ellos o saldar una deuda pendiente? Cuénteme, Joe, ah, y puedes tutearme si quieres”. Joe entró en la casa, más sucia y gastada, más resquebrajada y llena de desconchones que tan sólo hacía unas horas. “No se te va a caer el techo encima ni esos tablones del suelo te van a hacer trastabillar… Busqué una casa vieja pero que me proporcionase calma y seguridad. Si la ves más estropeada ahora es porque estás ganando claridad mental, razonamiento y lógica y a la vez estás perdiendo tu inmensa capacidad de fantasear y de imaginar lo imposible…”. “Vamos, Joe, quiero que me cuentes tu historia”. “¿Tienes sed? Aquí no hay alcohol. Sólo tengo agua pura de manantial encabritado y algún refresco o algún zumo. ¿Te apetece compartir conmigo esta pizza?”. La había cocinado con tanto mimo (en el fondo deseaba que volviese) que la pasta estaba aún crujiente, se desmigajaba en la boca y el sabor no era tan fuerte como el de una barbacoa ni tan dulce como el de una pizza de queso. “Tienes que darme la receta… Está buenísima. Yo pensaba que si tomábamos algo sería una hamburguesa, patatas fritas y Coca-cola”. “Bueno, alguien destruirá al Imperio yanqui, quizá venga de Oriente como vinieron los pueblos bárbaros… Te, te… contaré mi historia porque fuiste la primera persona que me hizo sentir bien en muchos años. Me llegaste hondo con esa voz aterciopelada y cadenciosa, cantarina, no sé… Durante una hora y catorce minutos (una eternidad para mí) mi corazón sonrió agradecido. No, no creas que me quiero quedar contigo ni que trato de ligar ni de flirtear ni nada de eso… Me bastaría con que no me condenaras cuando te cuente mi historia resumida en un solo fragmento de existencia…”. “No te voy a condenar. El que se tiene que perdonar eres tú. Cuéntame ese pequeño fragmento de existencia y tal vez yo te cante una canción en lenguas”. “Sería fantástico… Ahí va. Todo empieza cuando las hormonas pesan más que las neuronas. Desde que era adolescente, incluso antes de ir al instituto me detenía en un salón de baile para ver cómo se movían en el suelo los pies de los bailarines y cómo algunos seguían el ritmo con su taconeo o con su bastón pegando golpecitos en el suelo. Alguna vez alguna mujer mayor, de cuarenta o cincuenta años, me “obligaba” a bailar con ella cuando me veía cotillear desde la entrada. El salón de baile lo cerraron por falta de afluencia, a casi nadie le gustaba bailar un pasodoble o un vals, en todo caso sólo se medio salvó el tango pero en una ciudad vecina con más de tres mil habitantes en el que hasta algunos profesores de baile enseñaban a bailar claqué… Yo seguí en mi pueblo pero convertido en un “gallito”. Bueno… yo nunca fui ese gallito que sólo quiere sexo y al que le repugna sentir amor, además no quería ir a prostíbulos ni a cabarets ni a discotecas… Me divertía componiendo mis letras, buscando los acordes ideales para musicalizar mis canciones y tocar en la calle en medio de la noche, sin más luces de colores que los petardos que yo mismo lanzaba al suelo. Los dueños de algunos garitos, bares y tabernas me dejaban subirme a su pequeño escenario para deleitarse con lo poco que entonces yo sabía hacer… Mi público eran parejitas tímidas dándose sus primeros piquitos, algún “cowboy” que llenaba el baño de orines o que vomitaba en la barra de tanto beber ron, vodka o ginebra y algún melómano devorado por la tristeza… Y ese melómano enfermo de melancolía me propuso un día formar una banda musical conmigo y tres colegas suyos. Maurice tendría ya cuarenta años pero sus tres amigos la misma edad que yo aproximadamente. Crecimos como músicos rápidamente. Maurice nos llenó de entusiasmo, de vitalidad, de valentía escénica, de deseos de aprender más y más, de energía, de electrizante pasión por la música… Estudiamos hasta la “Música rupestre de la Prehistoria” Ése era su lema: “El mono se convirtió en homo sapiens sapiens cuando empezó a medir la duración de las notas, los compases, el ritmo, la música de las matemáticas”. Imitamos a artistas inigualables, grabamos alguna maqueta y empezamos a ir de pueblo en pueblo con nuestra música “artístico-callejera”. Estábamos siempre de bolos: un día aquí, otro día allá… Quién sabe hasta dónde. Ya sabes, “carretera y manta”. Maurice nos vigilaba. No debíamos caer en el infierno de las drogas ni de los paraísos artificiales pero nosotros no escuchábamos sus consejos, nos parecía, en ese sentido, un poco “momio” y pasamos de las limonadas a las litronas, de las litronas a los licores y del cigarrillo al caballo. También esnifábamos cocaína y nos acostábamos con chicas integrantes de otros grupos musicales. Su belleza no era llamativa, no tenían un cuerpazo ni ningún atractivo especial. Bueno, sí, les gustaba la buena música y algunas de ellas iban incluso al Conservatorio o recibían clases de Ballet. Un día…”, a Joe se le rompió la voz, “…perdí a mi chiquitina, a mi novia, me…, me la encontré con una jeringuilla clavada en la vena. Era violinista y tocaba con nosotros sólo en los conciertos de música clásica”. Mi corazón naufragó y fui arrastrándome por el fango hasta llenarme de mierda. No soportaba estar despierto ni una sola hora. Me inyectaba morfina. Tomaba hipnóticos. Probé las drogas de diseño… Mis compañeros trataban de ayudarme pero ellos no habían estado nunca enamorados… No podían comprenderme. Pasó el tiempo y yo me quedé atrás, ellos innovaban continuamente, probaban con otros ritmos, con otra coreografía, el guitarrista se convirtió en el vocalista definitivo y los demás formaron un coro perfecto… Recuerdo lo que me dijo Jim en un ensayo mientras yo babeaba empastillado (las pastillas me producían hipersalivación): “¿Y tú, bebito, cuánto tiempo más le vas a permitir a la vida que te deje sin tiempo para vivirla?”. Sus palabras me parecieron duras. Yo mismo me había enterrado en un ataúd de hojalata y la chapa estaba abollada. Empujado por ese soplo de viento fugitivo pero feroz me puse al día en unos meses. Tuve que aceptar que en mi corazón siempre habría grietas aunque mi alma resplandeciese con el color de su mirada, de los ojos que encuentran luz entre las sombras, de Saray observándome desde el paraíso de la nada… Ese… ese violín que viste arder esta mañana era el suyo… Hoy, un día como hoy, hace catorce años, nos conocimos en un cafetín vomitivo donde nos tocó actuar. Me quedé mudo cuando la oí tocar, su música me embriagó de tal forma que no volé, no, floté y viajé a la velocidad de una luz muy superior a la de Einstein”.
“Pero volviendo a la vulgar cotidianeidad de entonces ya éramos un grupo formado por cuatro chavales que se comían el escenario y que llegaban a hacerle sentir a su público el orgasmo psíquico y físico que producen los sonidos cuando trenzan melodías en una atmósfera humeante y mojada en alcohol… Nos habían puesto un petardo en el culo. Nos enteramos tarde y de una forma absurda de la muerte de Maurice. El Banco nos llamó. Ya no había saldo para pagar las facturas y la casa de aquel hombre estaba siempre vacía… Maurice murió de cirrosis. Nunca le dimos las gracias lo suficiente. Nunca le rendimos el homenaje que se merecía. Su cuerpo apareció tirado en el suelo, con un vaso de leche derramado en la moqueta… Ya nos lo advirtió Maurice: “Vuestra vida trascurrirá dentro de un nicho o dentro de un panteón. Estaréis muertos psicológicamente dentro de dos, tres, ¿tal vez cuatro años?”. Pero nosotros nos creíamos inmortales y creímos que nuestra gloria sería eterna… En mi corazón se pudría un gusano negro”.
“En poco tiempo volamos al infierno, en dirección contraria al paraíso, con la violenta oscuridad de un rayo de sombra negra. Habíamos ganado un festival internacional. Flipábamos. Estábamos en Gran Bretaña, lejos de los aldeanos pueblos costeros, tocando en un inmenso escenario y frente a un público que nos aplaudía y que coreaba nuestras canciones, felices, en pleno éxtasis… Sin embargo todo acabó ese mismo día, a las pocas horas de haber nacido. Éramos simplemente cuatro “poetas” de la música que nadie analiza, que sólo se baila y que se repite moviendo la boca y ahora sangrábamos los cuatro con el corazón gritando de dolor, con los pulmones rajados y destilando un pestilente olor a carne de carroña… A mí, a pesar de todo, me tocó la peor parte. Yo estaba muy mamado, me había puesto hasta dulzón con una locutora de radio, pensaba en el sexo otra vez, me había colocado más que nunca, todos nos habíamos colocado más que nunca… Sin embargo era yo el que conducía aquella furgoneta que dio una vuelta de campana y que fue rodando cuesta abajo hasta estrellarse con las rocas de un jodido y puto barranco… Yo era el conductor y el único superviviente. Otra vez escucho a Jim: “¿Y tú, bebito, cuánto tiempo más le vas a permitir a la vida que te deje sin tiempo para vivirla?”. La culpa me araña, me muerde, me gangrena, me succiona toda la savia vital que todavía mantengo y que pronto… Bueno, no sé…”.
Joe dirigiendo toda su violencia hacia sí mismo se lanzó sobre el teclado con los ojos llenos de pasado y tocó, en un duelo angustioso y fantasmagórico, su propia versión de “El Réquiem” de Mozart. Era mucho más simple pero más dura, dolía más…
“Joe. Tú no tienes la culpa de nada. Ven. Quiero acariciarte el pelo. No me gustas. Estoy enamorada de otro hombre pero tú necesitas algo de cariño… Tal vez baste sólo con un beso…”.
Joe se dejó caer sobre el teclado, vencido nuevamente, dispuesto a mutilarse, a colgarse, a ingerir veneno… Hacía ya lustros que no bebía, que no se metía nada, que ni siquiera se fumaba un pitillo… Sin embargo, antes de que Eva pudiera darle un beso tierno y cálido en la mejilla, buscó algo para “doparse”. No había nada… “No quiero que te enamores de mí. Prefiero que estés con el hombre que te haga rozar la felicidad porque llegar a alcanzarla o a llenarse de ella es imposible… Yo soy sólo una fruta podrida, ácido sulfúrico”. Joe sentía arder su mejilla. “Vete, Eva. Tal y como vas vestida estoy seguro de que hoy es un día especial para ti. Yo sólo puedo invitarte a mi propio entierro…”. “Joe, prométeme…”. “Prometido. Llevo viviendo aquí hace tan sólo cuatro años y me siento mejor que en la urbe, en esa jaula de hormigón diseñada para olvidar las emociones en ella y galopar hacia la victoria final… Alguna vez encontraré la paz…”.
Eva se marchó intranquila, triste, pero a medida que fue vislumbrando destellos y brillos multicolores y escuchando sonidos de música tribal y primitiva su alma se llenó de fiesta. Buscó a Diego esbozando una media sonrisa…, aquello empezaba a no gustarle, había hogueras y magia negra, “perfume” de marihuana y de hachís, todo tipo de sustancias tóxicas para alucinar y transformar lo real en una serie de imágenes pornográficas que le harían vomitar a cualquiera que no estuviera dopado, plantas como las que ella había guardado, ¿sería una orgía?
Una de las amantes de Diego, Laia, le dio un codazo cuando la vio llegar. Diego se despertó de su segundo “viaje”, la vio, rio con todo su cuerpo y se volvió a enamorar de aquella mujer mística que llevaba demasiada ropa encima y demasiados prejuicios anclados en su mente rígida e inflexible. Éste era el festín, la locura de los sentidos, el vaciarse de razonamientos lógicos y del sexo con amor… Se acercó a ella y cuando Eva fue a besarle él le arrancó la ropa a mordiscos dejando en el suelo hasta jirones de piel… Trató de huir, un grupo de hombres y mujeres, algunos muy jóvenes, otros muy viejos, intentaron drogarla para que se abalanzase sobre un montón de cuerpos que ya entraban en éxtasis, se abrían, eyaculaban, sudaban, saboreaban manjares y bebían pócimas preparadas por Zenayda… ¿Esa maldita mujer era Zenayda? Más que vieja era ya casi una anciana y aunque se apoyaba sobre una muleta o bastón tribal acariciaba con la mayor avidez y lujuria los cuerpos de los amantes de menor edad. Era toda una experta, le sobraba habilidad y destreza. Estaba muy versada en el tema del placer. Le acercó un cuenco a Eva con un brebaje que rehusó. Es más arrojó al fuego aquellas plantas, semillas, hongos… y también su corazón. Su alma se estaba manchando de orines, de semen, de flujo, de mierda, de detritus… La masa la atraía hacia ella, dos mujeres la escoltaban para hurtarle la esencia de la vida, la capacidad de amar con el corazón lleno. Diego la miraba con tristeza a pesar de esa sobredosis de placer que sentía. De amar a una sola mujer la hubiera amado a ella…
Hans estaba inquieto. A Joe le sobresaltó esa “fauna de gritos, aullidos, graznidos, gorjeos, risas de hiena…”. Se encaminó hacia la plaza y vio a Eva flotando casi moribunda entre pedazos de carne podrida. Rápidamente trepó por aquella pila llena de seres repulsivos de mirada emborronada y labios rajados goteando esperma, babas y sangre y la cogió en brazos. “Eva, Eva no te mueras ahora…”, casi lloraba, “Debí suponerlo porque llevabas un vestido precioso y preciosas eran también tu mirada y tu sonrisa…”. Joe consiguió contactar con un veterinario que hizo las veces de médico. Curó todo lo que se podía curar pero no consiguió coser las heridas de su alma. Eso tendría que hacerlo Joe y esperar a que ella quisiese hablar y romper el silencio con palabras entrecortadas o frases rotas.
Hans olía el cuerpo de Eva, trataba de cosquillearle, de frotarse contra su pecho, de lamerle las heridas… pero ella permanecía callada, con los ojos abiertos pero sin ver nada salvo alguna imagen inconcreta que disparaba su terror, su pánico y entonces todo su cuerpo temblaba… Aquellos ojos se parecían a los de un demente, tenía el iris agrietado y de vez en cuando su boca trituraba alguna palabra muda…
Joe era más que un cuidador. Pasados cuatro o cinco días dejó junto a su lecho el violín de Saray, el de su única novia, el que arrojó al fuego reconstruido con una madera noble muy vistosa y también muy elegante… “Tengo que esperar a que hables pero… deseo ayudarte con tanto ahínco que me salto las normas… ¿Te gusta el violín de Saray? Aunque parte de él se quemó lo esencial ha quedado intacto. Voy a tocarlo un poquito, suave y dulce, como ella me enseñó… La habitación se llenó de Saray, de música de ópera, de arias, de Mozart, Beethoven, Vivaldi y Chopin…”. Joe le sujetó la mano a Eva para que pudiera rasguñar con sus dedos el arco del violín pero su mano cayó al suelo, como un peso muerto, desgajado del resto del cuerpo. “Sí. Demasiada presión, lo sé…”.
Eva no comía y parecía que siempre (salvo en sus crisis de ansiedad) estuviese aletargada, languideciendo, muriendo… Su cuerpo había adoptado la típica posición fetal y permanecía inmóvil. Sólo, a veces, entreabría los labios y Joe le daba un poquito de agua, sólo un poquito porque si no vomitaba. Hans dormía junto a Eva. A Eva le gustaba (aunque no pudiera expresarlo todavía) cómo silbaba Hans cuando dormía. Era la señal de que estaba soñando. Sus piernas se movían sin despegarse del suelo… ¿Hacia dónde querría ir?
Pronto lo supo. Hans, una tarde plomiza de abril tiró de las sábanas color rosado que cubrían el cuerpo de Eva con tanta fuerza, con tanto sentimiento desbordado en forma de gemido, con ese lenguaje peculiar del mundo animal que es casi universal, con sus llamadas de atención, con esa “danza” que bailaba encima de su cuerpo esquelético (saltos, brincos…), con sus lametazos… que Eva tuvo que erguirse y sentarse en el suelo. Acarició a Hans. Su cuerpecillo inquieto no cesó de moverse ni un solo instante. Hans deseaba mostrarle algo que parecía no estar muy lejos de allí… Eva tuvo que seguirle. Hans de vez en cuando se detenía para comprobar que Eva no se desviaba del camino que él iba trazando con pasos cada vez más firmes y ágiles. Infatigable e incansable, la llevó hasta un paraje tan lleno de encanto espiritual que se asemejaba a un escenario tibetano.
Hans era un artista. Tenía la fantasía de un artista y la capacidad de imaginar también pero sus patas no podían ser pinceles ni buriles… Aun así había confeccionado con ramas de árboles un puf donde sentarse, también una esterilla y “muebles” de algodón utilizando madera que él mismo había labrado ayudándose de los colmillos y de las uñas. También había depositado una fina capa de hojarasca a modo de alfombra y había construido una “mesita” de mimbre trenzando las hebras (una a una). Allí había depositado abundante fruta, ámbar, rocío y hojas de menta, y, para darle un toque más cálido todavía, una rosa blanca abierta que ocupaba el centro de la mesa.
Pero lo más sorprendente no era el decorado. Hans había colocado encima de la mesa, en una zona bien visible, un libro de canto y otro libro que hablaba del éxtasis en las personas con una sensibilidad especial, dadas a la meditación y a la reflexión, personas introspectivas que lo interiorizan todo…
“Habrá sido Joe, supongo…”, susurró Eva pero Hans torció el hocico, se mostró árido y agrio (rechazó todas las caricias y mimos de Eva) y en un momento dado se puso a ladrar, enfadado, decepcionado, desdeñado…
“¿Tú, Hans…? Pero qué prodigio… Mi mente ha llegado a formar parte de la tuya. Con tu psicología perruna has entrado en mi cabeza y has podido descifrar un pensamiento que no puede expresarse con los sentidos… No sólo eres hipersensible. También tienes una parte racional, lógica que me ha analizado, aunque esté teñida de subjetividad y de emociones…”. Hans asentía con su lengua babosa que pronunciaba un sí rotundo. Estaba contento, se sentía orgullo de sí mismo, la miraba pupila a pupila, con cercanía, con proximidad e incluso titilaba de gozo. Lo había aprendido todo de Joe. Hans observó con deleite aquella gimnasia oriental que siempre deseó ver de cerca, casi pegado a Eva.
Eva adoptaba distintas posturas corporales, se relajaba, respiraba profundamente, tensaba los músculos, los destensaba, sus ojos brillaban como bengalas que chisporrotean energía y luminosidad en un día festivo… Y además también con su voz cadenciosa describía paisajes idílicos para que Hans pudiera imaginárselos y gozar de ellos con el poder de la fantasía. Hasta Hans y ella bailaron juntos girando y dando vueltas alrededor de los árboles, de las cañas de azúcar, de los juncos… Eva se dio cuenta de que éxtasis es sinónimo de equilibrio y de paz interior siempre que se le añada una chispa de alegría. Levitar era soñar despierta con un mundo imposible, utópico, abierto a todo el que sólo persiga bienestar interior y dulzura en el camino.
Joe cuando se despertó al rayar el alba y no vio a Eva ocupando su “vientre fetal” se asustó tanto que estuvo a punto de avisar a la autoridad competente de aquel poblado… Llegó a creer que podría haberse quitado la vida. Trastabillando por toda la casa tropezó varias veces hasta con objetos minúsculos… Se tambaleaba, le costaba mantener el equilibrio, sus constantes vitales estaban bajo mínimos y hasta se mareaba y tenía vértigos. En su mente se acumulaban todo tipo de pensamientos funestos, terribles… Sin embargo, transcurrida media hora, se dio cuenta de que Hans tampoco estaba. Aquello fue como un bálsamo. Hans sabía cuidar de cualquier persona por muy enferma que estuviera pero esta vez parecía algo diferente. ¿Había tomado la iniciativa su perrillo? ¿Dónde se la habría llevado? Joe y Hans eran viejos compañeros de viaje y lo habían compartido casi todo. Joe era capaz de identificar el olor de Hans y Hans el aroma de su dueño a kilómetros de distancia. Les bastaba el olfato. Hablaban el idioma de los olores aunque Joe fuese más torpe. Sólo con olisquear el aire, la atmósfera, el ambiente… sabían dónde se hallaba el otro. Por eso los encontró muy pronto.
Joe se sorprendió de ver a Eva reír en forma de cascada (siempre con esa musicalidad que acompañaba a cualquier sonido que emitía) y de escucharlos después hablando como si fueran capaces de entenderse utilizando un lenguaje codificado por los hombres. Eva le contaba a Hans hasta lo más leve y pequeño de forma minuciosa y detallada y Hans abría las orejas de par en par. Después la expresión de su cara hablaba por sí sola, afirmaba y negaba con la cabeza y hasta su cuerpo se mecía. Hans era un libro abierto. Cada gesto suyo podía interpretarse como si fuera un poema o una pieza musical; aquel tipo de comunicación era la más estrecha que puede haber entre dos almas gemelas. Incluso antes de que Eva pudiera ver a Joe, Hans anunció su llegada moviendo el rabo en dirección a unos arbustos. Eva, cuando fue consciente de que los estaba observando, abrió el libro de canto por una página cualquiera y empezó a tararear la música… Después cerró el libro y habló en lenguas con un eco similar al que se escucha cuando del silencio se despiertan todas las voces ocultas y calladas. Y finalmente dejó que su voz fluyese lentamente y en pequeños golpes, subiendo y bajando la intensidad, el tono, el volumen… No había cortes ni fisuras. A Joe le pareció tan transparente aquella música, tan pura, tan nívea que creyó que sólo el alma podría bailarla. El cuerpo tendría que limitarse en un principio a escucharla. Después el cuerpo sería un cuerpo flechado por aquellos sonidos que viajarían hasta rozar cualquier tejido para traspasarlo y dejarlo flotar en plena armonía.
Joe deseó besar aquellos labios que vocalizaban esa poesía rítmica y profunda que giraba en torno a tantos puntos, temas o motivos que podía parecer contradictoria en vez de complementaria. Había poesía rimada, versolibrismo, poesía clásica y poesía inventada y transgresora en ocasiones, poesía amorosa y poesía de denuncia social, misticismo e hiperrealismo, un millón de mundos en un solo mundo…
Eva clavó sus pupilas en los ojos color ceniza de Joe: “Joe, ya no creo en el amor. Si siguiese creyendo en él tú serías mi príncipe azul, mi habibi…”. Eva dejó escapar un beso que lanzó al aire y que, no mucho tiempo después, se posaría en los labios anhelantes y enamorados de Joe.
Ahora, de ancianos, tanto Joe como Eva, dejan que cualquier soplo de aire que salga de su boca se transforme en un beso apasionado. ¿Quién dijo que la atracción y el deseo morían al mismo tiempo que muere la juventud o la madurez? Sin duda alguien que nunca se enamoró de verdad, del todo y profundamente.
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