Como siempre llega cansada a casa, se tumba en el sofá, se fuma el primer cigarro del día y se bebe su primer carajillo de whisky… Después cena de forma desordenada y caótica, compulsivamente, picando de aquí y de allá… A ella le gustaría ser vegetariana porque adora a los animales. Sin embargo no se decide a abandonar su condición de animal omnívoro. “En esta selva…”, piensa, “…también hay animales depredadores, plantas carnívoras y el desagradable buitreo de las aves carroñeras. Todos formamos parte de este ecosistema. Nos devoramos los unos a los otros. Los animales lo hacen limpiamente, por necesidad. La jauría humana busca los mejores manjares y si muerde, o aguijonea o destruye a otros lo hace sin más justificación que la de alimentar su ego…”.
Mientras vacía la botella de JB y tira de la cajetilla llenando el cenicero de colillas (algunos cigarros los apaga a la segunda o tercera calada) piensa en quién desearía ser y en quién se está convirtiendo coaccionada y manipulada por su hermana. Nunca pasó de ser un embrión. No pudo vivirse ni siquiera en la infancia. Fuerzas destructivas le impedían desarrollar un carácter propio, una personalidad única.
Susana (su hermana) le impuso casi al nacer un canon de conducta, una forma de estar y de ser en la vida (en esa vida que para Marta es una cloaca). Cada uno de sus días está programado: obligaciones y deberes que cumplir con una disciplina espartana, con tesón, con el máximo esfuerzo y sin atreverse a cuestionar nada. Además debe obedecerle de forma sumisa y servil y estarle sumamente agradecida por llenar de sentido su existencia.
Susana ni siquiera se plantea que su hermana desee zafarse del papel que le ha asignado. Sería inadmisible que el ideal de persona que ha llegado a ser gracias a ella fume, beba, devore con ansiedad comida basura, se acueste con alguien… Todo está perfecto así y nada puede resquebrajarse. Por si tuviese alguna duda Susana le exige también que tenga un cuerpo esquelético, enjuto, casi transparente (a la moda). Su dieta tiene que ser tan baja en grasas y azúcares, tan hipocalórica que sus sentidos, al comer, sólo podrán disfrutar de un intenso y delicioso sabor a “nada”. Además deberán transcurrir muchas horas entre una ingesta y otra. Susana también le ha advertido sobre el peligro de entregarse a la sensualidad y al erotismo de la carne. “Permanecerás en estado puro y virginal toda la vida. Si llegaras a enamorarte sería mucho peor todavía. El amor…” (sólo habla de él teóricamente porque nunca lo ha experimentado) “…puede perderte y destruir mi gran obra”. Todos los días la machaca insistentemente con el mismo discurso. “La búsqueda de placer, el deseo sexual, las emociones, los sentimientos, los vínculos afectivos y el instinto de maternidad nos ofuscan y ciegan nuestra razón. Si por mí fuera ya te habría esterilizado. Plantéatelo. Un mal paso puede arruinar toda tu vida”.
Marta trabaja de coach, de entrenadora o preparadora personal. En su papel de experta en diversas materias, en trazar el camino que debe seguir su “alumno” para alcanzar el éxito, se siente absolutamente ridícula. Si ella nunca ha podido elegir ni cometer sus propios errores qué criterio tiene para organizar vidas ajenas, planificar, estructurar, disponerlo todo en un orden y seguir unas pautas concretas… Cada día tiene menos clientes. No se trata sólo de no saber hacer su trabajo (Susana le forzó a elegir ese camino y para ser una buena coach le bastaría con aplicar tres o cuatro preceptos de los que le ha obligado seguir). Se trata de que odia tanto ese trabajo como se odia a sí misma. Marta necesita soñar en libertad, transformarse en un éter escurridizo y volátil, desnudarse ante las puertas del deseo, vivirse por dentro, imaginarse muy lejos, ser un polizón, violar las normas, desprenderse de tanta rigidez, ser sólo una semilla que germine en tierra de nadie…
Hoy tiene que “educar” a un nuevo “acólito”. Sus padres ya están hartos de él. Con más de veinte años sigue sin “labrarse un porvenir”. “No piensa nunca en el día de mañana”, “Tiene que buscarse la vida”.
Empezó la carrera de Derecho pero se dormía encima del libro. A Ismael le aburrían esos libracos extensos y prolijos escritos con un lenguaje arcaico y articulados con tanta letra y tanto número que ni se esforzaba en memorizarlos. Además todas las leyes eran susceptibles de convertirse en pura ilegalidad. Las leyes eran infieles y desleales. Bastaba con darles la vuelta, con interpretarlas de una forma o de otra, para que defendieran los intereses de un inocente o todo lo contrario, para acusarle y privarle de su libertad. Ismael siempre ejemplificaba su aversión por el Derecho utilizando a Flaubert. “Cuando Flaubert, romántico exaltado, necesitaba caer en un estado catatónico para relajarse y sosegar su ánimo leía con los ojos vacuos de emoción estos tratados… Le relajaban y le producían un agradable sopor. Se puede decir que son hipnóticos o sedantes más efectivos que los que se venden en la farmacia…”.
También le acusaban de no llevar una vida saludable. No hacía ejercicio. Estaba obeso y respiraba con dificultad. Además su fatiga aumentaba debido a las dos cajetillas de tabaco que se fumaba a diario. Tampoco quedaba con amigos ni tenía novia formal. Cuando estaba triste y sus días se volvían grises, cuando la depresión le acuchillaba el alma, cuando no había gotas de sangre sino escarcha en las venas… trataba inútilmente de desahogarse con ellos. No le creían. Sólo era vagancia, cobardía, la consecuencia de abandonarse a una vida fácil e indisciplinada durante tanto tiempo…
Nada sabían del mundo interior de Ismael. Sus padres interpretaban aquellas cartulinas en las que dibujaba con líneas discontinuas y trazos quebrados un infierno en medio del Edén como garabatos y rallujos. Las supuestas novelas de expediciones, aventuras, de suspense, acción e intriga que apilaba en la estantería en realidad no eran tales. Ismael había escrito relatos largos (o novelas breves) en cuartillas a las que después pegaba la portada y la contraportada de una historia cualquiera que fuera fácil de seguir y de leer. Por supuesto ellos no lo sabían y calificaban aquellas obras como basura literaria de estilo zafio y contenido intranscendente. Desconocían también que había hecho sus pinitos como cantautor o que había prestado su voz a algunas canciones compuestas por viejos amigos que ya no veía. Incluso en alguna ocasión había interpretado papeles muy secundarios en cortos de bajo presupuesto. Aquellos compañeros de viaje fueron convirtiéndose en pequeños burgueses. Nada recordaban de su pasión artística. Donde hubo creatividad ahora sólo había ideas útiles para vivir una vida práctica, sin fisuras, acomodaticia y “feliz”.
Él se había quedado atrás, con su valija destartalada (sólo contenía la necesidad y el profundo deseo de cambiar el curso de su existencia) sentado en el andén de una “estación fantasma”. Aquel tren mágico (además de discurrir por el suelo era capaz de bucear en el fondo del mar y de sobrevolar las estrellas más lejanas) nunca existió. Errante como un apátrida o como un exiliado que quiere huir del país que le cobija Ismael buscaba enraizarse en algún lugar. Nunca lo consiguió. Siempre anduvo, desorientado y perdido, buscando una salida para escapar de esa tierra despoblada y vacía que llaman tierra de nadie. Aunque no era creyente siempre tuvo un dios particular, suyo, propio. Si ese dios hubiera sido un niño travieso y juguetón habría locomotoras gigantes discurriendo por raíles de chocolate. En su trayecto recorrerían las páginas de libros ilustrados y llenos de viñetas y dibujos. Su combustible de caramelo exhalaría nubes de algodón azucarado y sería fácil viajar a la velocidad de la luz hacia multitud de universos todavía vírgenes. Desgraciadamente su dios no era un niño; era un hombre prematuramente envejecido por la decepción y el desengaño. Ismael se había descolgado del mundo y aunque tratase inútilmente de fabricarse uno imaginario en su interior sentía el deseo y la necesidad de que fuera tangible, respirable, compacto, sólido y real.
Cuando Ismael conoció a Marta descubrió que tampoco su forma de sentir era sólida y compacta. Se había convertido en un ser ambivalente y dual. Ella trató de “adiestrarlo” y aunque no estaba de acuerdo con ninguna de sus enseñanzas se sintió imantado por aquella mujer que parecía saberlo todo y que se ignoraba completamente a sí misma. Marta se sentaba junto a él y distribuía su tiempo en horas de estudio, de ejercicio físico, de gimnasia mental… También insistía en que debía cuidar su cuerpo, cambiar de imagen, buscarse un hobby que le obligase a pensar y que al mismo tiempo le estimulara y aumentase sus ansias de saber… Marta trataba de ser rotunda y categórica pero aunque endureciese el tono de voz cuando parecía languidecer e incluso quebrarse y le imprimiese a cada uno de sus movimientos una seguridad y una firmeza tan excesiva como aparente Ismael entreveía que aquella imagen que trataba de proyectar además de no ser la suya, la auténtica, ni siquiera le gustaba. Aquello no era un trabajo, era un “castigo”, una tiranía que le producía dolor y displacer. A pesar de todo ella les imponía a sus clientes la disciplina que Susana le imponía a ella. Su discurso tocaba todos los puntos, todos los aspectos que debían contemplarse para llevar una vida ejemplar. Algunos (y eso le entristecía porque siempre buscó ser sincera y auténtica) entraban en contradicción con sus propios hábitos y adicciones, también con su sencillez a la hora de vestir (el tabaco, el alcohol, los trajes de noche, su diseño lujoso…). Además no sabía extraerles todo su jugo a espectáculos que ella calificaba de sublimes y que en realidad eran demasiado exquisitos y refinados aunque le llegasen hondo y le tocasen la fibra. En realidad sólo asistían a ellos expertos y estudiosos que estaban dotados de un amplio bagaje cultural. Ella era pura sensibilidad y se estremecía conmocionada en los momentos culminantes de cualquier tipo de obra pero no llegaba a entenderla del todo. La mayoría de los asistentes eran meros farsantes que pretendían vestir su ignorancia de falsos conocimientos, presumir de entendidos de cara a la galería y figurar y dilatar su ego.
“Fumar es antisocial, seguro que tus amigos no fuman…”, “Sólo puedes tomarte una caña al día, si un día te tomas dos tendrás que prescindir de cualquier bebida etílica…”, “No puedes llevar ropa desenfadada continuamente. Cuando vayas a la ópera, a un espectáculo de ballet, al teatro… tu vestimenta será elegante, incluso llevarás corbata o pajarita y un sombrero de copa y además tendrás que seguir las tendencias que estén de moda…”, “Es mejor racionalizar, analizar, asimilar ideas de los grandes maestros que sentir emociones intelectuales, sensitivas o sensoriales…”, “La razón tiene sus motivos, el corazón no. El corazón sólo se deja llevar…”, “Somos más hábiles y tenemos más capacidad para estudiar y trabajar unas áreas que otras. Debemos elegir aquellas para las que estamos dotados, nunca las que nos atraigan o arrastren si no tenemos talento…”.
Ismael enseguida se dio cuenta de que la imagen que proyectaba Marta era una imagen distorsionada. Su mirada traspasó rápidamente la coraza que pretendía blindar el alma de su “maestra”. Aquella preparadora no tenía la piel de metal ni de acero. Aquella piel sudaba lágrimas, las lágrimas de un llanto amargo y doloroso que no cesaba nunca. La persona que movía los hilos de su vida no le permitía ser ella misma, disfrutar de su libertad, liberarse, escapar de la sumisión y de la esclavitud… No se atrevía a rebelarse. Susana le hubiera hecho sentir muy culpable si optaba por librarse de aquellas cadenas que le asfixiaban. Ella no mentía. Ella susurraba a gritos, gritos que, aunque fueran los murmullos de una voz débil y apagada podían oírse. Gritaba que no tenía otra opción que la de ser un espejismo, un espejo invertido de sí misma. Ella no había elegido caminar por la senda que trazó Susana antes de que pudiera cometer sus propios errores. Desde el primer momento tuvo que asumirla como la vida que le había tocado vivir. Ni siquiera había podido equivocarse. El tiempo pasaba, los días se descolgaban del calendario, las horas ardían incombustibles, todo sufría un desgaste… Necesitaba arrojo, valentía… Tenía que atreverse, que lanzarse a la aventura de vivir tal vez una existencia desgraciada e infeliz pero suya.
A veces necesitaba fantasear o imaginar situaciones irreales en las que había dulzura, candor, ternura, amor de niña…
Ella era una bebita con la piel (esa piel que ahora lloraba) rosada, suave. Sus ojos brillaban y destelleaban luces de colores al escuchar un cuento (sobre todo si era inventado)… A pesar de ser sólo una niña era capaz de fabricar sus propios juguetes y de darles rostro y un cuerpo menudo a esos amigos que nunca existieron. Soñaba que se balanceaba en una cuna de arena mecida por la brisa de un pueblo marítimo, incluso navegaba en alta mar… Además recorría pequeños lugares, diminutos paraísos naturales de inmensa belleza. De noche subía al cielo subiendo los peldaños de una escalera de cuerda trenzada (como la de un equilibrista) para llenar sus bolsillos de estrellas. Así en los días grises, llenos de tristeza, de pena, de abulia, de melancolía (tal vez también de desamor) nunca faltaría un haz de luz en su vida… Todavía no sabía sumar ni restar, pero siempre sumaba, nunca restaba… Sin embargo ahora restaba y restaba. El diario de su existencia, de una vida que algún día trató de escribir con tinta perfumada y páginas de colores era apenas un borrón, una mancha inmensa, informe y mutilada. Muchas páginas yacían en el suelo arrancadas y pisoteadas. Hasta ahora había permitido que Susana rompiera su limitada existencia en fragmentos, jirones, trozos de folios triturados, en un tiempo sin tiempo…
Ismael se filtró más y más a través de sus poros… Para el muchacho una vez traspasada la primera capa de piel le resultó muy fácil ver el interior de Marta. Por mucho que lo hubiese escondido y ocultado era pura transparencia. No necesitó utilizar un bisturí ni tampoco interrogarle con preguntas intrusivas. Su carne titilaba, temblaba, se estremecía, se dilataba… Era capaz de sentir no sólo sensaciones dulces sino también placenteras tan sólo con el leve tacto de otro tacto cálido, suave, tierno, cariñoso… a pesar de ser una mujer que parecía tan robótica y tan fría, inmune en su burbuja de agua cristalizada, de vidrio. Aquello no era más que una fachada.
Ismael sostuvo aquella burbuja de cristal entre sus dedos y la observó una y otra vez. Además de ser una imagen bella desprendía calor, llamaradas de fuego y hasta su corazón se aceleraba.
Ismael nunca había sentido nada por ninguna mujer y sin embargo sentir lo que sentía por Marta le había sumido en un mar de dudas. Confuso, sorprendido, desorientado… así se veía a sí mismo frente al espejo. La imagen que se reflejaba en el cristal no era una imagen inventada, no era una imagen de vapor ni de éter, no era una imagen gaseosa ni inconsistente. Estaba esculpida en roca, en mármol, en granito… En un diálogo continuado consigo mismo pensaba que el mundo de las emociones era libre. Rompía toda clase de barreras, no podía ceñirse a unas normas, reglas y axiomas. Ismael era gay y aquella forma de sentir tan intensa como profunda, tan inexplicable como cierta crecía más y más.
Cuando no sólo sintió pasión y deseo sino amor tuvo que confesárselo a su amante. Se mostró tan comprensivo que se quedó perplejo. Después de haberle amado tanto sus palabras le decepcionaron. “Yo no le soy fiel a nadie. Empecé siéndome infiel a mí mismo y ahora sigo el curso caprichoso del azar sin poder elegir nunca, me arrastra la corriente un día sí y otro también, me dejo llevar, hoy estoy aquí y mañana allá, un día estoy contigo y al día siguiente con otro amigo también muy especial… Aun así quiero que sepas que a la única persona que he amado realmente es a ti”.
Ismael estaba hundido. Llovían piedras en su corazón. Sus emociones habían dado un giro insospechado. No sabía cómo referirse a su sexualidad. Comenzaba a darse cuenta de que no era un ser clasificable, de que nada y mucho menos su sensibilidad eran fáciles de entender, de que rara vez dos personas sienten al mismo tiempo aunque haya billones de parejas (¿cuánto durarán esas caricias placenteras sin que los cuerpos estén desnudos todavía?, ¿sobrevivirá el gusano dulzón que nos baila en el estómago?, ¿seguiremos besando a esa sonrisa llena de erotismo que pronuncia palabras prohibidas y secretas mientras le guiñamos un ojo a la vida?, ¿seguirá latiendo nuestro cerebro como si fuera una vulva que se dilata y se contrae mientras nuestro corazón se niega a pensar y a adoptar una pose intelectual?, ¿Seguiremos entregándonos al erotismo y a la sensualidad sin que nuestras hormonas entren en conflicto con nuestras neuronas?). Ismael había entrado en una crisis sensitiva y emocional. No era bisexual (eso sería simplificar demasiado), era homosexual y heterosexual a la vez. Había amado tanto a su ex que lo había idolatrado rindiéndole culto como si fuera Cupido, Eros, Afrodita… (“La vida es un espejismo para mí. Sólo tú eres real. Sólo tú eres mi realidad”). Había sido un amor correspondido pero muy desigual. Sólo en el momento de la ruptura le mostró el interior de su corazón. Era demasiado pequeño y limitado comparado con el suyo. Y en cuanto a Marta sabía o creía saber que no le querría nunca. Hablaba de las emociones como cualquier psicólogo: “Hay que gestionarlas”. “Hay que ejercer sobre ellas un autocontrol…”. Aquel discurso más “profesional” que auténtico (sólo le daba voz) era muy cuestionable y no podía ocultar su verdad; sin embargo y a pesar de haber visto que su interior era pura emoción ¿podría sentir por él? Su relación sólo (y aunque todo pueda confundirse o mezclarse en uno) había sido de alumno a profesor. Marta, todos los días y de forma insistente y reiterativa seguía pautándole cómo debía comportarse. También le formulaba preguntas a veces de una forma dulce, azucarada más bien, y otras agria como un sinsabor. Cuando su corazón desafinaba y no era capaz de experimentar ni siquiera una emoción estética dejaba emerger una amargura incisiva que más bien sólo le mordía a ella. Con Ismael al menos quería saber si estaba consiguiendo algo, una pequeña conquista, algún logro pero él ya no podía levantar la vista, ni siquiera se atrevía a mirarle a los ojos. Necesitaba dejar de contemplar esa belleza tan pura e impura a la vez porque aquello no le bastaba. Necesitaba besarla, acariciarla, jugar con su cabello, entrar dentro de ella…
Un día cualquiera, con la angustia asfixiándole la garganta, decidió abandonar las clases. Tras derramar un llanto que Marta no comprendió a pesar de que le mostraba su alma desnuda, un alma tan fragmentada en esquirlas, añicos y pedacitos de lo que un día fue esplendor y ahora tan sólo un “paisaje” pisoteado (como la suya propia porque con Ismael no le había servido su traje de ejecutiva o más bien su disfraz) salió del cuarto de estudio, abrió la puerta y bajó por el hueco de las escaleras. Ni siquiera se despidió.
Marta tendría que ser sucinta y breve con sus padres. No consideraba oportuno detallarles con todo tipo de pormenores la conducta de Ismael (no les hablaría de aquel llanto, de aquel estallido de dolor, de aquella huida, de lo que ella sabía que no era un impulso repentino…). Sin embargo no podría hacerles ignorar que su hijo no era un animal doméstico. No había que “domarle”, ni entrenarle, ni obligarle a luchar por ocupar un lugar en el pódium. Si querían saber dónde iba a vivir o si había encontrado trabajo ella se encogería de hombros. Él no le había contado nada. Tal vez ni él mismo lo supiera. De todas formas Ismael tenía su propia forma de sentir la realidad (de forma onírica, como si no pudiese concretarse en nada, una visión poética sin más, nada práctica, nada útil). Nunca mostró interés por sus clases pero aquella forma de marcharse… ¿a qué se debía? A pesar de gemir levemente y de llorar no había pronunciado ni una sola palabra, se había comportado de una forma poco previsible y en apariencia abrupta, cortante. Algo muy íntimo, algún sentimiento reprimido, alguna frustración que había vivido dentro de él callada y silenciosamente explotó en cadena y ella, atónita, no había podido ni siquiera reaccionar.
Marta había ido desarrollando cierta psicología gracias a su labor pedagógica. Ismael tenía algo de artista y mucho de sonámbulo bohemio. Quería reconstruir su “yo”, su “yo roto”, no otro. Ella había sido una intrusa contratada por sus padres. Ismael no era un soñador que sueña sueños imposibles y que se alimenta de ellos. Algunos aspectos de la vida le apasionaban pero todo lo demás le enfermaba y le vaciaba.
Porque Marta amaba el teatrillo que la cabeza organiza a veces en torno a la vida y aunque le hubiera gustado y seducido la recreación de un personaje de papel (intuía que en la mente de Ismael había personajes artísticos) no era precisamente la persona adecuada para ir en su contra (“¿Menos ficción y más realidad? Eso nunca…”). Ni siquiera había sabido enfrentarse a sus propios demonios. Tenía parte del cerebro “machacado” por las sustancias químicas que ingería y “golpeado” por ella misma hasta formar un charco de sangre coagulada en el suelo. Susana siempre alentó ese impulso autodestructivo. Nunca quiso verla al “desnudo” ni contemplar una belleza que ella no hubiera sabido esculpir con un material tan preciado. El tabaco y el alcohol le “drogaban” durante casi toda la noche y tenía que ocultar sus heridas (algunas automutilaciones) para parecer un ejemplo a seguir. “¡Qué farsa más absurda y ridícula!”, murmuraba entre calada y calada y después de cada trago hasta despuntar el alba. Mientras esperaba a que regresasen los padres de Ismael dio varios paseos por la casa sin la intención de centrar su atención en nada pero no pudo evitar coger de una las estanterías un montoncito de libros en cuyas portadas se sugería un sutil erotismo y una profunda simbiosis. Nadie puede permanecer toda la vida abortando su propio deseo. Ella no era una mujer asexual por mucho que Susana hubiera llegado al extremo de querer vaciar su útero, sus ovarios, su vagina…
Al abrirse la puerta no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Su libido rozaba el éxtasis, la octava maravilla, el orgasmo múltiple… Leyendo todas aquellas palabras bellas y erotizantes que se cabalgaban las unas a las otras había eyaculado flujo vaginal hasta desbordarse. El amor le parecía algo tan vivo en la voz de Ismael que tenía que romper con Susana porque estaba claro que aquellos libros estaban escritos con la caligrafía de su “pupilo”. No iba a rehuir como hasta ahora, temblorosa y asustada, ningún enfrentamiento. No le iba a suponer ningún conflicto. Su “yo” ya no era un yo cobarde, ahora era un “dual” (cobarde y valiente). El grito de la vida le llamaba. La sangre se le agolpaba en el pecho y en la cabeza. Su cuerpo bailaba acariciado por olas de espuma y nubes de algodón. Había vivido durante demasiado tiempo en el infierno. ¿Dónde estaba el maná? “No hay cielo sin infierno ni infierno sin cielo. Ahora me toca disfrutar, apasionarme, tocar, besar, estrechar mi cuerpo contra otro, amar…”.
Pero no lo tuvo fácil. Después de explicarle a los padres de Ismael la situación querían llamar a la policía. ¿Cómo le había dejado partir? Estaba tutelado y por lo que habían averiguado ella también lo estaba. Era una inútil inepta.
Susana, al verla, no supuso que lo que quería era romper los eslabones que le encadenaban a la “realidad” que había elegido para ella. Ante su exaltación romántica y hormonal, ante su excitación vital, ante esas fuerzas de la naturaleza que emanaban de su “yo” más profundo y soterrado, decidió ingresarla en un psiquiátrico. La noticia saltó a la prensa. Ismael no fue hallado. Se refugió días y noches en los parques, en jardines boscosos, en la urbe selvática y cuando encontró un trabajo en una casa de antigüedades el dueño (un exiliado durante la dictadura franquista) le ayudó a falsear sus documentos. También le ayudó a encontrar a Marta. En un principio esperó a que se estabilizase y después le obligó a vestir como un galán de antaño, a llevarle flores (“un ramito de violetas”) y a invitarla a la ópera. Ismael no puso ninguna objeción. Estaba de acuerdo en todo.
El anticuario fue a ver a Marta al sanatorio con el pretexto de la tasación de unos libros antiguos y de algunos otros “objetos” como un piano de cola, un reloj de caja, una escultura en bronce y madera… que supuestamente le pertenecían a ella. Marta salió del psiquiátrico consternada: “¿Quién era aquel hombre?”. No estaba enajenada. Sabía perfectamente que no lo conocía y que en su casa no había reliquias aunque le daba igual con tal de escapar de aquellos centinelas carcelarios que vestían bata blanca. Al ver a Ismael ahí, de pie, con zapatos de claqué, guantes de terciopelo, aquel ramo de violetas y de otras flores que había comprado por su cuenta abrió la puerta su corazón de par en par. Él le extendió las entradas para la ópera pero llorando de emoción, de pasión y de felicidad Marta se abrazó a él. Aquella noche fue la primera entre otras muchas que se formaron un “continuum” de días y de noches de amor, lujuria y frenesí. Se amaban y su amor fluía cálido, caluroso, enfebrecido, con un ímpetu vertiginoso y trepidante, probándose primero en pequeños sorbos, devorándose después a dentelladas. Fueron manantial, fueron cascada, fueron océano, estrellas de mar fuera de órbita. Ya se han amado en cinco países distintos. El anticuario quiere que encuentren hallazgos por toda Europa y ellos cogidos siempre de la mano trabajan en ese Viejo Continente que gracias a su amor, a su pasión, a su deseo, a su eterna búsqueda… se ha vuelto Joven.
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