La enfermedad (a la que yo llamo Bestia Negra) generaba en mi mente pérdida de memoria, dificultad para concentrarme, dispersión, lapsus… Mi inteligencia, la poca que tuve, se había oxidado. Funcionaba como un engranaje que chirría produciendo un ruido ensordecedor. No podía pensar. No podía resolver ningún problema relacionado con la vida ordinaria. Sólo podía soñar o soñar que soñaba. Al principio la Bestia Negra no mordía con tanta ferocidad, me permitía reflexionar o meditar pero lo único que conseguía era interiorizar el vacío de mi existencia y la inutilidad de mi vida. A pesar de todo bajaba al quiosco de la esquina y me compraba crucigramas, sudokus, cruzadas, sopas de letras… e incluso me bajé de Internet algún videojuego. Nada activaba a mis neuronas. Todo era un borrón en mi mente. No podía resolver ni un solo ejercicio. Parecían galimatías, jeroglíficos, matemática pura.
Mi estado empezó a empeorar cuando comencé a frecuentar bares y tabernas acompañada por esa sombra que ensombrecía mi mirada y que siempre iba conmigo proyectando en el suelo una silueta deformada, la mía. A veces llegué a pensar que mi cuerpo, falto de estímulos vitales, se separaría de mí, me dejaría desnuda de piel y de carne y quedaría reducido a esa sombra pintada en el asfalto. Comencé a beber. Cada día bebía un poco más hasta que empecé a ver la vida a través de una botella de cristal. Además a pesar de las advertencias del neumólogo seguía fumando. No me importaba que mis pulmones se quemasen. Hubiera ardido viva.
Una tarde fría, de invierno, cuando estaba a punto de introducir una moneda en la tragaperras una abuela que jugaba con su nieto, la típica abuela canguro, me aconsejó: “No destruyas tu vida; construye una vida a tu medida”. Deduje que había estado observándome desde el cristal de la ventana de aquel garito que tanto frecuentaba. No me gustó que aquella señora, aunque intentase ayudarme, tratara de frenar mi necesidad de acabar con todo. Estaba dispuesta a engancharme a cualquier sustancia, al juego, a las drogas legales, a la comida basura, incluso al sexo… Me iba a ir suicidando lentamente. Quería que mi consciencia, ya que mi mente no funcionaba, fuese siendo cada vez más inconsciente. No quería pensar que ya no podía pensar. No quería pensar que carecía de cualquier cualidad, de cualquier aptitud, del mínimo don. Sin embargo probé a construir esa vida a mi manera. Un pequeño trabajo me ayudaría a organizar mi tiempo, a sentirme útil, incluso a darle un poco de sentido a tanto sinsentido. Me presenté a varias entrevistas. Todos los empresarios me miraban espantados cuando les hablaba de mi Bestia Negra. Temían que se lanzase sobre ellos para agredirles. Al parecer mi Bestia Negra era capaz de agredir por sadismo, por el placer de hacer daño, por puro deleite… “No podemos ofrecerle nada que encaje con su perfil”, respondían tratando de reponerse y de recuperar el aliento.
Tras sucesivos “noes” mi estado anímico fue decayendo cada vez más pero mi Bestia Negra me llevó al límite, me presionó y me obligó a tomar una decisión falta de lógica, de razón y de cordura. Debía buscar una salida. No podía seguir siendo un parásito social. Según ella mi única posibilidad era optar al empleo público así que de repente me vi recibiendo clases online. La profesora no creía que existieran Bestias Negras. Para ella eran meros mecanismos de defensa. Yo creo que, en realidad, estar detrás de una pantalla, en el ciberespacio, sin un cara a cara, la protegía de mi Bestia Negra, de esa Bestia supuestamente violenta y peligrosa. Ascensión me lo dejó claro desde el primer momento: “No quiero dinero. Quiero prestigio”. Aquella advertencia hubiera tenido que disuadirme de mi empeño por opositar pero mi Bestia me presionaba constantemente. Llegaba incluso a obsesionarme y a privarme del mínimo descanso. Horas y horas de estudio baldías tratando de desentrañar el significado de todos aquellos temarios me dejaron exhausta, sin fuerzas, completamente agotada y sin haber retenido el mínimo contenido. Lógicamente, aquella mujer, prepotente, exigente y pretenciosa que trataba de llenar su vida de trofeos me dejó colgada. De todas formas todo aquel inmenso trabajo no hubiera servido para nada. Tenía que comprobar que el Estado, un empresario más entre otros muchos, me abriría sus puertas.
El funcionario que me atendió cuando le expuse mis dudas por teléfono fue contundente. No superaría el examen médico. La Bestia Negra, la misma que me empujó a tratar de alcanzar un objetivo imposible nuevamente era un obstáculo insalvable para emprender cualquier empresa.
Necesitaba relajarme, necesitaba un bálsamo, un mejunje, un brebaje… Siempre que tratamos de relajarnos fabricamos imágenes mentales en torno al mar, a la fina arena, al oleaje que compone una melodía diferente con su eterno vaivén. Pero en Zaragoza no hay mar. Por eso busqué una piscina en la que la salud estuviese íntimamente ligada con el arte en movimiento. No me gustan las exposiciones ni los recitales ni la música al pie de la calle. Yo quería ser un delfín, un ser vivo que adopta posturas de cierta belleza estética. Los trabajadores del Centro Deportivo Palafox además de ser fisioterapeutas y de preparar tablas de ejercicios para fortalecer los músculos y los huesos organizaban coreografías atractivas desde el punto de vista visual.
“¿Tiene usted alguna enfermedad?”. Fue lo que me preguntaron cuando en mi mente ya sonaban fuegos artificiales, de júbilo y de esperanza. “…” “¿Sí? Sólo queremos saber qué hacer en caso de que le ocurra algo”. Solté un exabrupto y me fui. Mi Bestia Negra reía gozosa. Estaba acabando con mi vida. Cuántas carcajadas oí en mi cabeza, cuántas imágenes terribles vieron mis ojos vueltos hacia dentro, cuánto delirio, qué aluvión de estrellas negras calcinaron el suelo que pisaba…
Ante tanta embestida y tanto dolor decidí limitarme a callejear por la ciudad. Evitaba entrar en garitos o en pubs. Entonces no sabía que buscaba algo, que aquellos pasos iban dirigidos hacia alguna parte. Mientras caminaba me fijaba en los rostros de aquellos que ya no podían ocultar su sufrimiento, en las manos entrelazadas de las parejas que ya no escondían su amor, en los matrimonios con niños, en los cachorros que van en brazos de sus dueños o en aquellos perros que corren a la vez que sus amos pedalean ligeros. Me quedé sorprendida cuando vi cómo cruzaba la calle una señora sentada en un escúter con su perro caminando a su lado. Mi cabeza va también en silla de ruedas, pensé. ¿Por qué no imitar a la señora del escúter? Parecía feliz. O más que parecer feliz, se notaba que sentía una profunda felicidad que procedía de su interior irradiándolo todo. Decidida busqué yo también otro tipo de felicidad. La mía sería triste, melancólica, incluso lunática pero alegre al fin y al cabo.
Cuando te adopté a ti, mi perrillo, me advirtieron que eras un perro epiléptico, escapista, con miedo al abandono, incluso agresivo… Todavía recuerdo cómo me gritaba la dueña de la perrera cuando me habló de tu supuesta agresividad y de tus muchas enfermedades y anomalías: “¡Esta misma tarde lo íbamos a sacrificar! ¡Es un perro asesino!”. Tú y yo llevamos cinco años hablando un lenguaje inventado por los dos que nos llena de carias y de mimos. ¿Realmente estabas tan enfermo o es que tu Bestia Negra huyó al mismo tiempo que la mía? Me miras fijamente y a través de un túnel que me permite ver lo que hay detrás de tus ojos observo atónita cómo tu Bestia Negra yace tendida en tu corazón, completamente inerte. Busco a la mía y todavía no ha muerto. Continúa agazapada, escondida, oculta, dispuesta a atacar de nuevo. Si tú te vas tendré que irme contigo al cielo de los perros pero todavía es pronto. Todavía no ha anochecido y hay luces que chispean entre tú y yo.
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