22 de noviembre de 2022

El mar y tú y yo


Desde mi rincón de embeleso y de ensueño hablo contigo, mi niña. Fuimos a parar a este puerto marino y dicen que moriste ahogada, pero yo no les creo, sólo es una vil mentira. Todas las madrugadas y todos los atardeceres charlamos a través de botellas de cristal con mensaje porque sólo el mar nos separa. Al otro lado, en la otra orilla, tú recoges cada botella (yo te escribo tanto…) y lees lo que te cuento devolviéndome palabras balbuceantes. Siempre me hablas de universos cuajados de estrellas, de miradas que te visten de belleza mientras tú les muestras tu rostro a pintores y artistas, de castillos de hielo que el mar no puede destruir, de que esta primera infancia (en la que nos separa el mar) será tan sólo pasajera, como un día de lluvia entre amaneceres de soles. Hoy me has pedido que te regale un perro. Te he enviado uno de peluche que ha ido “trotando” en una barquichuela. Te has enfadado: “No quiero un perro con el corazón de goma, no quiero un perro plastificado… Quiero uno de verdad, de los que ladran y mucho…”. Tienes razón. Hubiera ido a la perrera pero quiero que tú seas su única y verdadera dueña. Por eso he “comprado” un cachorrillo de los que a ti te gustan, rebelde, gruñón, un diablillo, vamos, pero eso sí, juega hasta con los botones de mi chaqueta, de esa misma chaqueta que llevaba cuando el mar nos separó. Cuando deje de ser pequeñín, cuando ya tenga nueve meses y se convierta en adulto (ahora es demasiado frágil) te lo enviaré en un barco de pescadores. Seguro que capitanea el barco con el ritmo acelerado de nuestras emociones y aspira tu olor a sal, a miel y caramelo, tu olor corporal, tu fragancia, tu aroma y de alguna extraña manera somos sólo una para él.
Hoy me has vuelto a responder como una niña madura o como una adulta demasiado joven. “Es tiempo de comuniones, las sirenas se visten con traje de noche y hay padres que disfrazan a sus hijos de marineros y a sus hijas de princesitas. A una amiga hasta le van a alquilar una limusina. Qué ridículo mamá. Cuánta estupidez. Cuánta idiotez mental. Yo no creo en dios. Yo soy hija de Satanás, de ese amigo fiel que me previene contra la maldad innata de los hombres y de las mujeres e incluso de los niños y de las niñas. Yo sólo quiero vestirme con mi piel, vertebrar mi vida en torno a quien soy en realidad. Mi carne conserva aún el frescor de la noche, cuando paseo sola siguiendo una ruta trazada a medio camino entre la luna y las estrellas. Algunos niños (su mirada, su sonrisa, esos brazos que abren de par en par…) me gustan, mamá, y algún día querría sumergirme en sus cuerpos, abandonarme y que bucearan en el mío…”.
¡Cuidado, mi niña! Hay fantasmas caminando sobre las aguas. Verás monstruos y seres deformes y amorfos. Pasa de largo. No les hagas caso. No te enfrentes a ellos. Sus aullidos suenan más fuertes que el grito de las olas cuando azotan cuerpecillos pequeños, infantiles y tratan de robarnos nuestro “yo ingenuo”, inocente y pueril dejándonos cual pececillos plateados dando brincos de asfixia en la tierra. Mi botella ya estaba preparada con su mensaje dorado dentro (dorado, brillante y destelleante de brillos alegres…) cuando vino esa gentuza vestida con su bata blanca de carnicero y me insultó. Quieren separarnos: “Señora, está loca, su hija ya partió hacia la nada o hacia algún planeta en el que los moribundos expiran de nuevo. Váyase de esta playa. Asusta a los turistas y a los veraneantes con esa cara enfermiza y demacrada, esos mechones de pelo mal teñidos y alborotados y ese cuerpo de anoréxica”. Hay una orden judicial en mi contra. Dicen que estuve a punto de matarte porque naciste sin brazos. Tú no tienes brazos. Tú tienes alas. ¿Yo matarte? Sólo quise que volaras sobre el océano y que bailases escuchando su experto rumor de música marina. No les creas. No pienses en ellos. ¿Cómo es posible? Me perturban con embustes y milongas que ojalá no nos separen nunca. Viviste tan sólo unos días después del incidente. ¿Qué incidente? Yo no te arrojé al mar, créeme, mi niña, yo sólo busqué un mundo mejor para ti. La crueldad de los que lo tienen todo, de los que nacieron en apariencia sanos y normales, te hubiera devorado, te hubiera engullido a mordiscos… Yo sólo quise que vivieras en mi imaginación, entre nubes de seda, arropada y calentita siempre por el ardor de mi fantasía. ¿Tampoco tú me crees? Eso es lo peor, que tú no me creas. Me dejaría torturar, humillar y matar si me odiaras tan sólo un poquito. Te abrazaré niña sin brazos. Pronto estaré a tu lado. La lejana orilla en la que te encuentras tumbada y casi sin aliento está muy cerca de mí porque yo ya vuelo hacia ti. Corro a la velocidad trepidante de la luz. Cuando nos veamos ampútame los brazos y quédatelos. Para acogerte en mi pecho sólo necesito un corazón tan abierto (por ti y para ti) que muera de una explosión de amor y sentimiento. No apagues la luz, niña sin brazos, que aquel día aciago tan sólo había oscuridad y penumbra en mi mirada, como si fuera ciega.
¿Te das cuenta? Se me llevan. Han roto la botella y han arrugado el papel dorado en pliegues diminutos que ahora trocean… Si no volvemos a vernos espérame durante cien lunas. No te preocupes si no recibes más botellas con mensaje. Transcurridas cien lunas sabré si vivo o he muerto y entonces me precipitaré sobre un agujero negro de los que atraen hacia sí la materia ingrávida que pulula por el Universo. Si mi vientre fue para ti, una cárcel en plena noche, con los barrotes oxidados de hollín y de herrumbre, te pido que me cierres la puerta para siempre. Yo asumiré las consecuencias de ese pasado en el que nunca fui tierna, en el que tal vez ni siquiera quise amarte y te mandaré en mis botellas calendarios para vivir cien vidas, a tu aire, a tu manera y si es posible junto a mí (pero sólo si me perdonas). Dentro de cien lunas volveremos a estar juntos tú, el mar y yo. Cerca, muy cerca, está el acantilado desde el que me arrojaré para aplastarme en el subsuelo de la Tierra o para elevarme por encima del océano. Sólo hay que aspirar una bocanada de aire puro, contar hasta tres y con los ojos cerrados saltar al vacío. Si soy capaz de ello es porque voy en busca de tu perdón. Cuando veas mi “alma” de poeta vagabunda y lunática, de errante perdida y ausente no podrás negarme tu “amistad”. Este vientre maldito no supo ser tu hogar pero hay un vientre de ballena en alta mar en el que la gente se guarece para amarse de nuevo o por primera vez. No sólo hombres y mujeres sino niñas prodigio sin brazos y con alas cansadas de navegar y madres que desconocían el significado de la palabra maternidad y que, confusas, ofuscadas y dementes se arrancaron el corazón y lo arrojaron al mar cuando quisieron olvidar a sus pequeños. En el agua siempre se pintan estelas de sangre cuando hay un crimen y en la arena quedan grabadas las huellas de las bestias con pezuñas que rasgaron y desgarraron vidas inocentes.
Me voy, se me llevan. Recuerda: sólo cien lunas de espera y miles de cientos de miles de alegres sonrisas y carcajadas con la boca, en los ojos y en esos brazos rosados que se arquean en forma de abrazo a pesar de quedarse atrapados en mi útero. Se descuajaron al tratar de salir fuera y sujetar con sus manos este inútil, horrible y temible mundo de desértica escarcha en el que nadie te hubiera ayudado. ¿Hice mal…? Cien lunas nos separan. Cuando llegue a despuntar ese amanecer en el que ya no exista otra luna quizá la cordura me grite como ahora me grita: “¡No eres más que una vil asesina con la consciencia dormida!”. ¿Y si se despierta…? Apaga tú la luz de mis ojos cuando me arroje desde el acantilado. Me iré pudriendo y me iré convirtiendo poquito a poco en nada porque éste es tu mar y no el mío.

11 de noviembre de 2022

Sinfonía en Sol Mayor


Desde que fue a aquel terapeuta el piano (su piano) dormía en el cuarto trastero lleno de polvo y a punto de resquebrajarse podrido por la carcoma. Lo había dejado abandonado allí como si él fuese el responsable de sus pesadillas. Pilas y pilas de basugre, astillas, retajos, jirones de lo que un día fue un todo… lo acompañaban.
Aquel terapeuta, el Doctor Torres, un hombre o semihombre que disfrutaba con sadismo cuando destruía todo lo que puede considerarse hermoso, cualquier ápice de belleza, la había alejado de su pasión por la música. Invertir todo su tiempo en interpretar y componer sinfonías era un lujo burgués. Tenía que “ganarse la vida”.
Natalia no sabía que Torres andaba siempre metido en peleas, en reyertas y trifulcas callejeras. Iba buscando camorra allá donde fuera. Por eso frecuentaba lugares oscuros y sórdidos en los que hubiese prostitución y drogadicción. A pesar de que llevaba a menudo un brazo escayolado, un ojo morado o la herida de un corte de navaja afilada y color plata, Natalia no se daba cuenta de que era un agresor nato.
Había acudido a su consulta con la esperanza de fortalecer su “yo”, de sociabilizarse, de encontrarse a sí misma y de hallar su verdadera identidad.
En el pasillo que daba a la consulta de Torres Natalia se encontraba también con otros pacientes que parecían estar aterrorizados. Su tez había adquirido un color pálido y grisáceo, su cuerpo entero temblaba y hasta sus labios cerrados titilaban de miedo. Apresados por el pánico algunos se limpiaban la frente (estaba impregnada de sudor) y parpadeaban nerviosos. Sus ojos lloraban en silencio, un silencio amargo. Algunos incluso lo observaban todo desorbitados y enloquecidos por el pavor. Natalia llegaba al extremo de jadear y de respirar entrecortadamente. ¿Es que nadie se preguntaba qué hacía allí, soportando golpes, bajezas y todo tipo de humillaciones? Natalia no. A Natalia le espantaba vivir del placer y de la alegría de bailar las notas musicales porque sus creencias y su ideología le empujaban a buscarse la vida. Tocar el piano como ella o incluso componer sus propias melodías era fruto de un esfuerzo y de un trabajo enorme, persistente e interminable, incluso muchas veces desmesurado, pero con aquel esfuerzo y aquel trabajo no obtenía beneficios económicos.

1 de noviembre de 2022

Sombras


La enfermedad (a la que yo llamo Bestia Negra) generaba en mi mente pérdida de memoria, dificultad para concentrarme, dispersión, lapsus… Mi inteligencia, la poca que tuve, se había oxidado. Funcionaba como un engranaje que chirría produciendo un ruido ensordecedor. No podía pensar. No podía resolver ningún problema relacionado con la vida ordinaria. Sólo podía soñar o soñar que soñaba. Al principio la Bestia Negra no mordía con tanta ferocidad, me permitía reflexionar o meditar pero lo único que conseguía era interiorizar el vacío de mi existencia y la inutilidad de mi vida. A pesar de todo bajaba al quiosco de la esquina y me compraba crucigramas, sudokus, cruzadas, sopas de letras… e incluso me bajé de Internet algún videojuego. Nada activaba a mis neuronas. Todo era un borrón en mi mente. No podía resolver ni un solo ejercicio. Parecían galimatías, jeroglíficos, matemática pura.
Mi estado empezó a empeorar cuando comencé a frecuentar bares y tabernas acompañada por esa sombra que ensombrecía mi mirada y que siempre iba conmigo proyectando en el suelo una silueta deformada, la mía. A veces llegué a pensar que mi cuerpo, falto de estímulos vitales, se separaría de mí, me dejaría desnuda de piel y de carne y quedaría reducido a esa sombra pintada en el asfalto. Comencé a beber. Cada día bebía un poco más hasta que empecé a ver la vida a través de una botella de cristal. Además a pesar de las advertencias del neumólogo seguía fumando. No me importaba que mis pulmones se quemasen. Hubiera ardido viva.
Una tarde fría, de invierno, cuando estaba a punto de introducir una moneda en la tragaperras una abuela que jugaba con su nieto, la típica abuela canguro, me aconsejó: “No destruyas tu vida; construye una vida a tu medida”. Deduje que había estado observándome desde el cristal de la ventana de aquel garito que tanto frecuentaba. No me gustó que aquella señora, aunque intentase ayudarme, tratara de frenar mi necesidad de acabar con todo. Estaba dispuesta a engancharme a cualquier sustancia, al juego, a las drogas legales, a la comida basura, incluso al sexo… Me iba a ir suicidando lentamente. Quería que mi consciencia, ya que mi mente no funcionaba, fuese siendo cada vez más inconsciente. No quería pensar que ya no podía pensar. No quería pensar que carecía de cualquier cualidad, de cualquier aptitud, del mínimo don. Sin embargo probé a construir esa vida a mi manera. Un pequeño trabajo me ayudaría a organizar mi tiempo, a sentirme útil, incluso a darle un poco de sentido a tanto sinsentido. Me presenté a varias entrevistas. Todos los empresarios me miraban espantados cuando les hablaba de mi Bestia Negra. Temían que se lanzase sobre ellos para agredirles. Al parecer mi Bestia Negra era capaz de agredir por sadismo, por el placer de hacer daño, por puro deleite… “No podemos ofrecerle nada que encaje con su perfil”, respondían tratando de reponerse y de recuperar el aliento.
Tras sucesivos “noes” mi estado anímico fue decayendo cada vez más pero mi Bestia Negra me llevó al límite, me presionó y me obligó a tomar una decisión falta de lógica, de razón y de cordura. Debía buscar una salida. No podía seguir siendo un parásito social. Según ella mi única posibilidad era optar al empleo público así que de repente me vi recibiendo clases online. La profesora no creía que existieran Bestias Negras. Para ella eran meros mecanismos de defensa. Yo creo que, en realidad, estar detrás de una pantalla, en el ciberespacio, sin un cara a cara, la protegía de mi Bestia Negra, de esa Bestia supuestamente violenta y peligrosa. Ascensión me lo dejó claro desde el primer momento: “No quiero dinero. Quiero prestigio”. Aquella advertencia hubiera tenido que disuadirme de mi empeño por opositar pero mi Bestia me presionaba constantemente. Llegaba incluso a obsesionarme y a privarme del mínimo descanso. Horas y horas de estudio baldías tratando de desentrañar el significado de todos aquellos temarios me dejaron exhausta, sin fuerzas, completamente agotada y sin haber retenido el mínimo contenido. Lógicamente, aquella mujer, prepotente, exigente y pretenciosa que trataba de llenar su vida de trofeos me dejó colgada. De todas formas todo aquel inmenso trabajo no hubiera servido para nada. Tenía que comprobar que el Estado, un empresario más entre otros muchos, me abriría sus puertas.
El funcionario que me atendió cuando le expuse mis dudas por teléfono fue contundente. No superaría el examen médico. La Bestia Negra, la misma que me empujó a tratar de alcanzar un objetivo imposible nuevamente era un obstáculo insalvable para emprender cualquier empresa.
Necesitaba relajarme, necesitaba un bálsamo, un mejunje, un brebaje… Siempre que tratamos de relajarnos fabricamos imágenes mentales en torno al mar, a la fina arena, al oleaje que compone una melodía diferente con su eterno vaivén. Pero en Zaragoza no hay mar. Por eso busqué una piscina en la que la salud estuviese íntimamente ligada con el arte en movimiento. No me gustan las exposiciones ni los recitales ni la música al pie de la calle. Yo quería ser un delfín, un ser vivo que adopta posturas de cierta belleza estética. Los trabajadores del Centro Deportivo Palafox además de ser fisioterapeutas y de preparar tablas de ejercicios para fortalecer los músculos y los huesos organizaban coreografías atractivas desde el punto de vista visual.
“¿Tiene usted alguna enfermedad?”. Fue lo que me preguntaron cuando en mi mente ya sonaban fuegos artificiales, de júbilo y de esperanza. “…” “¿Sí? Sólo queremos saber qué hacer en caso de que le ocurra algo”. Solté un exabrupto y me fui. Mi Bestia Negra reía gozosa. Estaba acabando con mi vida. Cuántas carcajadas oí en mi cabeza, cuántas imágenes terribles vieron mis ojos vueltos hacia dentro, cuánto delirio, qué aluvión de estrellas negras calcinaron el suelo que pisaba…
Ante tanta embestida y tanto dolor decidí limitarme a callejear por la ciudad. Evitaba entrar en garitos o en pubs. Entonces no sabía que buscaba algo, que aquellos pasos iban dirigidos hacia alguna parte. Mientras caminaba me fijaba en los rostros de aquellos que ya no podían ocultar su sufrimiento, en las manos entrelazadas de las parejas que ya no escondían su amor, en los matrimonios con niños, en los cachorros que van en brazos de sus dueños o en aquellos perros que corren a la vez que sus amos pedalean ligeros. Me quedé sorprendida cuando vi cómo cruzaba la calle una señora sentada en un escúter con su perro caminando a su lado. Mi cabeza va también en silla de ruedas, pensé. ¿Por qué no imitar a la señora del escúter? Parecía feliz. O más que parecer feliz, se notaba que sentía una profunda felicidad que procedía de su interior irradiándolo todo. Decidida busqué yo también otro tipo de felicidad. La mía sería triste, melancólica, incluso lunática pero alegre al fin y al cabo.
Cuando te adopté a ti, mi perrillo, me advirtieron que eras un perro epiléptico, escapista, con miedo al abandono, incluso agresivo… Todavía recuerdo cómo me gritaba la dueña de la perrera cuando me habló de tu supuesta agresividad y de tus muchas enfermedades y anomalías: “¡Esta misma tarde lo íbamos a sacrificar! ¡Es un perro asesino!”. Tú y yo llevamos cinco años hablando un lenguaje inventado por los dos que nos llena de carias y de mimos. ¿Realmente estabas tan enfermo o es que tu Bestia Negra huyó al mismo tiempo que la mía? Me miras fijamente y a través de un túnel que me permite ver lo que hay detrás de tus ojos observo atónita cómo tu Bestia Negra yace tendida en tu corazón, completamente inerte. Busco a la mía y todavía no ha muerto. Continúa agazapada, escondida, oculta, dispuesta a atacar de nuevo. Si tú te vas tendré que irme contigo al cielo de los perros pero todavía es pronto. Todavía no ha anochecido y hay luces que chispean entre tú y yo.