Ha llorado por la calle gruesas lágrimas llenas de amargura pero hoy se ha desinhibido por completo. Hasta ha gemido y ha gritado. Su madre le prohibía llorar por la calle. Tenía tantos prejuicios y era tan tiránica y despótica que ni siquiera le permitía reírse a carcajadas. Su risa tenía que ser muy discreta. Incluso prefería que en vez de reírse esbozase una media sonrisa casi imperceptible porque, “¿Qué diría la gente?”. Tuvo que acostumbrarse a reprimir cualquier emoción, cualquier sentimiento y convertirse en una estatua hermética e hierática. Cuando llegaba a su casa se encerraba en su cuarto y ahogaba el llanto o la risa cubriéndose el rostro con la almohada.
Pero las normas y las reglas de mamá habían pasado a la historia, incluso antes de su muerte y aunque las tenía grabadas a fuego en la memoria hoy ha terminado todo. Hace unos días le extirparon un pecho y apenas queda nada de él. Mamá reprimiría cualquier gesto de dolor pero ella ya no. No se trata de una cuestión de estética, de algo tan vano y superficial, es una cuestión de vida o muerte. A pesar de su juventud, la dama enmascarada que en el momento preciso viste sus mejores galas permanece al acecho, esperando su oportunidad para acabar con todo. Es imposible darle la espalda. No será ella la que luche hasta el final. Serán sus defensas las que lo hagan. Su psique tendrá que fortalecerse, resistir, tratar de no pensar, estar ocupada, darle sentido a una vida que nunca lo tuvo, tal vez porque todas las vidas carezcan de él. Maldice a su madre. Nunca le pegó ni le castigó porque siempre le obedeció. Tendría que haberse rebelado y haber construido sola su identidad, su personalidad. Debería haber enriquecido su mundo interior, con furor, con fuerza, con empuje. También tendría que haber sabido transformar aquella hipersensibilidad que le hizo tan especial y a la vez tan fácil de manipular en una cualidad y no en un impedimento para llegar a alcanzar su propia ataraxia.