21 de septiembre de 2022

A lo que saliere


Ha llorado por la calle gruesas lágrimas llenas de amargura pero hoy se ha desinhibido por completo. Hasta ha gemido y ha gritado. Su madre le prohibía llorar por la calle. Tenía tantos prejuicios y era tan tiránica y despótica que ni siquiera le permitía reírse a carcajadas. Su risa tenía que ser muy discreta. Incluso prefería que en vez de reírse esbozase una media sonrisa casi imperceptible porque, “¿Qué diría la gente?”. Tuvo que acostumbrarse a reprimir cualquier emoción, cualquier sentimiento y convertirse en una estatua hermética e hierática. Cuando llegaba a su casa se encerraba en su cuarto y ahogaba el llanto o la risa cubriéndose el rostro con la almohada.
Pero las normas y las reglas de mamá habían pasado a la historia, incluso antes de su muerte y aunque las tenía grabadas a fuego en la memoria hoy ha terminado todo. Hace unos días le extirparon un pecho y apenas queda nada de él. Mamá reprimiría cualquier gesto de dolor pero ella ya no. No se trata de una cuestión de estética, de algo tan vano y superficial, es una cuestión de vida o muerte. A pesar de su juventud, la dama enmascarada que en el momento preciso viste sus mejores galas permanece al acecho, esperando su oportunidad para acabar con todo. Es imposible darle la espalda. No será ella la que luche hasta el final. Serán sus defensas las que lo hagan. Su psique tendrá que fortalecerse, resistir, tratar de no pensar, estar ocupada, darle sentido a una vida que nunca lo tuvo, tal vez porque todas las vidas carezcan de él. Maldice a su madre. Nunca le pegó ni le castigó porque siempre le obedeció. Tendría que haberse rebelado y haber construido sola su identidad, su personalidad. Debería haber enriquecido su mundo interior, con furor, con fuerza, con empuje. También tendría que haber sabido transformar aquella hipersensibilidad que le hizo tan especial y a la vez tan fácil de manipular en una cualidad y no en un impedimento para llegar a alcanzar su propia ataraxia.

3 de septiembre de 2022

De porcelana


Visto andrajosa y llena de harapos. Cargo mi carro de chatarra y cartones. No necesito más que restos de comida para vivir. Qué contraste con antaño. Hace décadas yo llevaba una vida burguesa, estaba enferma tal vez de aburrimiento, de tedio, de hastío… Demasiados mimos, demasiados cuidados, mi fragilidad se volvía cada vez más débil, parecía una muñeca de porcelana ataviada con un bonito vestido de encaje. Mi marido era un hombre educado, correcto y refinado. Sin embargo le faltaba pasión, arranque, arrojo, vitalidad. Tenía agua en las venas. Cuando conocí a aquel fotógrafo, aventurero, nómada, siempre viajando al límite de sus fuerzas y de las fuerzas de la naturaleza me enamoré perdidamente de él. Necesitaba dinero para financiar sus viajes y en un principio fotografiaba a familias insulsas como la mía, a parejas, a niñas y niños monos… Después se convirtió en un fotógrafo que era capaz de arrancarle el alma a un paisaje boscoso o salvaje, aprovechar ese impacto de luz en el papel y revelar la fotografía. En el papel los árboles frondosos, el color casi pintado de los tigres y leopardos, las aves al vuelo e incluso el moho de los pantanos se reflejaban produciendo un fuerte impacto visual. Sólo algunos observadores de mirada sensible eran capaces de ver más allá, de percibir y hasta de tocar el alma que secretamente se ocultaba en ellas. Me gustaba cómo escribía con luz. Su forma de entender el arte me hipnotizaba, me seducía al igual que él. Fui su modelo durante un tiempo. Buscaba mi alma en aquellas fotografías pero tan sólo entreveía un borrón difuminado. Tal vez por eso me abandonó. Yo todavía no había dejado de ser frágil porcelana. Quizá le impulsó el deseo de experimentar con su cuerpo todas las sensaciones posibles, como cuando trabajaba dentro y fuera de su estudio, como un aventurero que busca incansablemente acariciar, besar y abrazar nuevos cuerpos. Quedarse a vivir semanas o meses en la vulva de una mujer, en el elíxir del placer, tal vez le permitiese después robarle su alma, como si ella fuera la panorámica de un paisaje atravesado por un túnel subterráneo. Mi marido me perdonó pero yo, mientras mi porcelana se agrietaba, elegí una vida en la que el amor no volviese a enamorarme. Con mi cacharrería, mis guantes sin dedos y mis calcetines llenos de agujeros voy recorriendo la geografía de mi ciudad que invariablemente cambia para transformarse siempre en otro lugar. Me he enraizado en todas las plazas en las que hay niños y perros jugando. Las madres me miran mal. Se quejan de mi olor pestilente. A los perrillos les enamora el aroma de mi sudor (he callejeado mucho y se ha adherido a mi piel el perfume de la urbe). Cuando se acercan a mí sus dueños tiran de ellos. Quieren apartarlos de esa “bazofia” humana que soy yo y que representa el lado oscuro y marginal de una sociedad que se contradice a sí misma. Me enamora su mirada perruna; quieren ser libres, como yo, sin correa, sin collar. Hoy me he sentado al lado de la fuente, hace años que no chorrea agua pero, Aladino, mi favorito (un perro sin raza ni pedigrí) chupetea el grifo de la fuente. La dueña de Aladino lo trata con desdén. Es una mujer exquisita, altiva, que preferiría como “mascota” (no es la palabra adecuada) un gato siamés o un bulldog francés (están de moda). Tal vez por eso cuando Aladino cruza la acera como si cruzase un campo de trigo o un jardín de amapolas ni siquiera grita. Corro, sostengo a Aladino entre mis brazos y mientras él gime siento que mi corazón muere aplastado en la calzada. Hay restos de porcelana en el suelo… Me llega un rumor lejano: “¿Era una muñeca, papá?”.

Un mar que se ahoga



A ti, Hansel, estrella lunar.


Hoy llueve sobre el mar. A lo lejos se escuchan ecos de voces lejanas. Son las voces que acompañaron mi infancia. Todavía no soy más que una adolescente que ha encontrado su libertad entre el cielo y la tierra, en un arco iris policromo que destellea haces de colores, en un mundo imaginario… en nada que pueda ser real.
Mientras aquellas dos mujeres cuya herencia genética rechacé rebelándome contra mi propia naturaleza criticaban a mamá y mi padre se dejaba llevar manteado como un pelele, tú y yo, “bola de pelo”, formábamos una familia aparte.
Cuando la “yaya” nos arrastraba a su “santuario” (una enorme casona llena de ratas, reliquias enmohecidas, muebles carcomidos y tinajas agrietadas) tú y yo estudiábamos la forma de escapar de su tiranía. Sólo éramos visibles de cara a la noche. Durante el día yo dormía debajo de la cama y tú vigilabas mis sueños para que no se convirtieran en pesadillas. Robabas comida para mí. Le robabas las mejores chuletas a la “yaya”, ella que siempre, voraz pero exquisita, se guardaba el mejor bocado. Nuestro juego favorito era saltar por la ventana y rastrear todo lo que no formara parte de aquel nido de víboras. Lo definieras como lo definieras era un calabozo, una cárcel, la habitación de un sanatorio psiquiátrico… Mi “bola de pelo” y yo fuimos expertos en el arte de la fuga y gracias a ella, cuando decidieron que aquel ya no sería su “hogar” yo decidí al mismo tiempo saltar la valla.
Durante el viaje (en un vagón de tren húmedo y frío) enfermaste. Los expertos dijeron que estabas enfermo de muerte. Entonces me sentí zarandeada como si las olas me golpearan con su espuma de agua negra y encabritada. Nuestro escenario no tenía por qué ser así. Nuestro escenario sería un escenario diurno quemado por el Sol.
Entramos en una droguería. Tú me enseñaste a robar, a robarle a la vida su color azulado y al tiempo sus horas de flujo marino. Y yo, sin tu horizonte no vi mi horizonte. Escondí mi finitud en un bolsillo andrajoso. Nos subimos en una barca, mar adentro. Parecía que revivías: la brisa, el aroma, la arena flotando en el aire, la sal, toda aquella nebulosa en la que el aire podía ser agua y el mar aire… Hoy llueve sobre el mar. Tus ojos se han quedado abiertos, tu mirada se ha vaciado de vida, de tu boca cuelga espuma gris. Balanceo el cadáver de mi “bola de pelo” como si acunase a un bebé y extraigo de mi bolsillo el líquido letal. Cada vez lo veo todo más pequeño y difuminado. Te abrazo. Tengo miedo. Hoy llueven sobre el mar las lágrimas de un adiós.

Óleo de mar



Dedicado a Hansel, mi segunda bolita de pelo.


Mi marido era un “bendito” y un “experto” prestamista. Nunca le devolvían el dinero, y eso que no cobraba intereses, por no cobrar no cobraba ni un gesto de agradecimiento. Que mi marido fuese un ingenuo inocentón iba extendiéndose de boca en boca y hasta los millonarios (cuando se podían acumular millones de pesetas) recurrían a él improvisando un teatrillo en el que la desolación estaba siempre presente. Todos los días comíamos y cenábamos patatas: “Qué mejor alimento, ¿eh?” Yo me enfadaba: “Ojalá te salga un tubérculo en el culo”, pero Nachete (qué diminutivo tan ridículo) hacía caso omiso de mi cabreo y paladeaba con gusto unas patatas que un día le sabían a ternasco y otras a marisco. “Las de hoy saben…”, “A mierda como dijo el coronel”. Nachete negaba con la cabeza: “Te falta imaginación, cariño, están riquísimas, parecen bocados de los exquisitos y aromáticos platos exóticos…”, “O sea, saben a gusanos…”, “¿Gusanos?”, “Más bien quise decir lombrices o detritus de mosca cojonera”.
Hacía días que veía pintar lienzos a una chica en la calle. Como el resto de pintores callejeros se sentaba en el suelo, alzaba el lápiz y calculando expertas mediciones reproducía con diversas técnicas los monumentos más emblemáticos de la ciudad. Maravillada por su forma de interpretar la realidad, le pedí que pintase un cuadro para mí. No era sencillo, tenía que transformar el Ebro en un paisaje marítimo y no en un vertedero de basura con el agua siempre amarronada. Se suponía que el dinero que llevaba encima era para prestárselo al dueño de una joyería (Nachete era increíblemente “sensato”). Decidí depositar aquel dinero (una cantidad bastante jugosa) en la mano de la joven pintora. Me miró con cara de sorpresa. “Todo esfuerzo merece ser recompensado”, le dije entusiasmada. “Mucha suerte, aunque no creo que la necesites”. Ella parpadeó confusa. ¿Se minusvaloraba?, ¿creía que cualquiera podría retratar, dibujar o mutar una realidad por otra de esa forma tan auténtica, pura y casi perfecta? Cuando salió de su estado de estupefacción recogió sus bártulos y abrió la boca. Tímidamente y con la lengua seca me explicó que quería viajar a Francia para ampliar conocimientos y conocer nuevas técnicas. “Nunca olvidaré una compra tan generosa. Le dedico mi cuadro… el suyo, quiero decir”. Para engrandecer su figura no necesitaba firmar como un médico, con ese tipo de garabatos enrevesados e ininteligibles que sólo recetan una caja de pastillas. Ella firmaba pintando las letras, una a una, como si fueran cuadros en miniatura.