Para Inés. Estás en este relato, aunque no te veas.
Yo era pequeñita, menuda, incluso más que ahora. Estaba atrapada por mis miedos, mis fantasmas interiores, por un inframundo lleno de sombras y por un precipitarme al vacío que entonces no identificaba pero que ahora entiendo. Entonces sólo era una sensación que me abrumaba. No sabía que aquel océano, que aquel pantano fangoso, lleno de moho y de escombros era la nada que me esperaba al otro lado de la vida y que no me dejaría escapar.
Cuando conocí a mi nueva profesora de literatura todo empezó a cambiar de una forma tan extraña y a la vez tan sorprendente que todavía me resulta increíble.
Yo no quería ir al colegio pero me empujaba el sentido de la obligación. No me relacionaba con nadie, yo era asocial, pero había oído hablar de una nueva profesora de literatura que sin conocerla me provocaba un pánico brutal. Era joven pero estaba dotada de esa sabiduría escéptica de los ancianos que lo han vivido todo y que ahora se burlan de los frágiles temores pueriles que nunca terminan de desaparecer del todo... “Es terrible, asusta y además siempre pide más…” había oído decir.
Una persona como yo, tan débil, tan frágil, tan fácilmente manipulable (especialmente por mis padres) y víctima de tantas vejaciones no hubiera podido dormir la noche anterior de la primera clase ni con una caja entera de hipnóticos. Pues bien, yo estuve una semana entera sin dormir. Fue duro pero algo me ayudó. Yo dormía mientras vivía. No podía soportar el peso de la vida salvo con una mirada ensoñadora y abstraída y durante esas eternas noches de insomnio me refugié en mis fantasías.
Tras una semana sin dormir caí desfallecida sobre el pupitre. Ocurrió justamente cuando entró en clase la nueva profesora de literatura. Sólo recuerdo que en aquel momento me pareció alta, muy alta y que me miraba con cierta curiosidad. Aunque mis compañeras de clase (según la delegada) creyeron que había perdido la consciencia Irene les pidió que me dejaran dormir. Al final de la clase, cuando la profesora me despertó, oí un murmullo de voces (“… joder, tía, que acojone…”, “… a mí me parece que nos está retando o desafiando o yo qué sé…”, “… explica la literatura con un lenguaje totalmente visual, no entiendo nada…”, “… y Hitler, ¿qué pudo escribir ese criminal? Dudo mucho que sea autor de… Mi lucha, ¿algo así ha dicho, verdad?”, “… sí. Y que todos tenemos una historia que contar, que lo que hay que trabajar es el estilo para convertirlo en uno solo, en uno íntimamente nuestro…”). Irene carraspeó con toda su fuerza para que se callaran y se dirigió a mí. “Bueno, ¿sabías que hay insomnes condenados a vivir de noche y a dormir de día si es que lo consiguen? Me parece que eres la sombra de tu propio reflejo y que hay un lado oscuro en tu mente que te tortura y que te obliga a permanecer hipervigilante. ¿Tanto miedo puede acumular un cerebro pensante?”. Traté de disculparme pero ella continuó… “No te reñiré más por ahora si consigues describir un sueño dentro de la estructura del propio sueño. ¿Lo entiendes?”. Negué con la cabeza. “No mientas. Si existiera el verbo perfecto para calificar al que sonambulea constantemente me gustaría conocerlo porque hasta ahora es lo único que has hecho durante todos estos años”.
Por primera vez en mi vida hice pirola. Me fui sin esperar a que se acabaran todas las clases (estaba agotada, sin un ápice de aliento vital) y me tumbé encima de mi viejo jergón para dormir y descansar de una vez. Eso sí, me había prometido a mí misma primero entender el ejercicio y después escribirlo antes de que se me escapara la idea. Por eso el despertador sonó a las tres y media de la madrugada. Sobresaltada salté de la cama y en pijama y sin sentir el frío intenso de la madrugada en la piel de este cuerpo insomne, sonámbulo, soñador, embelesado, abstraído, perdido o lo que sea empecé a escribir atropelladamente. No me importaba entender el ejercicio o no, el caso era escribir hilando muy fino.
A las ocho salí de casa precipitadamente (no me di cuenta de que no llevaba abrigo ni de que ni siquiera había desayunado) y esperé con cierta “emoción trágica” a Irene. Al parecer no le importaba lo que yo había escrito. En un principio no pude entregarle el ejercicio. Me fijé en todo lo que ella se fijaba y deduje que Inés podía extraer “conclusiones” no sólo de la temática sobre la que escribías, sino también del color del papel y del bolígrafo con el que garabateabas palabras o frases (quería o más bien nos exigía que no eligiésemos los convencionales). También me di cuenta de que no observaba con especial interés la caligrafía (el tipo de letra, algunos alumnos eran expertos en caligrafía inglesa, redondilla o gótica…) sino en la forma de coger el bolígrafo y en el chorrear de nuestra tinta. Cuando se acercó a mi pupitre se sorprendió. En el papel había gotas diminutas de sangre mezcladas con el verde de la tinta creando la ilusión óptica de una tinta verdirroja. Sólo había escrito dos palabras: “Lo siento”. Creo que volvió a sorprenderse de nuevo y me pidió que le mostrase el ejercicio que me había mandado realizar el día anterior. Cuando vio semejante “tocho” frunció el ceño y colocó su dedo índice sobre los labios.
Increíble. Se leyó más de cincuenta páginas en un solo instante y con mirarme a los ojos de soslayo supo quién era yo. Volvió a acercarse a mí y me preguntó: “¿Adónde prefieres ir, a un psicólogo convencional o al despacho de una profesora de literatura rompedora e iconoclasta?”. “Lo uno no tiene nada que ver con lo otro”, me atreví a responder titubeando y tartajeando. “Bien. Entonces explícame la diferencia”. Busqué dentro de mí esa explicación y encontré algunos argumentos. “Un psicólogo tratará de cambiarme por otra persona que evidentemente no seré nunca. Asertividad, autoestima, empoderamiento, amor a la vida…”, “¿Y yo?”, “Uf, sería como sumergirme en el agua, en un mar profundo y no poder flotar…”, “¿Entonces te defines a ti misma como una náufraga?”, “Yo no he dicho eso”, “Pero si no emerges a la superficie te morirás. ¿No te ayudaría agarrarte al tronco de un árbol, a algún residuo vegetal?”, “En realidad no quiero vivir”. Inés no se inquietó lo más mínimo, al menos fue eso lo que percibí. Ni su gesto ni su tono de voz ni la postura de su cuerpo cambió. Eso lo sé ahora, pero en aquel momento me pareció una mujer monstruosa. “¿Podría salvarte un folio en blanco o tal vez un folio escrito por ese novelista que tanto admiras? Todos tenemos uno”. Tanto sus interrogantes como sus comentarios me estaban agobiando. Sentía una opresión en el pecho. Sudaba. La presión era demasiado fuerte, así que me levanté, recogí el escaso material escolar que llevaba y busqué el aula de la clase siguiente. Estaba completamente desorientada, las paredes se tambaleaban para caer encima de mí, el suelo se movía… tuve que apoyarme en la barandilla y situarme. Encontré el aula donde se impartía la siguiente clase y la siguiente y la siguiente y como era de esperar no me pude concentrar en nada. Todo era niebla y nebulosa y detrás de esa niebla y de esa nebulosa rostros de hombre y de mujer. No importaba la edad, no importaba el sexo, todos ellos retorcían su rostro dando muestras de dolor, de un dolor agudo y punzante que terminaba con el último suspiro.
Después de sufrir un delirio de alucinaciones terribles y de “morir” en la oscuridad irrumpí en el despacho de Irene de forma brusca y violenta. Me lancé a atacarla de frente, cara a cara y no a la descubierta, como mi padre cuando jugaba conmigo al ajedrez.
“He tenido que ver con los ojos de la cara lo que sólo mi mente imaginaba, un torbellino de escenas sanguinolentas, crueles, espantosas, deformadas… sólo porque usted ayer me asaltó con preguntas intrusivas que invadieron mi intimidad. Voy a…” “¿A agarrarte al tronco de un árbol o a que “lea” tu mente un ferviente seguidor de Freud, un psicoanalista?”. Quise golpear la mesa pero mi puño se quedó levantado en el aire. “Ah, ya veo que necesitas ese folio en blanco que te ofrecí. Escupe, vomita en él”.
Cuando me vacié del todo: heridas, sarpullidos, ojos rotos… de una forma metafórica y llena de simbolismo ella me pidió que no “vistiese” las palabras y que fuera más cruda. “Yo en vez de escribir dardos llenos de veneno últimamente escribo salivazos venenosos, o en vez de escribir bilis solamente le añado el adjetivo “negra”, o, para que lo entiendas mejor yo no araño nunca la superficie de la realidad sino que llego hasta el abismo más hondo sufriendo, mientras trato de agarrarme desesperadamente a una roca con las manos llagadas y llenas sangre, un profundo desgarro interior, ¿comprendes?”. Lo comprendía demasiado bien. Sin embargo a pesar de todo yo era una chica dulce y llena de “candor”, una auténtica ingenua, tan ingenua como ignorante e idiota y fácil de engañar.
A partir de ese día, después de las clases, entraba en el despacho de Irene y realizaba un ejercicio distinto: escritura automática (fue una locura en los dos sentidos más usuales de la palabra, es decir, en el derroche de irracionalidad y en un ímpetu propio del Romanticismo), ser el narrador omnisciente (con complejo de “dios” entonces) que en un relato trata mal a sus personajes, los parodia y los fustiga y después, sin que nada cambie aparentemente, los acaricia y los mima con ternura. También tuve que ser Unamuno, inventar algo similar a una nivola y ser un maestro de las paradojas (negar y afirmar lo mismo y al mismo tiempo) imitando su estilo en un primer ejercicio y en el segundo buscando el mío. Además tuve que buscarle un creador o un demiurgo a la obra de Pirandello Seis personajes en busca de un autor. Siendo don Quijote tuve que sanchificarme y siendo Sancho tuve que quijotizarme. Un último ejercicio quedó en el aire… Irene nunca lo corrigió porque no la volví a ver en mucho tiempo, casi en demasiado tiempo. Se trataba de hallar diferencias y similitudes entre Clarín (La Regenta), Flaubert (Madame Bovary) y Tolstoi (Ana Karenina). Algo presentí cuando el “último” día me susurró al oído: “Lo que yo quiero es que te crezcas, que te hagas grande”.
Nadie sabía (ni siquiera yo) que un oso, un orangután o un lobo salvaje rastreaba las huellas que dejaba Irene hasta estar de nuevo cerca de ella. Ni siquiera un oso, un lobo o un orangután eran tan fieros como Roberto. Además ellos tenían su forma de existir y de sobrevivir. Roberto no. Roberto disfrutaba golpeando y propinándole sangrientas palizas a Irene. Mientras fueron novios nadie podría haberlo imaginado. Roberto era más joven que Irene (tan solo unos años) y fue su mejor alumno. Poco a poco (fracaso tras fracaso en el mundo laboral y en aquel mundo en el que le tocó vivir) se fue gastando hasta quemarse como una fogata que exhala humo negro, espeso y tupido. Pero Roberto no se resignó a “morir” en silencio. Irene tenía que morir con él.
Eso fue todo lo que me contaron diversas voces (todas las que podían hablar de ello). La anciana que vivía al otro lado de la carretera le gritó a Irene cuando tuvo que correr nuevamente para salvarse de la brutal tortura a la que le hubiera sometido Roberto: “¡Vuela, vuela alto, que nadie te pueda alcanzar!”. Después torció el gesto y dirigiéndose a ella misma y a mí musitó: “Nosotras deberíamos hacer lo mismo”. Irene en realidad huía escondida en un tren de mercancías sin que pudiéramos alzar la mirada hasta tan lejos. La anciana sólo podía imaginar que se fugaba y desear que Roberto no llegase a tiempo de atraparla. Se había escapado de la cárcel y era un “viejo” y experto presidiario. Las “malas lenguas” llamaban “loca” a la anciana. La anciana alucinaba pero sus alucinaciones construían un realidad muy cierta.
Irene, durante sus años como docente también había escrito numerosos ensayos de carácter literario. Siempre que empezaba a leer uno nuevo descubría detrás de cada letra, frase o sintagma huellas de sangre. Estaban allí. No me cabía ninguna duda. Entonces me ponía rabiosa y escupía salivazos venenosos y bilis negra. Yo, que a veces he presumido de estar dotada de cierta psicología, me torturaba a mí misma porque no había percibido en Irene las mismas heridas (tal vez mayores) que las de una mujer maltratada. La buscaba a través de Internet, de la página web de la Facultad de Letras y de las obras escritas por ella. Iba detrás de cualquier indicio, de cualquier sospecha, de cualquier pista… Trataba de hallarla inútilmente por todas las bibliotecas de la comarca, por las librerías, por los puestos de libros que exhiben “basugre” los días señalados para comprar casi por obligación una novela o una antología de relatos o de poemas (de estos últimos había muy pocos).
En uno de estos puestos conocí a un poeta que se “suicidaba” cada día un poco más inyectándose todo tipo de drogas, esnifándolas o fumándoselas. Tenía el rostro desencajado (como fuera de su sitio, de su cuello, de su tronco) y unas manos inmensas tintadas siempre de rojo o de negro pero en raras ocasiones también de tonos vivos que formaban un arco iris. Sus ojos (completamente hundidos hacia dentro) habían perdido cualquier tipo de expresividad, cualquiera salvo la de disfrutar doliéndose o la de sentir tanto amor (con todos sus grados y matices), tanto, tanto que había decidido arrojar su corazón al mar para que lo devoraran los quebrantahuesos y los buitres y le dejara por fin en paz. Pero su sensibilidad seguía intacta, sin ningún tipo de desgaste, de roto, erosión o agujero, a pesar de “meterse” estupefacientes o cualquier tipo de sustancia tóxica y “degenerativa”. Su sensibilidad no era fuerte, dura, incisiva, como la de Irene. No se quería a sí mismo. A pesar de ser el poeta más publicado y más valorado por la crítica y el público se sentía “un mierda”. Por simpatía o por empatía le mostré el único correo que respondió Irene cuando conseguí dar con su email. “Me fui de Zaragoza, me iré de España, probablemente habite en otro continente, tal vez huya de este planeta y orbite alrededor del Sol porque siempre tuve alas y siempre fui puro fuego”. Apenas despegó los labios para susurrar “Irene, ¿no?”. “¡Sí, Irene!”, grité yo. “Dudo que la encuentres aquí. Ni siquiera que halles algún libro nuevo escrito por ella. Mis poemas son de dudosa calidad pero sus ensayos son demasiado especializados, demasiado complejos, interpretan cualquier obra literaria de forma fascinante, genial… y no tienen un público fácil. “En todo caso, yo y sólo yo, y ahora tú porque sufres angustiada por su ausencia y porque ella me ha hablado de ti te diré que ella ha ocultado siempre su faceta creativa. Le gusta la poesía, el verso y la lírica. Todos los viernes por la noche recita poemas de once a una de la noche pero en una ciudad diferente cada día… Si tienes paciencia podrás volver a verla”.
Me marché callada y sonriéndome a mí misma. Supe esperar. Irene recitó sus versos en aquella ciudad tres semanas después. Se subió a un escenario decorado con toda clase de detalles (especialmente hojas de colores perfumadas, dibujos abstractos con trazos de multitud de tonalidades, ilustraciones japonesas con su marco de madera, repujado y labrado con preciosos relieves, al estilo barroco… cenefas y cintas fucsias que destelleaban en el aire de forma caprichosa y juguetona, plumas y tinteros junto a manuscritos de antiguos letrados… todo un lujo no sólo visual sino embriagador para cualquier sentido y emoción corporal. Recitó por un lado poemas eruditos y por el otro lado poemas resultantes de un vómito “desnudo” con el que pretendía ayudarse y aliviar su dolor, su íntimo dolor, su dolor más íntimo… También aquellos versos eran de saliva y de bilis roja, amarilla, y desde luego también negra… Tras vaciarse Irene golpeaba fuerte traspasando cualquier tipo barrera. El corazón latía acelerado en una especie de “frenético frenesí”.
Me fascinó todo aquello. Parecía un festival de cultura, arte y dinamismo vital que se enfrentaba a la realidad con todo lo que se puede expresar desde el “alma”. El “alma” se hinchaba, se dilataba y sufría una explosión interior de la que renacía un nuevo despertar. En cada palabra había variedades cromáticas, texturas y tejidos diferentes (desde la aspereza granulada hasta la suavidad de un tejido aterciopelado), balanceos, vaivenes que van y vienen, parpadeos luminosos, un “todo” que aun siendo “nada” te invade y te llena. Mi mirada y mis oídos trataban de captarlo todo pero aquello era un auténtico aluvión.
Cuando el recital estaba a punto de acabar y ya me iba a marchar Irene me reconoció (tal vez ya había reparado en mí mientras recitaba) y estrechó su pecho contra el mío. Fue un abrazo de “oso”. “¿Has seguido escribiendo aunque yo me tuviera que marchar?”. “Claro. Le robé tiempo al tiempo y también le robé al silencio tu oculto susurrar en forma de murmullo, siempre lejano pero también intenso. A pesar de la distancia podía oírte y escribir. Algunos días de locura enajenada creí que me dictabas tú mis propios textos… Sí, lo logré, siempre me vacío escribiendo”.
Ahora una sombra negra nos acecha a Irene y a mí. Sin embargo ninguna de las dos tiene miedo. Mi eterna profesora y yo hemos crecido y nos hemos hecho más grandes todavía. Rara vez se contagia el lado positivo de la vida, el aliento vital, la fuerza, el afán de supervivencia, la necesidad de sentir intensamente cualquier disciplina artística pero con Irene fue posible. La soledad y el silencio han muerto solos y callados. Ya no queda nada. Sólo “fantasmas” que ululan despavoridos en vez de infundir terror. Seguiremos siendo.
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