12 de julio de 2022

Una utopía distópica


“¿Sigues dándole vueltas a la cabeza, Pablo? Tu cabeza parece una lavadora que centrifuga ropa sucia y pestilente. Por muchas vueltas que dé los vaqueros, las camisetas, los trajes y hasta los calcetines largos que sueles llevar seguirán estando llenos de manchas y con mal olor. Toda tu vestimenta se romperá de tanto lavarla y sólo quedarán jirones de tela rasgada y descolorida”.
A Pablo le molestan estas “metáforas” vulgares aunque llenas de sentido que utiliza su madre para describir su estado mental.
Él es poeta de nacimiento y por necesidad (si no se hubiera muerto antes). No es un poeta de la calle, ni del ruido ni del cascabel, ni de los versos que muerden la carne o escupen veneno. Él es un poeta de la idea súbita y profunda (de todas las grandes ideas), de las utopías más imposibles, de la belleza en mayúsculas y de la riqueza estilística brillando como un relumbrón de luz color arco iris. Ahora, totalmente empastillado porque ha tenido un brote esquizoide y poco a poco se va definiendo su enfermad sólo “duerme”. Dormir no quiere decir necesariamente caer en un estado de inconsciencia en la que el cerebro traspasa los límites de la conciencia. Dormir también es realidad. Pablo, “El embrujado”, como le llaman sus antiguos amigos (hoy lo desprecian) se ha quedado sin poesía en los labios, no puede sostener el bolígrafo de “tinta polícroma”, no puede arañar el papel y escribir con rima o sin ella la lírica que antes estaba llena de ritmo. Incluso se podía cantar o bailar. Pablo, con la boca cosida y las manos atadas debido a los fármacos, siente que todo lo que le estimulaba, que su líbido literaria, que aquellos ojos que transformaban la realidad en algo estético y alejado de una visión plana, literal o lineal de la vida y que desvestían la realidad se han quedado ciegos. Su poesía no era un polvorín que estallase dentro del lector, más bien era una poesía interrogante que inducía a dudar de todo, hasta de lo más claro y nítido.
Pablo piensa a menudo en Nash, el matemático premio Nobel de Economía que quiso despuntar en la ciencia antes de cumplir veinticinco años. Destacó y mucho pero su vida se perdió en una nebulosa negra y oscura. Nada pudo hacerle ya crecer como matemático. También él fue un chico precoz, también él fue un niño poeta que a los quince años ya había trazado o eslabonado el argumento de una historia de ficción que no escribiría en verso sino en prosa poética. De hecho una editora se había interesado mucho por aquella historia. El arranque, aquel comienzo que ya conducía al “sacrificio”, el primer bache en medio del camino, tan brusco y tan abrupto, prometía una continuidad que intrigaba y dejaba en suspenso sin perder por ello ni un ápice de su calidad literaria. Todos aquellos folios estaban amontonados en el “cuarto trastero” de su imaginación. Aquellos médicos reyes de la farmacopea más tóxica y destructiva e incluso esos otros déspotas y absolutistas (a pesar de los siglos) que seguían practicando terapias de choque o electroshock (con secuelas como la pérdida de memoria) eran gusanos que reptaban como cocodrilos en un mar tristemente inundado de náufragos o de otro tipo de “descamisados”. Pablo admiraba a Eva Perón. Por eso utilizaba más el término de “descamisados” o “sin camisa” que el de loco, enfermo, excluido, marginado… Para Pablo el demente era una especie en vías de extinción. Si la vida no le mataba se mataría él. Muchos pensamientos “fúnebres” acompañarían a Pablo durante la primera etapa de su “dolencia” pero su mirada ahora estaba puesta en Nash.
De la vida de Nash sólo conocía su faceta como matemático pero no como ser humano. Estar enfermo no te hace mejor ni peor persona pero al parecer el premio Nobel era una persona más bien fría, todo lo contrario que Pablo. Pablo había sido fuego que crepita pero que sabe detenerse a tiempo para que su literatura no se convierta en un “vómito visceral” que descuide la forma y el estilo. Se imaginaba que tarde o temprano descubriría una teoría literaria que revolucionase el concepto de lo que hoy llamamos literatura tal y como hizo Sebold con su interpretación de La canción del pirata. Además Nash era su referente.
Obsesionado por crear un nuevo tipo de novela como Unamuno con sus “nivolas” se hundía más y más en el agujero. Su relación con el mundo editorial había quedado rota precisamente ahora que iba a entrar a formar parte de ese mundillo. Su editora fue radical, firme, tajante: “Quiero historias que enganchen y que sean vendibles (cuanto más mejor). No me importa que estés enfermo pero no dispones de más tiempo por ello. Tampoco puedes frustrar una novela que había empezado bien, que atraía, que incluso sorprendía… No quiero ni retrasos ni bazofia”.
Pablo había visto la película que homenajeaba a Nash. ¿Dónde encontraría él a esos alumnos a los que explicaba su descubrimiento “obligándoles” a romper con toda clase de convenciones? Era complicado que desplazasen todo lo que habían interiorizado de la ciencia y abriesen una brecha. Que algo tan arraigado y estructurado pudiese quebrarse y recomponerse de nuevo con otras ideas era casi “milagroso”.
Pablo, todas las noches, cuando empezaba la madrugada del nuevo día, se enfrentaba a la pantalla en blanco. Ideas deshilachadas y bosquejos apenas definidos dibujaban puntitos negros en la pantalla. Cada píxel era como cualquier código secreto que Nash (en su delirio) trataba de descifrar. El resultado de cientos de horas nocturnas derivó en un novelón incomprensible que rayaba en lo irracional y en lo absurdo. No sólo se rompió la relación comercial con la editorial sino que no querían verlo aparecer por allí ya que siempre que lo hacía su talante desequilibrado, sus temblores casi congénitos, su forma torpe y titubeante de hablar, su trastabillar cuando trataba de andar sereno, toda su figura y su aliento entrecortado que iba perdiendo fuelle al mismo tiempo que su mente enfermaba les desagradaba profundamente y además, si asomaba la cabeza por la librería de la editorial podía espantar a cualquier cliente.
Aquella puerta estaba cerrada pero Pablo se ilusionó durante un tiempo retomando las clases de la Facultad. Trataba de concentrarse y de entender más allá de lo que sus compañeros de clase eran capaces de comprender. Sin embargo el peso de las pastillas más sus dificultades para descifrar el significado del lenguaje y para retener el contenido de la clase se manifestaban siempre. Cuando trataba de tomar apuntes fragmentos inconclusos y mal garabateados manchaban de tinta el papel. Pablo no se resignaba pero cuando llegaban los exámenes no se presentaba. No es que le tuviera miedo al fracaso, es que ya había fracasado.
Sus aspiraciones fueron bajando hasta rozar el suelo. Su madre, para rescatar su pasión por la literatura y que ésta continuase viva en los labios de su hijo (buscaba siempre la expresión correcta y la palabra adecuada para luego literaturizarlas) le propuso que fuera voluntario de alguna institución en la que pudiese dar clases “en plan casero”. Ella lo designaba así, sin detrimento de nadie.
Una vez allí, en una Fundación de “desprotegidos” que prometía un bienestar para todos dedicó todo su tiempo a elaborar apuntes y a buscar ejercicios de creación literaria. También les animó a escribir lo que fuera, todo lo que pasara por su mente, cualquier detalle, anotación, descripción… Los pocos usuarios-clientes de aquella institución que fueron empujados a asistir a la actividad redactaban retazos incoherentes y confusos. Su léxico era pobre. Su percepción de la realidad más bien vulgar y grotesca. “Tendré que pensar cómo despertar la curiosidad de la gente…”, reflexionó, pero los meses iban cayendo sin ninguna mejora y además en la Fundación le presionaban para que impartiese clases de más y más “asignaturas”.
No tardó en descubrir tras ese largo período de tiempo que aquellos supuestos “alumnos interesados en la materia” estaban en el aula “metidos a presión”. Se dio una tregua (la culpa no era del todo suya). Tal vez encontrase a alguien al que le gustase realmente la literatura, aunque su aliento ya empezaba a fatigarse. Un día cualquiera de un mes cualquiera se encontró con que el aula estaba vacía. Aquello le desesperó un poco y se atribuyó los peores calificativos: “Bah, soy una basura humana”, “… esperaré diez minutos de cortesía y…”. Su pensamiento quedó interrumpido por la presencia de una alumna. Abrió la puerta con brusquedad y con la respiración agitada (incluso llevaba la camiseta sudada) y se dejó caer en un “pupitre”. “Perdona. Querían obligarme a pintar y a colorear estampitas porque gané un concurso de dibujo y he tenido casi que forcejear con ellas…”. Poco a poco se le fue pasando el sofoco. Extrajo de la mochila un par de folios y un bolígrafo negro dispuesta a tomar notas. A continuación irrumpió en la sala también de forma precipitada el novio de la chica que adoraba la literatura, especialmente a los poetas clásicos… “Esto es horrible, qué persecución, ya perdonarás pero querían que fuera a la actividad de fotografía sólo porque los fines de semana ella y yo nos vamos de excursión, tengo una buena cámara y hago fotografías de todo lo que puede llamarse hermoso según mi forma de interpretar la belleza. Tengo un lenguaje visual raro y peculiar. Ni sé nada de fotografía ni lo quiero saber. Pongo el automático y le doy al botón. Eso es todo…”. Pablo se estaba quedando a cuadros. Cuando el tercer alumno entró sigilosamente y con todo el cuidado que se puede tener al abrir una puerta, avergonzado y rojo como un tomate, tomó asiento, bajó la cabeza y se dispuso a escuchar. “¿Y a ti qué te ha pasado?” Su compañera habló por él: “Román es un chico muy tímido pero feliz con su silencio. Se empeñan en que asista a la actividad de habilidades sociales y lo pasa fatal… En cambio escribir dialogando continuamente consigo mismo le estimula y le relaja a la vez…”. Cuando una chica larguirucha y con cierta musculatura entró también en la clase de forma desasosegada Pablo no daba crédito a lo que estaba viendo… “Mira, ¿sabes lo que pasa? Soy bastante alta y he hecho deporte especialmente de niña y de adolescente. Ahora quieren que entrene a fondo para que el equipo de baloncesto, mixto porque nadie quiere jugar, se salve y puntúe alto en los partidos. Es horrible. A nadie le gusta el baloncesto y yo ya me jubilé. Los jugadores se limitan a pasear por el campo y yo los imito aunque mis zancadas sean más largas. Nos meten auténticas palizas y cuando estamos de vuelta a casa nos meamos de risa porque el club de baloncesto está en vías de extinción. Cada derrota es un punto más para dejarles en mal lugar. Figúrate, al pobre “Nano”, que mide poco más de un metro y medio le obligan a jugar también, aunque sea de base. Cada uno debería ser libre en este “mundo” tan pequeño y elegir, si algo se puede salvar, la actividad que prefiera. Esto es un circo, vamos, un circo de variedades en el que no te dejan escoger. Pronto me largaré. Mi loquero tendría que abrir los ojos para ver este festival pero qué va, los tiene bien cerrados porque le resulta muy rentable. Yo escribir no escribo y leer he leído bien poco pero alguien me dijo que cuando declamas casi cantas canciones a capela. Los literatos desmenuzáis hasta las obras más herméticas y yo las quiero entender bien… Ya me he comprado tres libros seguidos…”.
Tanto Pablo como sus adeptos decidieron salir a dar un paseo y hablar de literatura mientras caminaban (como Aristóteles en la Antigüedad) para luego sentarse bajo unos árboles frondosos (sin parar de hablar de autores, novelas, estilos, tendencias…) y terminar la tarde con una cañita en un bar bastante alejado de aquel mamotreto de hormigón que “encarcelaba a sus usuarios-clientes”.
Sin saber cómo el grupo se fue ampliando. Todo fue decidirse a visitar los Centros de Día, los clubs de jubilados, poner anuncios en el Cipaj, carteles en las bibliotecas… De esos encuentros en los que cada uno intervenía y aportaba su propia visión de la literatura y del arte en general surgió una novela colectiva. No querían escribir antologías de relatos ni de poesía. Tampoco escribir de forma automática y absurda. Para ellos era un reto que una novela colectiva no tuviera aristas ni fisuras al cambiar de coautor. Todos acordaron escribir de forma artística, con metáforas y simbolismos que no fueran muy personales (tampoco complejos ni excesivamente poéticos) porque ese lector común al que querían que fuera dirigida su obra tenía que ser el lector estándar al que no le gustan las florituras ni los adornos (el lector común los llamaría así). Además querían llegarle a mucha gente, a toda lo que pudieran para narrarle fragmentos de existencia que les pudiera enriquecer y aportar una visión nueva y diferente de la suya. La labor fue ardua pero en cuanto a alguno de ellos le “dolía ya la cabeza” de tanto pensar como ocurre con el ajedrez el otro tomaba el relevo.
La experiencia fue reconfortante, estimulante, fácil y difícil, compleja y al mismo tiempo sencilla. Que su obra fuese un pelotazo editorial les importó un carajo. Haber vivido en una especie de “comunión literaria” durante meses y años les marcó para siempre. Se abrieron al mundo y a su vez bucearon en su interior; viajaron de dentro afuera y de afuera adentro.
Cuando Pablo se quedó nuevamente a solas consigo mismo en el terreno literario (las viejas amistades no se perdieron, sobre todo las auténticas) había crecido mucho. Lleno de empuje y de fuerza se aventuró a viajar por cada espacio en el que hubiera mar u océano, río o cascada para embotellar fragmentos de novela y lanzarlos al agua. Aquellos personajes torturados adquirían una nueva psique y los ambientes claustrofóbicos un horizonte de libertad. Cada folio arrugado parecía flotar (lo hubiera hecho aunque lanzase su botella a un pantano de aguas pestilentes). Nash quedaba muy lejos. Nash ya no le obsesionaba. “Cada uno tiene su tiempo y su lugar y ese tiempo y ese lugar pueden empezar a existir ahora mismo”.

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