Tuvimos una discusión por algo absurdo e insignificante. Malhumorada me encerré en mi despacho. Entonces una imagen de ella, totalmente difuminada, me desbordó la mirada. En realidad habíamos discutido porque me había enamorado.
Era una mujer muy zen y muy yogui, muy espiritual. Yo, descreída, del mundo inmaterial, inasible y fuera de cualquier percepción, no entendía su estilo de vida ni su actitud ante esta existencia tan “agradable”. Ni siquiera me convencían las artes marciales. No eran un método eficaz de defensa personal, sólo pura gimnasia china. Tanta espiritualidad, tanto karma, tanto mantra, tanta energía positiva… ¿Dónde se escondía su cuerpo, su líbido, la necesidad de sentir y de sentirse? Se pasaba el día relajándose (¿no se estresaba de tanto relajarse?).
Seguramente era la única que respondía al modélico ejemplar de terapeuta que requería la Fundación. Los trabajadores de esta institución, “Alma”, en realidad éramos unos farsantes. Todos fumábamos, más de uno vaciaba botellas de alcohol a grandes sorbos o incluso se colocaba fumando caballo o esnifando cocaína. Y sin embargo nos sabíamos de memoria qué frases, qué consejos, qué argumentos servirían para que las personas adictas a cualquier sustancia consiguieran desengancharse. Éramos teatreros y falsos. Representábamos un papel y nuestra máscara no se agrietaba nunca; éramos mentirosos e hipócritas con un nivel de credibilidad muy elevado.
Yo trataba de dejar de fumar todos los días. Lo había probado todo: parches, comprimidos, vapeadores, inhaladores… Nada, el seductor tufo del tabaco me derrotaba siempre. Beber me bebía alguna caña, algún carajillo pero nunca “perfumaba” mi tristeza con litros de alcohol. Sin embargo aquel día lo hice. Por supuesto me abrieron un expediente. Como no tengo vocación de suicida me “suicidé” a medias. Me pedí la baja y tumbada en aquel camastro de una sola plaza soñé con tanto imposible y recreé en mi interior imágenes tan bellas e irreales que “despertar” nuevamente a la vida me pareció demasiado cruel. Necesitaba compartir mi cuerpo, mi “alma”, mis sentidos, mi carne, mi piel, hasta mi última mirada… pero no me atrevía.
Me avergonzaba de mí misma. No podía aceptar esa forma mía de sentir. No me quería, me despreciaba e incluso me autocastigaba. Poco a poco mi lecho se iba convirtiendo en un ataúd, frío como la cámara mortuoria en la que yacen los difuntos antes de convertirse en ceniza.
El primer día que pude salir de casa estuve curioseando en la librería Cálamo. Dudaba, no sabía qué clase de libros me llegarían directos al corazón. Al final me decidí y compré dos libros totalmente diferentes: una antología de relatos taoístas y otro que años atrás había ganado el Premio La Sonrisa Vertical. La novela erótica era pura bazofia (así son algunos libros supuestamente excitantes). Me produjo asco y me repugnó la ingesta de heces y orines. Además había buenas dosis de sadomasoquismo. Aunque mi zona de confort se había convertido en un dolerse continuo no entendía cómo alguien podía disfrutar a latigazo limpio. Y bueno, aquellos cuentos orientales, eran tan inasibles, tan etéreos y volátiles que me dejaron llena de un vacío místico y transcendental.
Pocos días después deposité aquel libro de contenido invisible encima de la mesa de su despacho. En la página de respeto escribí con tinta rosa un simple: “Te amo”. No me atreví o me prohibí a mí misma incluir también mi deseo apasionado. Nunca más me dirigió la palabra. Nunca más traté de acercarme a ella. Me dolía el corazón, me sangraba la carne, mi cuerpo se desmembraba y se quedaba frío y helado… Fumaba, bebía y hasta esnifé alguna raya. Aquel lugar ya no era un lugar para mí, mis sentimientos eran demasiado intensos y la repugnancia que ella sentía hacia mí me resultaba insoportable. Así que hice las maletas. Me trasladaron a un lugar que llevaba su nombre. Todas las ciudades del mundo llevan su nombre. Es doloroso y muy duro amar a quien jamás podrá corresponderte. A veces la sueño, a veces la vivo enredada en mi propio erotismo. No quiero que sea tan sólo aire. Cuando estoy con alguien siempre se interpone ella y cuando llego al orgasmo me vacía tanto placer sin sentido. La veo, soy capaz de verla, aunque no esté a mi lado. Se burla de mí, de mis sentimientos, me insulta, me llama travestida… Ya no puedo soportarlo más. Hoy, decida, me he levantado de la cama para ahorcarme con el flexo de la ducha. Me he resbalado y mi amante se ha despertado sobresaltada. Mientras me ayudaba a levantarme del suelo con la voz rota y casi sollozando me ha gritado: “Me temo que sólo soy una mera sustituta”. Un silencio tenso ha respondido por mí.
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