27 de junio de 2022

Ballet chino


Para ti, Luismi, porque lo sabes todo de mí y a pesar de todo me amas.


Soy china y me llamo Lian. Esta mañana he llevado a mi nieta a la escuela de ballet. Han estudiado sus medidas y sus proporciones y con mala gana nos han respondido que quizá, con el tiempo… Ni su “sí” ni su “no” han sido categóricos así que la he matriculado inmediatamente en el primer curso. Tengo una pequeña paga que compartiré con los sueños de esta niña que se imagina que el Tai Chi es un tipo de danza oriental. Mi hijo hubiera sido un buen bailarín si mi marido (el odioso patriarca) no le hubiera obligado a perpetuar la tradición “familiar”. Tuvo que estudiar acupuntura, medicina oriental, masajes, yoga, zen, yudo… Cuando veía vídeos de danza sus ojos brillaban como luciérnagas en una noche de sombras. Era flexible como un junco. Tenía ya de pequeño una musculatura bastante desarrollada, daba cada vez saltos más grandes, bailaba en el aire como Fred Astaire en el escenario, dibujaba piruetas en el aire y parecía un torbellino arremolinado que no pudiese parar de girar. Cuando caía al suelo, siempre de pie, me dedicaba una de sus elegantes y exquisitas reverencias.
Sin embargo cuando mi marido le obligaba a vestirse con el típico Kimono oriental se veía a sí mismo tan raro y tan ajeno a sí mismo que rompía a llorar. Ese traje no estaba tejido con la textura de su piel. Hasta un día lo pisoteó y cogiendo unas tijeras redujo la fina tela a retajos y jirones que todavía conservo. Mi marido le sometió a un lavado de cerebro integral. Mi pequeño se convirtió primero en un gran luchador y después en un versado maestro de la filosofía taoísta.
Mi nieta (tan sumisa), ante la presión de su padre, ha empezado a rebelarse: “Ni Tai Chi, ni zen, ni nada…”.
“Shui, estudiarás lo mismo que estudié yo, quieras o no quieras. El taoísmo es un estilo de vida…”, “… prohibitivo, ¿no papá? ¿Y mamá? Ganó muchos premios patinando en las pistas de hielo. Seguro que bailaba mientras patinaba. Su pareja era un músico aficionado, estoy convencida de que le entendía mejor que tú”. Cuando habla así, a las claras, sospecho que ya sabe casi toda la verdad, pero no el motivo que precipitó su caída al vacío. Ese hombre ya no es su padre y le importa muy poco saber de su pasado.
No sabe que mi hijo, de niño e incluso de adolescente, tuvo que ocultar que él también deseaba ser bailarín, que se encerraba en su cuarto y bailaba de puntillas. Más de una vez lo he visto imitar a Nuréyev, su gran ídolo. En un viejo baúl que restauré hace ya muchos años están sus mallas, su corpiño y sus zapatillas. Fue uno de los regalos más “tristes” que pude hacerle. Ojalá pudiera tirar sus recuerdos a la basura. Si Shui supiera que desea ser bailarina por pura genética tal vez abandonase su vocación, cogiera unos patines y zigzaguease en el aire sin pisar el hielo nunca más, fuera de órbita, fuera de la Tierra, sin ningún punto de gravedad…
Hoy mi niña ha asistido a su primera clase de ballet. Sus ojos sonreían. Su cara era una sonrisa entera. “¿Por qué no te has quitado el traje de bailarina?”. “Yo bailo en cualquier parte. No necesito subirme a un escenario”. Le recuerdo que dentro de media hora empieza también el nuevo curso de Tai Chi. Arrastrando como una pesada carga el Kimono rosa fosforito ha saludado con desgana a su profesora, Huang, la señora Huang y a sus compañeros de clase que ya han empezado el calentamiento. La señora Huang me detiene en cuanto me ve salir por la puerta. “Mire, esta niña adopta posturas típicas de ballet cuando debería adoptar posturas de ataque o de defensa. No le digo que no sepa ejecutar cada paso de Tai Chi. Incluso destaca entre los demás alumnos, pero cuando me doy la vuelta y la miro de reojo lo transforma todo en un mundo de movimiento lleno de magia”, “Su padre no quiere que sea bailarina”, “Esta niña ya es una bailarina”.
Mi nieta y yo vivimos una doble vida. Como no me dejan asistir a las clases baila para mí. Incluso me invita a ser su pareja. Yo me descalzo e intento alcanzar un equilibrio tan forzado que acabo siempre en el suelo. Ella se ríe. Me gusta que se ría. Cuando algún día tenga que desvelarle el secreto que guardo tal vez caiga en una depresión. Inventé una historia para ocultarle qué desencadenó la muerte violenta de su madre poco después de que ella naciera pero me parece que ya no me cree. Al fin y al cabo es una historia estúpida. “Volverá, un viaje muy largo, tiene una misión importante…”, cosas así.
A mi niña le absorbe tanto el ballet que ha dejado de ir a la escuela. Lo sé porque trata de engañarme. La observo desde el ventanal y en un principio toma la dirección correcta para ir al colegio y después vuelve sobre sus pasos para dirigirse al gimnasio. Se está quedando muy delgada. Quema todo lo que come. Evita hablar de matemáticas, lengua, ciencias sociales…, de todas las asignaturas que tendría que estudiar si asistiese a clase. No quiero reñirle. Soy su cómplice pero es normal que desconfíe de mí. En cualquier momento podría delatarle. Un secreto sólo sigue siendo un secreto si se guarda en el corazón. Además mi hijo sospecha algo. Shui no le ha entregado las notas desde hace meses. Ella se excusa alegando que hay un problema informático. Por supuesto mi hijo no se lo cree. Mi hijo le formula preguntas. No sabe lo que es una ecuación, en qué fecha fue la “Conquista de América” ni en qué año se inventó la imprenta. Tampoco sabe quién escribió la Divina Comedia ni sabe que por mucho que busque en su pobre vocabulario nunca encontrará el sinónimo perfecto de ninguna palabra. Le amenaza.
“Un día de estos llamará el director del colegio y entonces empezaremos a hablar en serio”. Shui no tiene miedo. A Shui no le da miedo nada y menos a ese hombre que hace tiempo que dejó de ser su padre.
Me entristezco porque estoy segura de que Shui preferiría vivir con otra familia. Shui desconoce el verdadero sentido de la palabra libertad, en realidad sólo se siente libre cuando baila. Cómo le brillan los ojos, qué intensidad en la mirada, qué fuerza, qué pasión por bailar y dejar que el aire, el viento, la música del viento la desnude y la meza en sus brazos.
Hoy mi hijo ha llegado a casa más tarde de lo normal. Me ha sorprendido todo, desde su demora hasta descubrir cuáles eran sus verdaderas intenciones. Sabía que al final, a pesar del mutismo y del silencio, Shui averiguaría lo que yo siempre guardé en secreto.
Mi hijo ha dejado tres entradas en el recibidor. Me ha saludado con una sonrisa maliciosa que no he sabido interpretar y ha tomado la mano de Shui como si fuera a esposarla a la suya. No nos hemos vestido de fiesta. Tampoco en nuestros labios se ha esbozado ni la más mínima sonrisa. He imaginado una función sin función, no sé por qué… y Shui, aunque algo absorta a veces caminaba despacio, muy despacio y con los ojos clavados en el suelo. Es mi hijo y le quiero pero seguro que trama algo oscuro y doloroso.
En cuanto ha comenzado la función Shui y yo hemos llorado. Bailarines bufonescos danzando de forma macabra, enanos trepando por la chepa de hombres y mujeres encorvados y desmedidamente deformes, muñecos artificialmente articulados ridiculizando a las grandes estrellas del ballet, gusanos retorciéndose para alcanzar un punto de equilibrio increíble pero terriblemente doloroso…
No lo ha soportado más y Shui, en un arrojo de valentía se ha subido al escenario bailando una danza del todo improvisada. Parecía una mujer madura que conoce todos los secretos del ballet. Ha creado su propia escenografía, ha buscado la posición perfecta del coro, ha bailado con el hombre más deforme y ha conseguido que por un momento olvidase su deformidad… Su visión de la estética era nueva, rompedora, innovadora, como la de quien conoce toda la tradición, se desliga de ella y crea una diferente, única, con un estilo muy personal. Ha transformado la perfección en una imperfección depurada, pulida y profundamente sensitiva y al final, cuando ya todos estábamos expectantes, ha caído en el suelo, de pie. Mientras el público aplaudía entusiasmado y también los intérpretes de aquella “fantasmada” inicial mi Shui se ha arrebullado en el escenario y ha “muerto” como muere un cisne en un lago. Mi hijo se ha quedado helado. Su rostro estaba en tensión, hierático. Sudaba. Sus gotas de sudor (frías) se confundían con sus lágrimas de estalagmita. Se mordía los labios y su cuerpo, pétreo e inmóvil, se iba hundiendo poco a poco en la butaca. Se resquebrajó como si alguien lo apuñalase con una navaja. Me miró y susurró: “Lo sabe todo, no?” “Sí, siempre desconfió de ti. Sabe perfectamente que su madre no te deseaba y que ella es fruto de una violación, la tuya”.
El lago de mi hijo se ha ido cubriendo de moho, de flores marchitas y de podredumbre. Yo sigo con mi nieta, viajando con ella o imaginándomela en cualquier escenario, en cualquier parque, en cualquier lugar del mundo en el que se le permita ser un pez volador. Siempre lleva con ella la única fotografía que pude conseguir de su madre. Antes de salir al escenario besa su rostro de papel y susurra: “Te quiero, mamá”. Creo que ella le ha dado la vuelta a una utopía distópica, la de la palabra libertad y yo también me siento libre a su lado. He tirado la mochila que llevaba cargada en la espalda desde un avión y el océano la ha engullido como si fuera el más repugnante buitre carroñero.

12 de junio de 2022

Peces de colores


Tuvimos una discusión por algo absurdo e insignificante. Malhumorada me encerré en mi despacho. Entonces una imagen de ella, totalmente difuminada, me desbordó la mirada. En realidad habíamos discutido porque me había enamorado.
Era una mujer muy zen y muy yogui, muy espiritual. Yo, descreída, del mundo inmaterial, inasible y fuera de cualquier percepción, no entendía su estilo de vida ni su actitud ante esta existencia tan “agradable”. Ni siquiera me convencían las artes marciales. No eran un método eficaz de defensa personal, sólo pura gimnasia china. Tanta espiritualidad, tanto karma, tanto mantra, tanta energía positiva… ¿Dónde se escondía su cuerpo, su líbido, la necesidad de sentir y de sentirse? Se pasaba el día relajándose (¿no se estresaba de tanto relajarse?).
Seguramente era la única que respondía al modélico ejemplar de terapeuta que requería la Fundación. Los trabajadores de esta institución, “Alma”, en realidad éramos unos farsantes. Todos fumábamos, más de uno vaciaba botellas de alcohol a grandes sorbos o incluso se colocaba fumando caballo o esnifando cocaína. Y sin embargo nos sabíamos de memoria qué frases, qué consejos, qué argumentos servirían para que las personas adictas a cualquier sustancia consiguieran desengancharse. Éramos teatreros y falsos. Representábamos un papel y nuestra máscara no se agrietaba nunca; éramos mentirosos e hipócritas con un nivel de credibilidad muy elevado.
Yo trataba de dejar de fumar todos los días. Lo había probado todo: parches, comprimidos, vapeadores, inhaladores… Nada, el seductor tufo del tabaco me derrotaba siempre. Beber me bebía alguna caña, algún carajillo pero nunca “perfumaba” mi tristeza con litros de alcohol. Sin embargo aquel día lo hice. Por supuesto me abrieron un expediente. Como no tengo vocación de suicida me “suicidé” a medias. Me pedí la baja y tumbada en aquel camastro de una sola plaza soñé con tanto imposible y recreé en mi interior imágenes tan bellas e irreales que “despertar” nuevamente a la vida me pareció demasiado cruel. Necesitaba compartir mi cuerpo, mi “alma”, mis sentidos, mi carne, mi piel, hasta mi última mirada… pero no me atrevía.
Me avergonzaba de mí misma. No podía aceptar esa forma mía de sentir. No me quería, me despreciaba e incluso me autocastigaba. Poco a poco mi lecho se iba convirtiendo en un ataúd, frío como la cámara mortuoria en la que yacen los difuntos antes de convertirse en ceniza.
El primer día que pude salir de casa estuve curioseando en la librería Cálamo. Dudaba, no sabía qué clase de libros me llegarían directos al corazón. Al final me decidí y compré dos libros totalmente diferentes: una antología de relatos taoístas y otro que años atrás había ganado el Premio La Sonrisa Vertical. La novela erótica era pura bazofia (así son algunos libros supuestamente excitantes). Me produjo asco y me repugnó la ingesta de heces y orines. Además había buenas dosis de sadomasoquismo. Aunque mi zona de confort se había convertido en un dolerse continuo no entendía cómo alguien podía disfrutar a latigazo limpio. Y bueno, aquellos cuentos orientales, eran tan inasibles, tan etéreos y volátiles que me dejaron llena de un vacío místico y transcendental.
Pocos días después deposité aquel libro de contenido invisible encima de la mesa de su despacho. En la página de respeto escribí con tinta rosa un simple: “Te amo”. No me atreví o me prohibí a mí misma incluir también mi deseo apasionado. Nunca más me dirigió la palabra. Nunca más traté de acercarme a ella. Me dolía el corazón, me sangraba la carne, mi cuerpo se desmembraba y se quedaba frío y helado… Fumaba, bebía y hasta esnifé alguna raya. Aquel lugar ya no era un lugar para mí, mis sentimientos eran demasiado intensos y la repugnancia que ella sentía hacia mí me resultaba insoportable. Así que hice las maletas. Me trasladaron a un lugar que llevaba su nombre. Todas las ciudades del mundo llevan su nombre. Es doloroso y muy duro amar a quien jamás podrá corresponderte. A veces la sueño, a veces la vivo enredada en mi propio erotismo. No quiero que sea tan sólo aire. Cuando estoy con alguien siempre se interpone ella y cuando llego al orgasmo me vacía tanto placer sin sentido. La veo, soy capaz de verla, aunque no esté a mi lado. Se burla de mí, de mis sentimientos, me insulta, me llama travestida… Ya no puedo soportarlo más. Hoy, decida, me he levantado de la cama para ahorcarme con el flexo de la ducha. Me he resbalado y mi amante se ha despertado sobresaltada. Mientras me ayudaba a levantarme del suelo con la voz rota y casi sollozando me ha gritado: “Me temo que sólo soy una mera sustituta”. Un silencio tenso ha respondido por mí.

6 de junio de 2022

Voz de sirena


A sus veinte añitos llenaba estadios y plazas de toros con su guitarra y su voz de sirena. Nunca persiguió la gloria, nunca pisó cabezas ni saltó de cama en cama. Hubiera preferido pudrirse en una cloaca que vender su “alma”. Aitana escuchaba de niña los discos que compraba su hermano. Los escuchaba en la oscuridad de su cuarto, una habitación pequeña con apenas una cama y una mesilla pero atiborrada de cuadernos con pentagramas y claves de Sol, biografías de cantautores y de cantantes de jazz o de blues, posters y camisetas de grupos de música alternativa que a veces coloreaba ella misma. Su hermano siempre fue su ídolo, su modelo, su maestro. Estaba a punto de firmar su primer contrato cuando apareció muerto en el portal de una casa situada en el Royo. Llevaba una jeringa clavada en la vena. Aitana nunca quiso probar el veneno que mató a su hermano. Ni siquiera bebía chupitos, carajillos o combinados. El sabor del tabaco le repugnaba. Nunca la vio nadie en una casa de apuestas. Era una mujer anticonsumo de ideología comunista.
Cuando rozó la adolescencia dejó que su cuerpo se expresase libremente bailando música desnuda y a oscuras, cimbreando su cuerpo y con un ritmo tan frenético (porque ella era ritmo) que su pelo se llenaba de gotas de sudor. Flechada por Cupido sintió el dolor de amar a quien probablemente no podría corresponderle nunca. Aquel chico se llamaba Ray (el nombre de Raimundo le horrorizaba y además también era su nombre de bandera). Ray era chapero. Lo veía a menudo flirteando con viejos que devoraban su cuerpo sin buscar nada que no fuera carne “fresca”. La esencia íntima de Raimundo estaba encerrada en una cajita de cristal, vulnerable pero opaca. Ray se “vendía” no sólo porque necesitase ganar dinero rápido sino porque despreciaba el sexo con amor, la complicidad y la afinidad de los cuerpos entrelazados, darse, entregarse en plena desnudez y por entero para sufrir después la pérdida, el desamor o la distancia… No era guapo ni atractivo, incluso a algunos maricas maduros les repugnaba su piel color chocolate pero tenía arte y pericia en el oficio de “amar”. Algunas de las letras que cantaba Aitana las componía él, rapero empedernido. También decoraba los escenarios con sus grafitis y con versos de Baudelaire o de Oscar Wilde (parecían letras de imprenta, especialmente las que dibujaba con caligrafía gótica, inglesa o redondilla). Ray sí que se “metía” aunque sólo porros y cerveza. Le gustaba el aroma perfumado de los porros y el espumeante sabor de la cerveza mezclada con jarabe de limón.
Cuando en los conciertos de Aitana aprovechaba para encontrar al hombre apropiado la voz de la solista sonaba agria y amarga, profunda y desgarrada. A veces ella lo deseaba tanto que pensaba en pagarle por un polvo. Pero no, Aitana no quería atrapar entre sus piernas aquel hermoso cuerpo que estaba íntimamente ligado a un corazón hermoso, aunque escéptico y desengañado prematuramente o más bien precavido y desconfiado. Además Ray no quería enamorarse. Quizá por eso se acostaba sólo con hombres. Incluso Aitana le dio la oportunidad de interpretar un vídeo clip (se lo hubiera dado todo) pero Ray nunca quiso interpretar ningún papel, ni en la vida ni en la ficción.
Aitana se retiró un tiempo de los escenarios cuando Ray encontró pareja alquilando vídeos, discos y antologías poéticas en la biblioteca de Doctor Cerrada. No fue una decisión exagerada ni drástica. Su voz se ahogaba si pretendía entonar una melodía y no podía componer ni siquiera versos de olvido o de despedida (pura catarsis). Se mantuvo a salvo de los tentáculos que tienden las drogas a las personas que sufren por un motivo u otro. Su hermano era su ángel de la guarda. Desde su inmensa nada le advertía que podía vivir su oquedad en la tierra. No se enamoró de una niña pija, ni jipi, ni burguesa, ni revolucionaria, ni aristocrática, fina y elegante o vulgar, soez y empobrecida… Aquella mujer era una mujer neutra. Vestía bien y tenía cierto porte sólo porque trabajaba de procuradora en un bufete de abogados. No tenía aficiones ni pasiones. Le faltaba azúcar y cafeína. Ni estaba aliñada con aceite ni con vinagre. No olía a flores ni a animales de compañía. Entre la montaña y la playa prefería quedarse en casa. Si visitaba la biblioteca era para documentarse en derecho. No era frágil ni sensible, tampoco dura y fuerte. En realidad aquella mujer sólo tenía una virtud o algo que la definía: una rectitud moral intachable. A su lado Ray empezó sintiéndose mal. Al fin y al cabo él era un chapero y un dibujante de letras e imágenes subversivas. Después creyó en el credo de Lidia, en aquel credo frío, rígido, inflexible e inquebrantable… Estaba claro que Ray había empezado a sentirse mal cabalgando a viejos proxenetas que disfrutaban de su juventud. Se había vendido y no le quedaba ya nada que pudiera llamar suyo. Lidia tenía la apariencia de una monja en plena catequesis enseñándole el camino, la luz y la vida. No se atrevía a desvelarle su pasado. Aquella mujer era su novia, sí, pero también su guía, su gurú, la líder espiritual que necesitaba. Sin embargo, en la intimidad, aunque él se entregase por completo y tratase de que ella sintiese un placer ilimitado parecía que Lidia tuviese siempre demasiada prisa y quisiese acabar lo antes posible. No se demoraba en el juego amoroso ni en las caricias ni en los besos. El coito y punto.
Lidia también trabajaba como voluntaria en una residencia de ancianos. Trataba a los “abuelos” con cierto desdén pero les ayudaba a realizar ejercicios de memoria y de psicomotricidad. Cuando una tarde Ray la acompañó a la cárcel de los hombres y mujeres seniles un anciano empezó a reírse y a burlarse de la estúpida inocencia de Lidia. “¿No me digas que es tu pareja? Está muy usado pero aún te dará gustirrín… ¿Así que en realidad te ponían las mujeres? Búscatelas menos severas. Ésta nos azuza con el látigo”. Lidia se mareó al imaginar a aquel hombre de apariencia respetuosa, correcta y educada hundido en el lodo de la prostitución y, además, en un principio, por puro esnobismo, por sacarse unos cuartos. A grito pelado y con Dios por bandera Lidia lo expulsó del templo de su vida.
Sin saberlo Aitana y Ray compartían la misma depresión. Prácticamente no se levantaban de la cama, comían mucho o casi nada, no les estimulaba ningún sueño, su casa estaba llena de polvo, revuelta, sucia y tan desordenada como su propia mente, les vencía la abulia y la apatía, no querían tomar psicofármacos (el dolor hay que sentirlo, no sedarlo ni narcotizarlo), lloraban, hundían su cabeza en la almohada, añoraban lo que no tuvieron o echaban de menos todo aquello que creyeron tener… A veces Aitana sintonizaba la radio para escuchar música ligada a la enfermedad, a la locura y a la creatividad… También Ray lo hacía, pero buscaba más bien noticias de actualidad no sólo musical sino sobre cualquier espectáculo artístico. Fue entonces cuando Ray se enteró de que Aitana se había retirado por un tiempo de los escenarios y de que ese tiempo se estaba demorando. Por simpatía o por un viejo cariño Ray trató de ponerse en contacto con ella. “¿Por qué ya no suena tu voz de sirena que nada valiente y decidida entre tanto tiburón que llena de sangre las aguas saladas del mar y del océano? Y esa vieja guitarra que yo mismo pintarrajeé, ¿por qué no tañe ni siquiera un sonido bajito y prácticamente callado?”. “¿Y tú me lo preguntas? Tú que fuiste mi aliento y mi inspiración. Pude soportar que te acostases con viejos babosos que sólo deseaban poseer tu cuerpo pero aquella mujer te enamoró por entero. Cuelgo ya. Te he contado demasiado…”. Ray tuvo un subidón de adrenalina. “Espera, me habías reservado un papel para un vídeo clip. Quiero interpretarlo. No hay mayor mentiroso que el que no miente. Representar un papel sólo engaña al espectador. Para uno mismo es una prolongación de su “yo”. La realidad más real es la que es del todo irreal…”.
En aquel vídeo clip que dio la vuelta al mundo Ray buscaba motivos para vivir. Representaba a un cantante en decadencia que había vuelto a la vida después de una sobredosis de heroína. Paseando por las calles de la periferia entonaba las canciones más “cañeras” del mundo de la música. Niños asiáticos con mocos en la nariz, mujeres maltratadas con heridas en el “alma”, ancianos llenos de llagas… levantaban las persianas de sus guarichos para oírle y verle cantar. “Quitaros vuestras mordazas y desatad vuestras cadenas, no es un sueño, no es una utopía, es la voz de la rebelión…”. A continuación Beethoven y su Himno de la alegría sonaba en el Congreso de los Diputados, en el Ministerio de Hacienda, de Justicia y en todos los Ministerios inútiles. Mientras Miguel Ríos cantaba “Escucha hermano…” diputados, senadores, ejecutivos, yuppies, trabajadores y usuarios de la burocracia se daban de hostias. Una cámara de vídeo los estaba grabando. Al descubrirla se atusaban el pelo, se alisaban el traje, sonreían y estrechaban sus manos, manos que sólo sabían golpear y que no habían acariciado nunca la piel o el tejido que envuelve el corazón de los hombres. Manos como tijereas, como garfios, como pinzas, como arma blanca… Manos que rajan y que lo llenan todo de aristas. Manos que nunca podrán escribir los versos que les dicte su fantasía (en realidad carecen de ella) ni pintar óleos ni tallar la madera o darle forma a la arcilla o hacer sonar las teclas de un piano… Sus manos son los muñones de un ser que tiene el “alma” amputada. Hasta la textura de una mano ortopédica desprendería más calor que sus guantes de boxeo. No saben vivir sin manosearlo y sobarlo todo. Su gran afición: contar billetes. Su grave error: pensar que el arte se escribe con minúsculas.