Tiene los ojos gastados de tanto leer. Su mirada no se dirige hacia nada ni hacia nadie que no sea un libro. Por eso el auxiliar le puede observar todo lo que quiera. Le gustaría saber qué libro está leyéndose en este momento, porque, cuando se incorpora, sus pupilas se dilatan tanto que parece que haya descubierto un mundo nuevo, por estrenar. Luego se enrojecen y una lágrima se desliza huidiza y fugitiva. No le guarda rencor. Samuel sabe que el que odia no puede ser feliz. Es un sentimiento que roe, que carcome, que llena de sombras la realidad. Esteban devuelve el libro casi avergonzado, como si sus pensamientos flotasen en el aire y todo el mundo pudiera leerlos. Samuel puede leer el título de la obra. Podría incluso leérsela pero la literatura está viva y es el lector el que la recrea y la concluye con su propia interpretación.
Cuando llega a casa Esteban se deja caer en un sillón. Las paredes están cubiertas de estanterías llenas de libros. Fue maestro de ajedrez durante toda su vida. Para él no era un juego de guerra, era un danzar de piezas sobre el tablero. Sin embargo su corazón era el de un poeta trágico, el de un poeta del desengaño. No veía la televisión ni escuchaba música; todo lo que necesitaba saber y sentir estaba condensado en los libros.
Nunca creyó que el azar le sorprendería y menos en forma de libro. Aquel día no era un día cualquiera pero él no lo sabía. Era diecinueve de marzo. El cartero llamó a su puerta y le entregó un paquete. Era un libro. El último libro que se había leído en la biblioteca. En la página de respeto se podía leer una simple dedicatoria: “Felicidades, papá”.
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