22 de marzo de 2022

Sin libertad


Dicen que he perdido la memoria, que confundo a una persona con otra, que sólo puedo percibir jirones deshilvanados de una realidad confusa. Vivo en el pasado, como todos los ancianos, porque no hay un mañana que me aguarde. Ni siquiera me importa ese “presente” que en realidad no existe. Ya no puedo construir nada nuevo, sólo puedo ser la eterna repetición de mí misma, una mujer que piensa siempre lo mismo, que habla siempre de lo mismo, que se comporta igual que siempre. Quizá hubiera podido reinventarme si dispusiese de algo de libertad pero aquí, enjaulada en esta cárcel, me resulta imposible. Mis horas se van quemando sin nada que les pueda dar sentido. Dicen que mi deterioro será progresivo y que pronto olvidaré hasta mi propio nombre. Sigo pensando que las pastillas tienen la culpa. Tantos años ingiriendo fármacos psiquiátricos me han impedido concentrarme y ahora todo es pura dispersión. Él ya lo sabía, “Estoy haciendo todo lo posible para que tu hermana no te incapacite. Te encerrará en una clínica y tirará la llave al mar”. Cierro los ojos, aún puedo ver su cara. Tenía los labios carnosos y abultados como los de un hombre negro pero su belleza era más bien una belleza nórdica, de mirada verde y pelo rubio. Siempre lo admiré. Podía comprenderlo todo. Su enfermedad le limitaba cada vez más pero pocas veces se quejó de su mala suerte. No le gustaba la gente, era bastante insociable pero no le importaba, para él no suponía ningún problema. Se comportaba de forma fría y distante. Siempre lo achacó a un trauma infantil. Sus mejores amigos le pegaron una paliza. La violencia nunca está justificada pero ellos lo hicieron sin más motivación que la de satisfacer el placer que les proporcionaba el dolor ajeno. Conmigo nunca se comportó así. Nuestra única barrera fue el silencio. Yo necesitaba palabras. También era abúlico y apático. Sólo su profesión le estimulaba. A menudo se quedaba dormido, incluso en medio de una reunión de “amigos”. La gente le aburría. Las grandes ideas le seducían, no los rudimentos de la vida cotidiana. Siempre quise “marcharme” antes que él, para no tener que soportar su ausencia. Cada día que pasa aumenta el dolor de la pérdida y yo me voy perdiendo cada vez más a mí misma. Me escabullo de todas las actividades del centro, incluso me escondo en algún lugar que nadie transita en ese momento. Luego me preguntan y me encojo de hombros. No pueden pedirme explicaciones. Al fin y al cabo estoy “demenciada”. Mientras que a mis compañeros los adiestran yo lleno mi cuaderno de palabras que no sabía que anidaban en mí, palabras que expresan odio, rabia, impotencia… También dibujo. No son más que trazos que bajo el disfraz del surrealismo parece que expresen algo pero en realidad son sólo rayujos, manchas, tinta emborronada… Si lo hago es porque él siempre se entretenía adornando su caligrafía, pintando naturalezas muertas sin más color que el de su rotulador Pilot, reproduciendo espacios abiertos o cerrados… Hubiera estado bien conservar aquellas cuartillas en las que él esbozaba una imagen pero a menudo no le damos valor a lo que en un futuro echaremos de menos. Nunca conseguí que retratase a nadie. Estaba claro que el ser humano o inhumano le importaba un bledo y a mí desde hace mucho tiempo también. Hace semanas que planeo fugarme. Tendré que irme muy lejos ya que me han privado del poder de decidir por mí misma, de elegir y hasta de ser. Esta noche, mientras todos duermen, yo estaré en el cementerio junto a él. Robaré flores y las derramaré en su tumba. Sonreiré esbozando una mueca amarga. Si existieran los fantasmas no podrían asustarme. A mí no me dan miedo los muertos. A mí me dan miedo los vivos.

Mi hija


Amo a mi hija, no como un padre querría a la suya sino como una abyecta bestia negra. No, nunca la he tocado. Es más, jamás me acerco a ella demasiado, ni siquiera cuando insiste en que juguemos con sus muñecos o en que salgamos de casa para montar en bici o para balancearse en un columpio. Se pone triste pero su cercanía aumenta mi deseo. No puedo hacerle daño, un daño que sería irreparable, que la traumatizaría para siempre y que destruiría su vida sexual. A menudo me miro al espejo y le escupo a mi propia imagen. “Soy un cerdo”, me digo, “¿Por qué me ocurre esto?” Cuando mi deseo aumenta tanto que casi no puedo contenerme eyaculo en la taza del váter o me voy de casa. Entonces cojo el coche y aprieto el acelerador. Quiero morirme pero el instinto de supervivencia me detiene cuando estoy a punto de tirarme por un barranco o de chocarme contra un muro. Creo que mi mujer lo sabe. Me mira a los ojos con asco y con toda la repugnancia que se le puede tener a un padre así. Cada vez me voy alejando más y más de mi pequeña. Ni siquiera cuando interpretan una obra de teatro en el colegio o dan un pequeño concierto con flauta y guitarra voy a verla. Hoy han organizado una Olimpiada cultural en la escuela y como siempre me he quedado en casa. Al llegar a casa ha arrojado la cartera encima del sofá y me ha preguntado: “¿Qué clase de padre eres tú?” Me he puesto en pie y le he respondido tartamudeando y con el aliento entrecortado: “El peor que podrías tener”. Luego he huido como un fugitivo. Me he subido al primer tren sin importarme adónde me llevaría. Cuando he entrado en el primer vagón que estaba vacío he llorado nuevamente, como cuando me encerraba en un cuarto oscuro para que nadie me viese llorar. Mis lágrimas estaban llenas de amargura pero también de rabia dirigida a mí mismo. ¡Cuánto me odio! Mi “alma” está podrida y mi corazón envenenado. Después me he consolado como he podido. No le faltará de nada, me encargaré de su manutención, será feliz sin mí, no tendrá como padre a un maníaco que abuse de ella, quizá mi mujer encuentre a alguien que ocupe mi lugar, no sé, en cualquier caso no podrá echar de menos a una persona que nunca estuvo a su lado aunque tuviera que hacerlo para protegerla de ella.
De lejos he seguido su trayectoria. Tras una breve y meteórica carrera ha conseguido convertirse en vocalista de un grupo musical que está entre los primeros de la lista. Dicen que su voz es como la de Amy Winehouse, la voz de una mujer negra ya madura. Además su música no es una música fácil, popera y con letras comerciales. Su música es música de jazz, de blues o de soul. Ella escribe las canciones (son casi poemas). Quería verla. Quería oírla cantar. Quería asistir a un espectáculo único para mí. He ido al concierto pero me he tenido que marchar. Mi hija me había dedicado una canción. Era triste pero muy hermosa. No había ni rastro de odio en ella. Me echaba de menos, me quería a pesar de todo, sabía por qué la había abandonado y consideraba que había tomado una decisión que nos separaría para siempre pero que, sin embargo, era una verdadera y auténtica muestra de amor.

El capricho del azar


Tiene los ojos gastados de tanto leer. Su mirada no se dirige hacia nada ni hacia nadie que no sea un libro. Por eso el auxiliar le puede observar todo lo que quiera. Le gustaría saber qué libro está leyéndose en este momento, porque, cuando se incorpora, sus pupilas se dilatan tanto que parece que haya descubierto un mundo nuevo, por estrenar. Luego se enrojecen y una lágrima se desliza huidiza y fugitiva. No le guarda rencor. Samuel sabe que el que odia no puede ser feliz. Es un sentimiento que roe, que carcome, que llena de sombras la realidad. Esteban devuelve el libro casi avergonzado, como si sus pensamientos flotasen en el aire y todo el mundo pudiera leerlos. Samuel puede leer el título de la obra. Podría incluso leérsela pero la literatura está viva y es el lector el que la recrea y la concluye con su propia interpretación.
Cuando llega a casa Esteban se deja caer en un sillón. Las paredes están cubiertas de estanterías llenas de libros. Fue maestro de ajedrez durante toda su vida. Para él no era un juego de guerra, era un danzar de piezas sobre el tablero. Sin embargo su corazón era el de un poeta trágico, el de un poeta del desengaño. No veía la televisión ni escuchaba música; todo lo que necesitaba saber y sentir estaba condensado en los libros.
Nunca creyó que el azar le sorprendería y menos en forma de libro. Aquel día no era un día cualquiera pero él no lo sabía. Era diecinueve de marzo. El cartero llamó a su puerta y le entregó un paquete. Era un libro. El último libro que se había leído en la biblioteca. En la página de respeto se podía leer una simple dedicatoria: “Felicidades, papá”.

La ausencia


No puedo dormir. Siento que se me enfría el “alma”. Mi pareja ha dado positivo. Yo no me he contagiado. Me pregunto qué sinsentido es éste. Él duerme plácidamente mientras yo le doy vueltas a la cabeza sin llegar a ninguna parte. Estábamos a punto de divorciarnos. No tenía ninguna amante ni discutíamos ni había fricciones entre nosotros. Sin embargo llevaba meses sin besarme y, aunque al principio yo busqué sus labios, dejé de tratar de robarle una caricia, un abrazo, un “Te quiero”. Parecía estar triste y yo deseaba que compartiese conmigo su tristeza, pero él no podía ni quería hacerlo. Ahora la situación ha cambiado. Me necesita. Sin embargo no quiere pedirme nada. Permanece recluido en el dormitorio, tumbado en la cama, entre aquellas sábanas en las que tantas veces nos amamos. Todos los días le preparo el desayuno y al cabo de media hora lo retiro intacto. Pruebo con el almuerzo, la comida, la cena, ni siquiera agua… nada. Le hablo, le formulo preguntas elevando el tono de voz. Ni siquiera contesta. Le lanzo algún reto para que juguemos al ajedrez de manera virtual, espero y no hay respuesta. Pongo música, nuestra música, nuestra canción y tampoco reacciona.
Decido entrar en la habitación. La cama está vacía. Empiezo a marearme, incluso siento náuseas. No entiendo nada. ¿Se marchó sin decirme nada? ¿Cuándo me abandonó? ¿Ayer, hace una semana? No recuerdo nada. ¿Todo ha sido un delirio? ¿Una alucinación? Grito, aúllo en esta noche sin luna. Trato de recomponerme. Sí. Me seguiré mintiendo. Ahora es el momento adecuado. Salgo del dormitorio y como si él estuviese todavía allí sigo llevándole comida, agua, zumo, café… Sé que todo esto es ridículo, absurdo, pero ni hoy ni nunca pretendí ser una persona con el corazón de hielo. Eso es peor que estar muerto.