18 de diciembre de 2021

Don Quijote en la quinta planta


—¡Señor, despierte!
—¿Cómo osas interrumpir mi descanso? ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
—He de contarle cosas misteriosas, señor. Parece ser que no viajamos en un carro del que tiren alados corceles sino en un demoníaco artilugio que en vez de relinchar escupe bocanadas de humo. Estamos atrapados. Aquí no hay cortinas ni visillos. Sólo he oído una voz. Era ronca y un tanto arisca. ¡Nos van a vender, mi señor! ¡Nos van a vender!
—¡Qué atrevimiento, amigo Sancho! ¡El alma de un caballero nunca se vende!
Don Quijote, con los ojos cegados de oscuridad, no comprende cómo puede haber una noche tan cerrada. Sancho tiembla a su lado apretando los dientes, asustado y presa del pánico. El vehículo en el que viajan avanza rápido zarandeando sus cuerpos de un lado a otro. Escuchan un ruido atronador que Don Quijote cree fruto de una lucha que se bate con armas infernales. Sancho intenta encontrar un quinqué o una vela entre montones de hojas de papel mientras Don Quijote hace terribles esfuerzos para levantarse y ponerse en pie. Sancho está convencido de que ha llegado el fin del mundo. Don Quijote tantea las puertas de chapa y asegura que se encuentran en una cueva cavernosa en la que habita un monstruo con dientes de acero. Un potente frenazo les empuja primero hacia delante y luego hacia atrás. Se oye algarabía, bocinazos, chiquillos que corretean, bullicio de pasos y de voces. Sancho distingue en medio de la oscuridad una mano gruesa y peluda. Pregunta: “¿Qué hacemos, mi señor?” Don Quijote trata de resolver la situación con aplomo pero la voz le tiembla y su corazón late frenético mientras escucha un zumbido en la cabeza. Apenas abre la boca para sugerirle a Sancho que se escondan bajo ese lecho de hojas de papel: “Si te preguntan, Sancho, responde siempre que vivimos dentro de un libro de cuyo título no puedes acordarte”.
Don Quijote y Sancho viajan dentro de una edición de lujo por las grandes avenidas de todas las ciudades. Un simple ejemplar de bolsillo sube en el ascensor de la quinta planta del Royo Villanova. Una estantería vieja y destartalada es su nuevo hogar.

El corredor de la muerte


Me suda la garganta en el corredor de la muerte. Cierro los ojos y una lluvia de recuerdos ácidos que mi memoria me muestra con toda su crudeza, sin mentirme más de lo que puede mentir ese olvido que nunca llega, cae tormentosamente sobre mi cabeza sin que pueda centrarme en nada. Mientras, una gota de agua que no cesa de estrellarse contra mi frente me tortura psicológicamente. Así no puedo pensar con claridad y los recuerdos poco a poco se van volviendo más dispersos. Ni siquiera puedo ordenarlos cronológicamente ni darles unidad ni coherencia. Tan sólo me llegan ráfagas deslavazadas de aquel pasado en el que mi vida se paró y mi corazón empezó a latir en dirección contraria a las agujas del reloj (llegó la cuenta atrás). Ahora, ayer, mañana…, ya no sé, constantemente tal vez, me siento atrapado en un infierno en el que las llamas en vez de adoptar forma de lenguas de fuego son líquidas y acuosas pero igualmente dañinas. El goteo constante que emana del techo me impide disfrutar de un segundo de paz interior antes de morir. Me estoy ahogando en lágrimas o en un charco de lodo y estiércol. Tengo sed y no puedo humedecer mi boca. Mis labios se agrietan y mi lengua es ya una lengua de trapo. Y mi piel, negra piel de hombre negro, está más arrugada que la de un anciano al que la vida ha ido engullendo poco a poco en su vientre de buitre carroñero. Cierro los ojos e imagino que estoy en otro lugar, que esta muerte no tiene nada que ver conmigo, que incluso moriré de viejo y que nada volverá a separarme de mi hijo. Si no fuera negro y mis antepasados no hubiesen sido vendidos como esclavos, si hubieran sido tal vez negreros o hubieran traficado con la carne de mujeres y niños, mañana, cuando despuntase el alba con sus brillos violáceos, nadie como yo, un sicario negro contratado por un blanco presuntamente inocente que en realidad ha comprado no sólo su vida sino también su libertad, dejaría de ser torturado para ser ejecutado a continuación en la silla eléctrica. Negro es mi color y negros eran el frac, la chistera y los zapatos del hombre que siempre tenía “trabajo” para mí. Mi color es elegante cuando viste a un hombre blanco, no cuando alude a nuestra carne; para los blancos es carne podrida, fétida y putrefacta. También mi color se utiliza para referirse a los escombros y a la basura que amontonan los seres de piel albina y ojos y pelo claros o a los claroscuros forzados que sugieren negrura y tinieblas en los lienzos y en la vida o a esa noche negra y cavernosa en la que ni siquiera hay brillos ni reflejos.

Los ojos de mi perro


Si no hubiera sido por ese perro hoy mismo habría decidido morir. Negros presagios hurgaban mi mente desde que sonaron las últimas campanadas de la medianoche. Aun así decidí salir de casa, triste, trémula, asustada, como en casi todos esos instantes, aciagos e infelices, que constituían la mayor parte de mi vida.
Las farolas lucían todavía a medio gas. Parecía que al alba le costase amanecer. Yo deseaba bañarme en ella, mojar mis ojos apagados en esa lluvia húmeda de destellos violáceos. Los transeúntes parecían sonámbulos que no hubieran despertado aún del sueño, con la mirada emborronada de bruma, aire fantasmal y el cuerpo embutido en sus largos abrigos con capucha. Algunos, más despiertos, compraban churros y chocolate en el puesto de la esquina, bajaban las calles deprisa, apurando el paso, y después de un corto recorrido, giraban bruscamente sobre sus pies para escabullirse por cualquier callejón angosto que les protegiese del viento y de la niebla. Sin embargo, y aunque era capaz de intuir entre las sombras destellos de realidad, yo veía la ciudad entera (con los ojos del subconsciente) como una enorme necrópolis. Cuerpos sin calor, con el aliento convertido en vapor frío, los miembros rígidos, la piel agrietada y amarillenta, los huesos retorcidos, los rasgos de la cara afilados como cuchillas, hundidos los pómulos y la carne y un intenso y pestilente olor a putrefacción que abría el apetito de las ratas y de las aves carroñeras. Para despertar de mis visiones alucinógenas (pues nadaba, o más bien naufragaba, entre dos mundos: el real y el imaginario, presa de delirios), reflexionaba como aquel matemático genial que enfermó de esquizofrenia: “Una cosa es lo que ven tus ojos y otra cosa es lo que ven los ojos de tu enfermedad” y otra vez volvía a percibir el trasiego lento y moroso de gentes somnolientas que arrastraban su cuerpo por las calles y avenidas de una ciudad sin luz, dormida todavía. Cuando el autobús cruzó la avenida de César Augusto como un bucanero en medio de la noche subí maquinalmente la escalerilla y me senté en uno de los primeros asientos. Antes de que zarpase pude dirigir aún una última mirada a la estatua y a las ruinas romanas. En la parte trasera del autobús unos adolescentes armaban follón gritando a voces que tal o cual persona era muy puta o muy cabrona, agitando sus bolsas con bebidas y escupiendo salivazos en la ventanilla. Era la resaca del fin de semana. “El mundo no ha cambiado mucho...”, pensé, intercambiando una mirada fugaz con los ojos pétreos y fríos de Augusto: “...pan y circo.” Y a medida que el autobús atravesaba la ciudad dirigiéndose hacia las últimas naves de los polígonos industriales traté en vano de mantener fija mi atención en el trayecto y en los saetazos de mi reloj de pulsera. No quería bajarme otra vez en una parada equivocada o dejar pasar la mía como tantos otros días, ausente y abstraída, imaginando o recordando, perdida en ese mundo mío tan aparte, lejano y escondido. Y sin embargo volvió a ocurrir. Primero una imagen fugaz del cuadro que había estado retocando a última hora: la mujer atrapada en el lienzo, después aquella noche de tiniebla y borrasca con sus horas de insomnio y de duermevela. Me había acostado temprano pero no me sirvió de nada. Visiones monstruosas se agolpaban tras los ojos cerrados. Entraba en la cadena de mis pesadillas habituales con aquellas primeras alucinaciones que según Freud preceden al sueño (o son ya parte de él). A pesar de estar dormida o casi dormida sentía cómo mi cuerpo bullía agitado y convulso. Sentía frío en al nuca. Mi cabeza había chorreado en la almohada multitud de gotas de sudor helado. Mi respiración era anhelosa, fatigada. Entre cabezada y cabezada podía ver el cuerpo sin hacer (de joven e inmaduro) de mi hermana precipitándose en el vacío, aplastado en la calzada o envuelto en un charco de sangre y de vísceras. La carne abierta y rota dejaba entrever un corazón todavía palpitante y una cabeza, mente o pensamiento, dormidos para siempre. Había dejado una sonrisa, ni rígida ni etrusca en sus labios inertes. Era una sonrisa plácida, feliz, entregada tal vez a la dicha de las imágenes paradisíacas que su cerebro, falto de oxígeno, fabricó para ella. Para ella y para endulzar su muerte. Cuando mis ojos parpadeaban y lograba estirar los brazos para tocar aquel espejismo nocturno aparecía papá, ya anciano, sentado en su mecedora, fumando de la pipa, escribiendo palabras de humo en la atmósfera congestionada del salón, dejando caer virutas de hoja quemada sobre la alfombra. Y luego la caja, negra brillante, son su crucifijo de plata y su inscripción tallada en la madera, con trazos firmes, con su propia caligrafía, en redondilla. Una inscripción en la que se leía: “Prefería que hubieras muerto tú en vez de tu hermana.” Y ahora los dos, uno detrás de otro, uno cubriéndole los ojos al otro con la palma de las manos, uno superpuesto en el otro, emborronándolo, difuminándolo, para acabar desapareciendo los dos entre hilachos de niebla espesa y cuajada. Y por último sólo un paisaje en blanco, con nubes de polvo níveo, como nieve derretida y al fondo un abismo, mi abismo, la tierra abierta, un precipicio y mi propia caída.

30 de agosto de 2021

Ciudadano Freud



Ciudadano Freud, como su propio nombre indica, alude al mundo del cine, del teatro y de cualquier forma de interpretación y al mundo de la psiquiatría. Esta disciplina será cuestionada, criticada e incluso parodiada por su falta de rigor científico, por su ineficacia y por el trato deshumanizado y falto de sensibilidad que recibe el paciente. También se verá cómo transcurre la vida de los enfermos cuando son recluidos en el hospital. No sólo carecen de libertad, sino que, en ocasiones, sufren el maltrato de sus propios compañeros que se comportan de forma cruel y dominante sin que su patología tenga nada que ver. Son los rasgos de su propia personalidad los que determinan su forma de pensar, de sentir y de actuar. Esta historia pretende combatir el rechazo y la exclusión social que el enfermo mental o el “loco” sufre por parte de una sociedad llena de prejuicios y de ideas preconcebidas.
Nuria, la protagonista y una de las voces narrativas, rompe con este estereotipo. Condicionada genéticamente por la herencia de sus padres que mantienen una relación incestuosa y por el maltrato que sufren ella y su hermana encontrará desde muy niña su tabla de salvación interpretando personajes de muy diversa índole pero sobre todo de figuras del mundo literario y artístico. Ese talento innato le permitirá superar las circunstancias que le asfixian y que le ahogan aunque la enfermedad le obligue a alejarse del mundo del espectáculo durante mucho tiempo. Los personajes que representa se rebelan contra ella queriendo cobrar vida propia. Además le intimidan y le insultan. Es en ese momento cuando le arrebatan a su hijo y comienza su infatigable lucha por recuperarlo aunque el desenlace final sea la renuncia. Este texto dirige una mirada crítica y de denuncia a los centros especiales de empleo y a todas las fundaciones que utilizan al discapacitado como pretexto para obtener su beneficio económico manipulándole y haciéndole creer que su única salida es la de renunciar a sus ilusiones e inquietudes para convertirse en mano de obra barata.
En una de estas organizaciones Nuria conocerá a verdaderos creadores, intelectuales y personas con una vocación definida que no se resignaran a dejar de ser ellos mismos para convertirse en masa “deforme” pero “útil”. Nuria nunca renunciará a su vocación artística aunque tenga que escribir ella misma los diálogos y representar papeles en medio de la calle ante la incomprensión y la burla de muchos de los transeúntes. Precisamente en el viaje que realiza a Granada buscando a su hijo Nuria tratará de despertar el interés de los viandantes con su recreación personal de Federico García Lorca. Tras esta experiencia Nuria recobrará la lucidez y su vida se llenará de nuevos sentidos.
Paralelamente a la narración de Nuria hay una segunda voz narrativa, la de Álvaro de Zúñiga, un personaje débil mentalmente que, disfrutando de una cómoda situación económica y con un ego desmesurado, se erige en censor de la narración de Nuria. Este personaje a medida que se va adentrando en la historia que nos cuenta la actriz queda atrapado en ella y en su delirio acaba confundiendo la realidad con la ficción. Cuando tiene que renunciar a su confortable vida su ingenio se despierta y se convierte en un pícaro. Su mirada llena de sarcasmo y de ironía es el contrapunto humorístico de la novela que nos muestra el lado risible de la vida.

2 de abril de 2021

Mamá se pinta las uñas


Mamá se pinta las uñas de un rojo mate. No le gusta que brillen demasiado. Después, con una brocha, trata de ocultar el color sonrosado de su rostro. En su época las mujeres tenían que tener la piel completamente nívea, ahora el canon de belleza ha cambiado y se llevan las mujeres de piel con el tono ligeramente tostado (sin pasarse que nunca estuvo de moda ser negra o mulata). Con su barra de labios se dibuja una sonrisa rosada, los mueve hacia adentro y hacia fuera para que se rocíen bien del brillo del carmín y se niega a utilizar ralla y rímel. En el pueblo le decían que tenía los ojos de pulga pedorra así que busca inútilmente en el cajón de la mesilla unas gafas de sol para ocultar esos ojos que me miran desde un ayer lejano. Enseguida se olvida y abre el armario: «¿Dónde están mis zapatos de tacón de aguja? ¿Y el vestido de palas? Hija, la chaqueta calada, me la tengo que poner por encima, mira qué pechos, son tan abultados y redondos que me da vergüenza ir sin chaqueta, aunque sea agosto y me muera de calor. Mi madre siempre está con que parezco un ama de cría y las monjas, esas brujas, aún me acomplejan más desabotonándome el cinturón del uniforme, para que no se me marquen tanto. Qué cuerpo tan raro. Los chicos, los guapos, lo que digan los feos poco me importa, comparan mi cintura con la de una avispa. ¿Las avispas tienen cintura? Tú, tú que has estudiado, dímelo. ¿Te encoges de hombros? Pues aún sabes menos que yo. Mi cuerpo está redondito, sí, viejito pero redondo. Con la de hambre que estamos pasando…, y la de enfermedades… Y, chica, yo no sé, pero yo, serán cosas mías, veo a la gente tan esmirriada que me da mucha pena… El otro día, sentada en la plaza, vi a una chica tan arguellada que le ofrecí un pastel y me miró como si le hubiera insultado… ¿Tú crees que le pude ofender? Yo con un pastel soy feliz. Mira que le pido poco a la vida. Mi madre me decía siempre: “Que no te engañe la vida, hija mía, si te puedes dar un capricho, dátelo y no te preocupes tanto por el día de mañana que el día de mañana es hoy”».
Sé que mamá está agitada porque cree que hoy hay baile en el pueblo. Se sentará junto a las otras chicas a esperar a que alguien la saque a bailar. Se sueña princesa por una noche. Menos mal que no sabe que será una Cenicienta toda su vida.

27 de marzo de 2021

Melancólica tristeza


“Sólo una vida vivida para los demás merece ser vivida”, ¿dónde había leído esa tontería? Los demás, ¿quiénes son los demás? Esos seres que pululan por las calles, sin nombre, ni identidad, totalmente anónimos, eternos desconocidos que seguirán siéndolo toda la vida, aunque nos encontremos en la parada del autobús, comprando en el Supermercado, almorzando en la misma cafetería… Esa inmensa nada son los demás. Para mí ya nadie significa nada. Hubo un tiempo en el que era feliz cuando sentía la mirada de alguien sonriéndome en la biblioteca, mientras estudiaba, o cuando me sentaba en un banco del parque y mi fantasía empezaba a soñar. Me bastaba con bien poco para acompañar mi soledad y para que mis tímidas, pero incipientes emociones se asomasen al exterior en busca de un ser indefinido todavía al que amar. Una mañana de frío y escarcha sentí un calor abrasador en mi “alma”. Alguien, desde la butaca de un cine cualquiera, fijó sus ojos tatuados de palabras de amor en mis ojos tatuados de palabras rotas. Los dos salimos del cine antes de que empezara la película y vivimos nuestra propia historia de amor, sexo y pasión tumbados en el diván de aquel piso en el que apenas había muebles y retumbaba el eco de cada gemido al estallar en el vacío. Le esperé durante varios días sentada en la misma butaca, en la misma sala y a la misma hora de aquel cine de barrio. Nunca le volví a ver. Traté de que mi dolor callara. Tan sólo había sido para él un ligue, un capricho, una página en blanco en el diario de sus vivencias. Pero, ¿y aquella mirada? Ni era una mirada obscena ni recorría mi cuerpo sólo con pasión y lascivia. Tampoco se posaba en mi boca únicamente para saborear mi saliva. Aquella mirada me observaba desde dentro. Por eso dejé que mi historia de amor no acabase tan pronto. Siguió existiendo en mi fantasía. Allí todo era posible. Todo era perfecto. Todo cuadraba y a la vez… todo era demasiado etéreo. Ni tacto, ni carne, ni sabor, ni el perfume que exhalan los cuerpos cuando cabalgan juntos. Yo necesitaba mis “dosis de realidad”. Casi toda mi vida había transcurrido como una mera ficción. Tenía que romper la barrera entre lo soñado o lo imaginado y lo real o lo vivido. Y fui, fui hasta su casa. Ya estaba a punto de llamar al timbre cuando pensé que era inútil tratar de ocupar un espacio que él no había reservado para mí. Me alejé llorando. Fui rompiéndome en pequeños trocitos de mí. Creía que nunca podría recomponerlos para formar nuevamente un todo. Sin embargo, un día mis ojos se secaron, ya no me mordía ni los labios ni las uñas, el aroma de mi cuerpo era casi agradable… Aquella “aventura” me había servido para empezar a conocer la naturaleza humana. Sin duda era inestable, caprichosa e interesada. Pero saberlo no me sirvió para nada. Seguí creyendo en la amistad y en el amor e incluso caí en la contradicción de negar lo que ya empezaba a saber. Aquel primer y único encuentro había sido fruto de un impulso, sentí más de lo que pide el deseo, me enamoré sólo de una mirada tatuada en los ojos. ¿Por qué no regresar al mundo de las emociones? Había sido tan insociable que compartir un saludo, un café o incluso el estrés de unas horas de intenso trabajo con mis compañeros de oficina me servía para salir de mí misma. Era consciente de mi insignificancia, de todas mis limitaciones y de las barreras que me separarían siempre de los otros. Nunca me sentaba en el centro de una mesa, intervenía pocas veces en la conversación, aunque me resultase interesante y, por puro egoísmo, por evitar un conflicto con aquellas personas que aparentaban tanto aplomo y seguridad me abstenía de opinar casi siempre. A veces me daba cuenta de que argumentar o defender una idea era tan complicado cómo explicar por qué vibra el corazón cuando el cerebro deja de pensar.

26 de marzo de 2021

Marilyn Monroe no puede dormir



Dedicado al Dr. Día



Marilyn Monroe se sentía tan sola
Cada día en el espejo más de dos horas.
Marilyn Monroe nunca contesta
Siempre una pregunta será su respuesta.

Marilyn Monroe que nunca logra dormir,
A veces ni con píldoras lo puede conseguir
Marilyn Monroe que nunca logra dormir.

Marilyn Monroe cuando matan a su perro
Ya sabe que nadie la irá a buscar al colegio.
Marilyn Monroe ya no busca joyas
Para ella tienen más valor otras cosas.

Marilyn Monroe que nunca logra dormir,
A veces ni con píldoras lo puede conseguir.

Un policía la intenta violar
Algunos opinan que lo conseguirá.
También su tío lo intentará
Pero un mal marido virgen la declarará.

Marilyn Monroe que nunca logra dormir,
A veces ni con píldoras lo puede conseguir.

Marilyn Monroe se siente una idiota
porque de algunos libros no entiende ni jota
Marilyn Monroe ha sido ingresada
de nuevo en la misma clínica psiquiátrica.

Marilyn Monroe se ha suicidado
aprieta el teléfono entre sus manos
Marilyn Monroe ya está en el depósito
y los mercaderes hacen de ello un negocio.



Mi mirada insomne recorre los espacios vacíos de mi habitación. Me pesan los párpados y mi lengua suda como la de un perro. Desde que Orson falleció no puedo dormir. Antes me abrazaba a su cuerpo y sentía en mi piel el calor tierno que despiden los animales. Entonces mis sueños nocturnos me producían un intenso placer. Dormía más de ocho horas. Ni siquiera el ruido nocturno de los garitos y discotecas del Casco Viejo (cerca de donde yo vivía) podía molestarme.
Ahora ni siquiera el sexo abriga mi corazón. Mientras el ligue de aquella tarde noche descansa tumbado encima de las sábanas, sin abrigarse siquiera, yo siento un frío letal. Entre “borracha” y sonámbula deambulo por el corredor buscando un lugar seguro que me proteja de mis fantasmas interiores. Sé que ellos no me dejan reposar ni un segundo. Pruebo con el sofá, con la cama pequeña, con alguna colchoneta en la que antes hacía ejercicios de relajación acompañada por la música de piano de Mozart o por la voz lenta y candente de Miles Davis.
Siempre es lo mismo. El abismo del sueño me espanta. Mi corazón late con fuerza, taquicárdico, mi respiración se entrecorta y un sudor frío empapa todo mi cuerpo. Imágenes monstruosas aprisionan mi mente y hasta algún sonido, como el tic-tac de los relojes, parece pronunciar mi nombre. Pocas veces logro caer en el abismo del subconsciente, pero si durante unos segundos lo consigo me despierto al instante, sobresaltada, asustada, aterrorizada, como si quisiera ascender de un pozo sin fondo, lleno de fango y de lodo, arañando con las uñas rotas paredes empedradas con salientes afilados y cortantes. Creo que me he rasgado la cara y que se ha desfigurado. Me miro al espejo. Sólo puedo ver reflejado mi rostro detrás del cristal, como si pudiera traspasarlo. Me arde la cara; contemplo un rostro quemado, con la piel arrugada y despedazada. ¿Soy un ser deforme, enfermo de soledad y de amargura? Sí, tal vez sí.
Desde hace meses asomo mis ojos a la galería. Todas las luces están apagadas salvo la del “retro”. Elías ha despreciado siempre los avances de la tecnología: disqueteras, portátiles, memorias extraíbles, coches eléctricos… Dicen que aún cocina con una bombona de butano, que conduce una vespa y que fuma “Bisontes”. Lo suyo no es un capricho, una tendencia, un esnobismo, él nunca ha seguido las modas. Las modas alienan al hombre y lo despersonalizan robándole su propia esencia.
Antes trabajaba en un hospital. Nunca se adaptó a los cambios de horarios. Terminó por prejubilarse. Tenía la espalda destrozada y una depresión crónica que le crujía en la médula espinal. Todas las noches cuando escribía con su vieja Olivetti yo me sentía acompañada con aquel golpeteo rítmico que lejos de molestarme me producía una sensación de alivio y de bienestar. Al menos no estaba sola, al menos “compartía” con él la penumbra y la soledad.
¿Por qué su vieja Olivetti sonaba como una balada desesperada? ¿Por qué aquel “ruido” se parecía tanto al tañido melancólico de una guitarra vieja? Aquel golpeteo era música de Réquiem y de muerto, de sueños rotos y de olvido, de extraña lejanía, de pérdida y de abandono. El teclado de la vieja Olivetti era como el teclado de un piano. Tal vez Elías no fuera prosista ni músico ni poeta. Tal vez estuviera escribiendo una autobiografía o un tratado sobre enfermos agonizando, con los ojos semicerrados, rezando la letanía de un moribundo que le pide a dios que no exista. “Dolientes paganos sin paraíso”. Así se titulaba (como pude comprobar cuando bajé a su casa) aquel texto.
Una aciaga noche el perro de Elías, Nico, aullaba como un lobo. Aquel gemido animal era tan intenso que despertó a todo el vecindario. “Es el chucho del tarado…”, oía decir mientras varias personas bajaban precipitadamente las escaleras. Nadie les abrió cuando llamaron al timbre. Se alarmaron. Nico ladraba con más fuerza, desesperado. Tumbaron la puerta y encontraron a mi músico-escritor tumbado en el suelo. Se había desmayado. Tal vez estuviera muerto. Una botella de güisqui medio vacía y varios blísteres de fármacos se hallaban sobre la mesa de trabajo. Yo también bajé. Llevaba puestos mis pantalones de pana y mi jersey viejo de ochos. Calzaba zapatillas deportivas. Me había cortado el pelo, pero aun así se parecía al del dibujo típico de Einstein con gafas de sol verdes y la lengua afuera. ¿Para qué iba a ponerme el pijama o el camisón si padecía insomnio crónico? No tenía sentido. Tan sólo en ocasiones me cubría con una bata acolchada para no pasar frío. Estaba llena de quemaduras de cigarro y le faltaba el cinturón, pero no me importaba. Cuando entré en la casa los vecinos susurraron, “La otra loca, seguro que son amantes…”. Aquel comentario no me molestó. El insomnio conduce inevitablemente a la sinrazón y a la demencia. Me agaché para acariciar a Nico que pareció tranquilizarse. Incluso conseguí que su lengua de trapo me llenase de besos.
Elías fue trasladado al hospital en estado comatoso. Desde que Nico vive conmigo duermo feliz y tranquila. En cuanto enciendo la luz de la lamparilla leo la novela de Elías “Paganos sin paraíso”. Dicen que hoy regresará en casa. Aunque intentara suicidarse no va a ingresar en la planta de psiquiatría. Los terapeutas le han coaccionado, pero según me ha comentado el inquilino del sexto piso (trabaja en el Royo Villanova) no quiere relacionarse con nadie. Es un hombre solitario que no desea compartir su soledad.
Nico lo ha oído llegar. El ruido de la cerradura y el olor inconfundible a tabaco negro (purillos que apestan desde lejos) le alborota tanto que bajamos al primer piso. Son las once de la mañana. Elías envuelve con sus brazos a su perrillo. Ya no ladra, ya no gime, ya no aúlla. Ronronea como un gato y se ríe como si tuviera voz de niño. Saludo brevemente a Elías y él me mira con asombro cuando le devuelvo su escrito. “Lo he leído. Cada página supura dolor. Antes te oía a teclear asomada a la galería frenéticamente. Tu vieja máquina de escribir emitía un sonido febril que acompañaba mi tristeza y mi dolor. Los días que has estado en el hospital he podido dormir gracias a Nico. Él te quiere a ti, ¿a quién si no? La lealtad tiene nombre de perro. Sin embargo, querría que pasase la noche conmigo. Tomo somníferos. Tres o cuatro pastillas y aun así no consigo conciliar el sueño. Te pagaré lo que me pidas si me lo alquilas. Sólo de doce a seis”.
Cuando despunta el alba Nico actúa de despertador. Me cubro con mi vieja bata acolchada y sin cinturón y bajo al piso de Elías. Entreabre la puerta y ambos se abrazan.
Hoy me ha pedido Elías que desayunemos juntos en la cocina. Ha preparado café y ha comprado unas magdalenas. Me recuerdan a las magdalenas de Proust. Después de mirarnos a los ojos (espejo el uno del otro) se ha levantado de la silla y me ha traído un legajo que acaba de escribir. Se titula “Amar en silencio”. No es muy largo y me cuesta leerlo tres o cuatro horas. Cuando leo el final leo el final de mi propia existencia, mañana, pasado, tal vez dentro de meses o de años. Seré un cadáver feliz porque dormiré el sueño eterno. Elías se acuesta. Sin que se dé cuenta le beso en los labios cuando su respiración es pausada y lenta, cuando ya inhala y exhala el aire cansado y entregado a Morfeo.
Entonces cargo de papel su vieja Olivetti y escribo una carta-poema de amor. Se la dedico a él, a Elías y también a Nico que me mira en actitud interrogante. “Tal vez este perro lo sepa”. Cuando Elías lea mi pequeña despedida yo ya estaré muerta. La muerte es silencio. No existen los fantasmas. No hay un cielo luminoso que me acoja para que disfrute de la eterna felicidad. Nunca transcendí más allá de lo material, de lo material inerte, inmóvil, estático.
Subo a mi casa. Echo la llave. Me desnudo y me tumbo en la cama a esperar a que llegue el momento. A lo lejos suena la canción “Marilyn Monroe” pero cada vez más lejos, con la voz débil y apagada. Creo que ha llegado el final. Mi corazón late cada vez más despacio. Os deseo una feliz noche. Chao. Todo ha terminado. Mi horrible vida por fin se ha agotado.