26 de septiembre de 2020

El juicio final


Desde muy niña estudiaba sin parar para alcanzar el sueño más estúpido que una persona carente de tacto y de sensibilidad puede soñar. Quería ser médico, simplemente por poseer el título de Doctora, por la admiración y la veneración que supondrían sus sorprendentes descubrimientos que salvarían a la humanidad de enfermedades mortales, crónicas, degenerativas, incurables… El verdadero prestigio y reconocimiento (también el éxito y la fama) en el terreno de la salud no consistía en aportar más basura farmacológica, inservible y adictiva aunque la fabricasen los mejores laboratorios del mundo. Eso era algo muy común. La mediocridad de los profesionales de cualquier rama unida al deseo exclusivo de ganar dinero prostituyéndola y alterando su finalidad hasta transformarla en una práctica ruin y mezquina solamente procuraban lujo, confort, disfrute material, bienestar en lo práctico y superficial y, además, poder presumir de sus adquisiciones ante los demás que, llenos de envidia y de codicia, adoptarían una pose servil e incluso tratarían de buscar una amistad interesada y falsa que les permitiese disfrutar de su posición. Incluso también tendrían competidores o aspirantes a ello que no sólo querrían disponer de una fortuna muy superior a la suya sino disfrutar del victorioso placer (tan sádico como malsano) de verlos naufragar en la miseria y en la pobreza para erguirse como dueños y señores de sus vidas. Pero para Helena esto respondía a un anhelo intranscendente y exento de la grandeza de los investigadores que acumulan premios, méritos, honores y emprenden una carrera imparable hacia el éxito y la fama. Eran simples hombres de negocios que hubieran podido atesorar más cantidad de dinero a través de la Bolsa y de las finanzas. Mercadeaban con la medicina como lo haría un banquero. En sus “pobres y raquíticas vidas sin una vocación definida” no brillaban el talento, ni la inteligencia, ni la superioridad intelectual. No sumaban méritos para sobresalir, destacar y alcanzar distinción y reconocimiento dentro de la comunidad científica. No iban a pasar a la historia. No iban a ser eternamente recordados como dioses inmortales. Ella sí. Ella eclipsaría con su luz torrencial y volcánica a todas las estrellas menores que lanzaban un leve destello apenas visible y que tendrían que abrirle paso fuera cual fuera el lugar que ocuparan anteriormente. Su mente se adentraría en los grandes secretos y misterios de la vida y de la muerte para salir victoriosa con sus incuestionables y aplastantes certezas científicas. Disfrutaría de una situación privilegiada. Sería una adelantada a su tiempo. Sus ideas serían tan rompedoras que supondrían un cambio de percepción en la forma de entender la medicina. Crearía escuela y no habría posibles detractores que pudieran cuestionar siquiera sus teorías. Todo lo que ella expusiese se convertiría en dogma. El mundo entero se rendiría a sus pies.
Sólo había algo que le pesaba. En su mente se lidiaba un profundo conflicto interior que la zarandeaba internamente. No entendía las leyes elementales de la física, nada sabía de componentes químicos, no era apta para las matemáticas ni la para la biología. En un principio pensó en recibir clases particulares pero su orgullo se lo impidió. Si no era capaz de realizar sus propios cálculos o experimentos diseccionando, por ejemplo, a animales, ¿quién podría tratar de explicárselo sin evitar burlarse de sus inútiles esfuerzos por destacar en materias para las que necesitaba tanta ayuda?
¿Habría otra forma de conquistar el mundo? ¿De satisfacer sus ambiciones aunque la bata blanca le quedara demasiado grande? ¿Y si estudiase Periodismo? Ni siquiera era un requisito imprescindible (más bien un inconveniente) invertir tantos años de estudio. ¿Cuántos oportunistas saltaban a la fama por acostarse con alguien de afamado prestigio o por haber protagonizado un escándalo, haber sido partícipe o testigo de un suceso escabroso, o incluso en alguna rara ocasión, por haber cometido un asesinato? Además, no sólo estaba esa forma tan sumamente vulgar, facilona y falta de escrúpulos para llegar a pasearse por los grandes estudios de televisión. España, como tantos otros, era un país corrupto cuyos medios de comunicación estaban politizados y servían al poder y a los intereses de la élite dominante. Ella no podía convertirse en una heroína que sacrificase su propia gloria en pos de unos ideales que nadie respetaba y que nunca se convertirían en una realidad social sino en una aspiración tan utópica como ideal. No iba a ser una mártir o una víctima de los medios de comunicación. No quería que la aclamase una minoría tan débil y castigada que pronto tendría que enmudecer aplastada por la tiranía de los altos mandatarios. Tampoco tenía conciencia social y transformarse únicamente en un muñeco o en un títere más que embaucase a los oyentes o telespectadores con tanta falacia, con tanta desinformación previamente malversada, manipulada y engañosa no le otorgaba ningún mérito ni distinción entre esa gran mayoría de periodistillas que se arrodillaban ante los todopoderosos y servían de portavoces para transmitirle a la población la eterna promesa de “Pan y circo”. Hasta los más rebeldes y críticos con el sistema tenían que someterse. No disfrutaban con el circo (es más lo odiaban) pero tenían que saciar su hambre con el pan. Helena tenía muy claro que no se puede luchar contra el mundo mientras se quiera permanecer en él e ir contracorriente era buscarse su perdición.
Además, secretamente, Helena amaba el lenguaje, pero con una finalidad poética, con esa capacidad de conmover, de impactar, de tocar la fibra sensible, de fabricar ficciones y crear mundos llenos de imágenes visuales e impresionistas. No entendía la palabra como discurso ni panfleto político. Eso no era más que, en el mejor de los casos proselitismo y demagogia, y, en el peor, censura que coartaba la libertad expresiva utilizando como excusa el hecho de que una idea, frase o concepto no eran políticamente correctos dentro de un marco en el que lo único políticamente correcto eran la mentira, la difamación y la estafa. Helena siempre pensó que todos aquellos miembros del Gobierno y de la oposición que tantas puyas se lanzaban unos a otros en el Congreso luego se iban juntos de juerga para celebrar haber conseguido nuevamente someter al pueblo con su “contundente” oratoria y sus falsas promesas.
Entonces Helena empezó a darse cuenta de que si el poder estaba corrompido ella, desde una posición legislativa dominante, podría dictar sentencias ejemplares que diesen cuenta de un comportamiento tan irreprochable que, amparado en la legalidad, le permitiese engrandecer su ego hasta ver saciado su narcisismo. No permitiría que nadie le sobornase ni le chantajease, no sucumbiría ante las presiones o incluso posibles intentos de coacción dada su fortaleza y su altura moral, le resultaría indiferente que los imputados tratasen de desprestigiarla debido a su posición social o a su red de influencias ya que no sólo sería una juez implacable sino que estaría por encima de la propia ley ya que sería más justa que ella. Nada podría perturbarle.
Tenía un carácter fuerte, además de ser severa y disciplinada. Aparentemente su equilibrio parecía tan estable que nunca contempló la posibilidad de que alguna pasión oculta pudiera resquebrajar la integridad de su yo. De hecho no le importaba (ni se planteaba siquiera) que algún veredicto suyo pudiese intervenir, de forma inconcreta, aleatoria y caprichosa, en la suerte de algún inocente. A pesar de que a veces resulta cruel ser tan amante de la verdad y de la justicia ella nunca cedía. No le asaltaban dudas de que existiese la posibilidad de un tal vez, de un quizás, de un a lo mejor… Lo que creyese o no el jurado no le importaba lo más mínimo. Donde ella olía sangre había sabuesos y aves carroñeras. Su instinto felino no le engañaba. Aunque el caso fuese recurrido se negaba rotundamente a someterlo a un nuevo análisis. Tanta seguridad en sí misma desconcertaba a sus propios compañeros y algunos la odiaban por su exceso de vanidad y por sus desmesurados deseos de grandeza mientras que otros la admiraban por su rectitud y por su profesionalidad ya que las conclusiones a las que llegaba tenían una lógica tan contundente que no dejaban ningún resquicio para la duda.
Pero no puede haber un ser humano tan estructurado, tan compacto y tan uniforme. Helena se había definido siempre como una mujer asexual que, además de no sentir atracción por nadie (ni siquiera el cosquilleo que endulza el corazón cuando te enamoras) no le tenía simpatía a nadie ni mostraba afinidad con ningún ser humano. Ni siquiera cuando era adolescente su alma vibró con el pálpito del amor que rompe en forma de estallido cualquier barrera psicológica ni deseó humedecer sus labios en saliva, ni abrazarse a un cuerpo y temblar estremecida de placer. Tampoco hubo en su vida ningún amor platónico que idealizase o mitificase desde el silencio y la distancia ni la imposibilidad de una relación que le causase un roto o un vacío interior lleno de tormento y de profunda tristeza. Tanta emoción inútil y estéril nos devora aunque queramos asfixiarla. Y ahora, a sus más de cuarenta años no iba a elegir vivir una soledad acompañada.
Helena no era muy consciente de que todos somos juguetes del azar y de su caprichosa forma de mover los hilos de nuestra vida. Sin darnos cuenta podemos perdernos en un laberinto sin salida o quedarnos atrapados en una cárcel en la que somos torturados. Nuestra condena es eterna, el dolor quema la piel, desgarra la carne y hasta el alma aúlla.
Ahora, ajena a todo lo que había perdido en el camino (ni siquiera era consciente de ello), se enfrentaba a un caso difícil y conflictivo que había despertado cierta expectación. Ella lo resolvería, a pesar de ser acosada y coaccionada, de acuerdo con las leyes más rígidas, severas y contundentes.
Un viejo escritor venerado por la crítica y el público, profesor y académico de la lengua en su desperado empeño por permanecer en la cúspide del mundillo literario plagió a un joven y desconocido novelista. El catedrático se encontraba en plena sequía creativa, había agotado todos sus temas (siempre recurrentes) y, aunque muchas de sus obras las habían escrito “negros” siguiendo sus indicaciones aquella primeriza obra literaria le hipnotizó. Estaba llena de lirismo, de poesía visual, de reflexiones sobre una vida que empieza a nacer y que muere al instante. A través de su mirada, inquieta y llena de curiosidad, transgresora y crítica a la vez, las palabras se tocaban las unas a las otras, se palpaban, se acariciaban y luego rompían el silencio para gritar que estaban vivas. Le hubiera gustado sentir lo que aquel chico sentía cuando taladraba las hojas de tinta. Narciso, si plagiaba aquella historia, no incumpliría su contrato con la prestigiosa editorial que había publicado hasta sus antologías de relatos y de poesía (lo menos vendible). Más bien se quedarían impresionados por esa nueva literatura que contemplaba el universo entero visto del revés. Un solo sorbo de tanta imaginación emborracha a cualquiera. Además la sátira social y el humor negro afilaban cada frase como dardos venenosos que herían la sensibilidad del lector y que le hacían sentirse culpable de tanta falacia vital y de tantas “hazañas y aventuras” autocomplacientes.
La juez lo veía claro, demasiado claro. Tendría que enfrentarse a instituciones viejas, caducas y ancladas en el pasado que gozan de un gran imperio “artístico y cultural”, podrido, fraudulento y lleno de bulos. Su veredicto no iba a cambiar. Estaba en lo cierto pero aun así se entrevistó varias veces con aquel chico. A él no le gustaba que le llamasen por su nombre. Utilizaba el pseudónimo de su hermano, un poeta del pesimismo y de la filosofía existencialista, que se había suicidado hacía dos años. Aquel pseudónimo era simplemente el del vacío y La náusea de Sartre. Se llamaba “Nihil”. “Nihil” nunca hablaba de sí mismo. Era tímido, reservado y tendía a la introspección. Sólo rompía el silencio para referirse a su hermano hilvanando un discurso trágico y desesperado. Trataba de ser él, de expresarse como él, de imitarlo, de interiorizar su forma de pensar y de sentir. Quería que los rasgos de su personalidad de difuminasen y se diluyesen para adoptar los de su hermano. Perder su propia identidad no le importaba pero era un imposible. Y al perseguir un imposible y negarse a sí mismo sufría un doloroso conflicto interior. En vez de mantenerlo vivo en el recuerdo, lo “suplantaba” para que perteneciese a la realidad cotidiana del día a día. Cuanto más se negaba a sí mismo más dolorosa era su existencia pero creía que el sacrificio merecía la pena. Al fin y al cabo, Leo siempre formó parte de su hermano Diego. Él le transmitió su visión del mundo y su particular forma de interpretar el comportamiento del ser humano. Sin embargo, Leo no compartía con él su frialdad. Nunca experimentó ni la mínima emoción, pero no por ello renunció a la sexualidad ni a sentir el placer de la carne. Se acostaba con una u otra mujer para satisfacer su deseo carnal pero su corazón siempre fue sólo suyo. La demencia no le condujo al suicidio. Fue la lucidez, la lucidez de no dejarse llevar por falsos pretextos para soportar el sinsentido de la vida lo que le llevó al abismo. Su instinto de supervivencia era nulo. Helena no sabía que “Nihil” se drogaba para anestesiar su dolor. Necesitaba estimulantes y alucinógenos para soportar su dolor y para refugiarse en falsos paraísos artificiales pero sólo conseguía estar un poco sedado o adormecido. Helena no le confesó nunca que se sabía su novela de memoria y que, suprimir la mínima expresión, concepto o palabra suponía amputarla y desproveerla de toda su riqueza porque no había nada que sobrara.
Poco a poco Helena se fue sintiendo atraída por su talento y por su capacidad creativa (era único, excepcional) y, además, inexplicablemente (al menos para ella) su carne temblaba y se estremecía cuando estaba cerca de él o cuando su mente (cuadriculada) fantaseaba imaginando su cuerpo desnudo tumbado encima del suyo. Sus encuentros dejaron de limitarse a lo estrictamente profesional porque Helena buscaba cualquier pretexto para verlo. Leo compartía su vida con la soledad que acompaña al escritor que siente la vida literariamente y que, utiliza el lenguaje como si fuera el filo de un cuchillo o la bala de un revólver. Helena se preguntaba cómo sabrían sus besos si quisiera besarla.
Sabía que no podía atraerle físicamente. Leo era muy joven y ella una mujer madura. A Leo no parecía importarle su aspecto ni su edad. Le revelaba sus secretos más íntimos y se sentía comprendido por ella a pesar de sus contradicciones internas. Su discurso no era coherente, su vida un caos, su pensamiento a veces carecía de toda lógica. A ella le gustaba indagar dentro de su mente y sobre todo de su corazón. ¿Qué habría detrás de tanto desorden? Una vida rota, sin duda, la culpa que le mordía el alma cuando recordaba el suicidio de Diego, un complejo de orfandad, una falta de arraigo, un estar en el mundo sin pertenecer a él. Sin embargo, cuando escribía, Leo se transformaba y sus novelas o relatos adquirían plena consistencia. Además, se sentía fuerte, la debilidad de su carácter se esfumaba y mantenía diálogos apasionados con sus personajes. Su máquina de escribir rompía el silencio de la noche. No le gustaba la informática y nunca pensó en comprarse un ordenador. Además de ser un poco retro no tenía dinero suficiente ni para adquirir uno de segunda mano. Su vieja máquina de escribir y las horas nocturnas le daban un aire romántico a todo lo que escribía. Al igual que los poetas románticos utilizaba imágenes oscuras y lúgubres o nacidas del delirio y del ensueño y, a pesar de su melancolía y su tristeza crónica su yo se exaltaba. Adoraba las Canciones de Espronceda y en especial la del pirata tal y como la interpretaba Sebold. Además, cuando pensaba en Helena un flujo de palabras enamoradas se derramaba por todo el papel que latía preso de emoción, de sensualidad y de un erotismo suave, dulce, delicado. Así deseaba amarla, demorándose en cada caricia y en cada beso, lentamente, para que sintiera todo el ardor de su carne. Y mientras cabalgaban juntos él le recitaría versos de Neruda o de Benedetti o dibujaría corazones en su piel. La protagonista de su segunda novela era Helena. En ella encarnaba a una heroína que supera la tragedia de lo doloroso que resulta existir sin vivir apenas.
En un arrebato de pasión Leo se presentó en su domicilio después de escribir uno de sus últimos capítulos. Ignoraba que Helena era virgen y que aquella sería su primera vez. Cuando entreabrió la boca para humedecer su lengua se dio cuenta de que su aliento se entrecortaba y de que sus labios temblaban. Además, no conocía el lenguaje del amor carnal. Sus sentimientos eran intensos pero aquella torpeza, aquel pudor, aquel miedo inicial, respondían a su falta de experiencia. “¿No has estado con nadie, verdad?” Ella negó con la cabeza. Leo decidió poner fin a aquel primer encuentro. Su libido se había inhibido y era incapaz de volverla a tocar. Sin embargo, ella lo llevó hasta su dormitorio, desnudó su cuerpo y su alma y apoyó la cabeza en el pecho de Leo. “Quiero que seas tú”.
Sólo cuando Helena se quedó dormida después de una noche llena de ternura y también de lujuria y frenesí, Leo se dio cuenta del lujo y de la fastuosidad que le rodeaba. Se preguntó cómo no se había fijado antes, nada más atravesar el umbral de la puerta. Ella era todo lo que veía, todo lo que percibía. Ella lo era todo y lo seguiría siendo.
Sus ojos se clavaron en las baldas labradas y repujadas de una de las estanterías. Estaban llenas de novelas, ensayos, tratados de Derecho, alguna antología poética, pero sobre todo de relatos y de artículos periodísticos encuadernados en piel. Tras repasarlos todos encontró su libro plagado de anotaciones en los márgenes y tan subrayado que parecía no haber ningún párrafo superfluo. Las palabras que más se repetían eran “Fabuloso, increíble, maravilloso…” Le sorprendió que también hubiera construido una frase llena de poesía: “Es este lecho las palabras se aman, se pelean y se alejan sin que ninguna de ellas pueda olvidar a las demás. Todas ellas son el reflejo de un ser humano atormentado que rompe el silencio de su callada melancolía aullando como un lobo enamorado”.
Además, justo al lado había un borrador salpicado de ideas sin desarrollar, deslavazado y lleno de tachones pero con fragmentos ya redactados y pulidos. Se titulaba “Diario de un superviviente”. ¿Lo habría escrito Helena? ¿Su letra era tan enrevesadamente hermosa? ¿Se habría inspirado en él? Se preparó su dosis de heroína y comenzó a leerlo. Parecía contar la historia de su hermano Diego y la suya propia como la de dos amantes encarcelados por profanar la tumba de Leo. A lo lejos se escuchaba el Réquiem de Mozart y una voz recitaba el Miserere de Bécquer. De los nichos y de las tumbas emanaban gritos desesperados que suplicaban una segunda oportunidad para vivirse nuevamente desde el placer y no desde la agonía. Necesitaban estrenar su existencia con una sonrisa, a veces tímida, retraída y triste, pero siempre embrujada de hechizo y de magia. La vida tiene un sabor agridulce, pero si no la saboreas bien siempre te queda un regusto amargo en la garganta. Para sentir hay que ser un simple mortal, no un fantasma o un espectro. Todavía conservaban algo de su carne, de sus músculos, de su piel, de su tacto… “Sólo unas horas”, imploraban aquellas voces corales que sonaban todas al unísono. Sin embargo, Leo prefería estar muerto.
Y Leo, en aquel mismo instante, sintió que la vida se le escapaba. El chute de heroína había sido demasiado fuerte y ni siquiera podía acercarse a la cama para despedirse de Helena. Alucinó como nunca había alucinado. Una luz intensa y brillante le cegaba los ojos mientras su mente fabricaba imágenes que mitigaban el miedo y el horror a la nada. Al expirar sonrió. Su sonrisa era una sonrisa hierática y fría, una sonrisa etrusca.
Helena, cuando se despertó, se dio cuenta de que Leo no estaba acostado a su lado. Recordó vagamente la pesadilla de aquella noche. La juez condenaba a muerte a su amante y después, arrepentida y avergonzada por haberle culpado de un delito más bien metafísico (el suicidio existencial) abandonaba su profesión, su vida confortable y el lujo y el ornamento que decoraba su existencia (aunque tuviese un valor estético o incluso artístico) y se arrojaba a la calle para vagar sin rumbo como una mendiga. A pesar del placer que le habían proporcionado las caricias y los besos dulces y acaramelados de Leo y también sus delicadas galopadas y sus juegos eróticos aquellas pesadillas respondían tal vez a un desenlace trágico.
Al descubrir el cadáver inerte de Leo tumbado en el suelo sufrió tal impacto que perdió la consciencia. Cuando la recuperó besó sus labios fríos de muerte y su llanto se derramó en forma de cascada encabritada. ¿Por qué algunas personas tienen que sufrir tanto? Las que son más sensibles al dolor ajeno lo interiorizan de tal forma que parece suyo. Son personas soñadoras, con talento artístico, inútiles para la vida práctica. Y Leo incluso se negó a sí mismo para que su hermano no se perdiese en la lejanía del olvido aunque nunca consiguiese ser enteramente él. Había recibido muchos golpes pero seguía conservando su “pureza” y su inocencia.
El escándalo estaba servido. Todos los medios de comunicación difundieron la noticia de que la sentencia de Helena había favorecido a Leo porque entre ellos existía una relación sentimental pero la autoría de su primer y único amor permaneció siendo la de su verdadero creador, “Nihil”. La novela, firmada con el pseudónimo de su hermano Diego, fue un éxito de ventas. Helena vendió sus propiedades y se refugió en la casa de Leo. Apenas podía dormir y se pasaba el día leyendo y escribiendo. Devoró la biblioteca personal del joven escritor y todos sus escritos inéditos. También olvidó el léxico judicial (tan arcaico y frío) y completó aquella historia inspirada en él, la misma que su pareja, que la muerte le arrebató, había empezado a leer. Consiguió algunos logros literarios, pero nunca le importaron. Jamás salió de aquel piso tan pobre y humilde como el de un obrero de la palabra. Nunca le molestó la humedad, ni el frío o el calor excesivo que se condensaba en aquella casa. Ni siquiera colgó cuadros o láminas en las paredes para disimular sus desconchones ni escayoló sus grietas. Nunca vistió su desnudez. Había rotos por todas partes e incluso muebles mordidos por la carcoma pero la esencia de Leo permanecía allí y eso era lo único que necesitaba. Sólo vivía por y para la literatura y compraba libros minoritarios (pero muy escogidos, profundos y llenos de lirismo y de digresiones) a través de la venta online o de segunda mano si estaban descatalogados. Algo germinaba en su interior. Algo golpeaba su vientre. Eran los hijos de las ficciones que su único amor engendró durante su corta existencia. Eran sus frágiles bebés, sus niños huérfanos, los que le hicieron sentir madre y los que le liberaron de su afán de justicia; al fin y al cabo, la vida no es justa para nadie.
Todos tenemos que perderle el miedo a la escasa libertad de la que gozamos y Helena se lo perdió. Muchos de los presos que ella había condenado a prisión cuando pisaron la calle por primera vez después de mucho tiempo se sintieron salvajemente libres, como ella cuando abandonó su profesión. “Todos somos ángeles y demonios, culpables e inocentes y nadie puede conocer los misterios que habitan más allá de nuestra consciencia…”, reflexionaba. Si se vestía con la toga a modo de disfraz era para ridiculizarse a sí misma. A veces experimentaba tal felicidad saboreando un simple azucarillo que no comprendía por qué había ambicionado tanto el poder y la gloria hasta que llegó él. Leo era veneno y miel, fragancia y lágrimas saladas. Su última novela se tituló “Leo, el último caballero andante”. Firmado: “Tu Dulcinea”. Al escribir el punto final se dio cuenta de que todas las historias que había narrado eran cartas de amor dirigidas al joven escritor.
Cuando murió su última voluntad fue ser enterrada en una playa de arena blanca cuando soplase una brisa huracanada, el mar estuviese encabritado y del cielo cayesen copos de lluvia helada.

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