Aquí, donde estoy, acaba para mí el mundo. Hace tan sólo unos meses no había límites en mi vida. Podía entrar y salir de casa cuando quisiera. Transitaba las calles, iba a garitos, visitaba museos y veía exposiciones, sentía vértigo cuando me asomaba a las ruinas de mi ciudad y a sus restos arqueológicos, cosía los lomos de los libros deshojados, esculpía figurillas, me echaba un cigarrillo (incluso algún porro), me tomaba un chupito de licor de manzana (sólo en ocasiones), tomaba “litros” de café solo (también con nata o leche condensada), experimentaba en la cocina con alguna receta nueva...
Ahora gozo de la misma libertad que antes (no estoy en la cárcel, si acaso mi presidio es un presidio interior) pero tengo el alma rajada. Por eso me paso las horas durmiendo o viendo la televisión y sus programas basura o escuchando las noticias que me informan de lo que pasa en un mundo del que no quiero saber nada.
Ahora ya no me apetece ni siquiera bajar al café de la esquina; mi fuente de placer se ha agotado y me siento como un niño al que le han robado sus juguetes. Aquí, en mi casa sigue existiendo parte de lo que fue mi “santuario” (del que procedía casi toda mi alegría interior) pero el mero hecho de dar unos pasos y acercarme a él me duele. Metí en bolsas todos los accesorios y sólo dejé fuera algunos libros que seguramente estarán llenos de polvo, el traje que llevé aquel día y que todavía olerá a sudor, sábanas amarillentas cubriendo la mesita donde el incienso ardía y lo perfumaba todo dándole un aire místico de procedencia hindú u oriental, un sillón de orejas donde me sentaba a leer y a escuchar música relajante, un portátil (no me gusta la tecnología pero así podía bajarme vídeos)..., incluso alguna telaraña colgará del techo tejiendo con sus hilos una red que también puedo sentir yo en el pecho, oprimiéndome y asfixiándome porque mi felicidad ya pasó de largo.
Debería arrastrarme y “reptar” hacia mi “santuario”, quitar el candado, entrar dentro, acondicionarlo todo para volver a empezar pero... ¿para qué si ya no hay nadie en mi vida? Estar con mis compañeros me estimulaba; incluso alguno de ellos me admiraba y eso me hacía sentir grande e importante. Sin embargo lo que realmente echo de menos es aquel calor humano que me rodeaba y que también se apagó (todo se fue de golpe) hasta dejarme a solas con un frío glacial, completamente vacío. Perdí mi paraíso y ahora me pudro en mi infierno particular.
Estoy cansado, muy cansado aunque no haga ningún esfuerzo; mis neuronas sudan y estoy empapado de lluvia interior. Me dejo caer en aquella mecedora en la que se sentaba mi abuela cuando nos contaba mil batallas y me pongo a recordar... Aquella vez decidí no decir nada para poder formar parte del grupo sin que me apartaran o marginaran. Nunca debí hablar de “aquello” pero siempre pugnaba por salir porque me condicionaba y me afectaba de una forma feroz y violenta sin que pudiera evitarlo. Necesitaba que lo aceptaran pero nadie lo hacía; por lo visto era pedir demasiado. No podía ser yo mismo, con todo mi potencial y con todas mis carencias; tenía que inhibirme y reprimir cualquier indicio que me delatase.
Mis experiencias me habían marcado. Cuando conocía a alguien y le hablaba de ello se apartaba de mí reduciendo mi espacio vital. Mis compañeros de trabajo (mientras tuve trabajo) me descalificaban. Según ellos yo era un incompetente, no aportaba nada en las reuniones semanales o cuando se realizaban tareas en equipo, me equivocaba constantemente, no producía lo suficiente, no era eficaz ni resolutivo, siempre andaba pidiendo ayuda, en definitiva, no le resultaba rentable a la empresa. Mis incipientes amigos se alejaban de mí al instante y alguna de las mujeres que se sentía atraída por mí (a mí también me atraía) se desenamoraba enseguida. Ni siquiera me dejaban que las acompañara a casa (no buscaba sexo ni llegar a la intimidad de los susurros que acarician los oídos y que cabalgan sobre la piel; sólo un tímido beso cuando llegásemos al portal). Ningún empresario me tenía en cuenta cuando buscaba empleados para su negocio (ni siquiera me entrevistaban ni me permitían mostrarles mi currículum). Me excluían sin tener en cuenta mis aptitudes y cualidades; sólo se fijaban en “aquello” y “aquello” me sentenciaba como a un reo que va a ser ejecutado sin haber cometido ningún delito.
Los supuestos colegas que tuve (compañeros, amigos, conocidos...) que curiosamente presumían de liberales, de no tener prejuicios, de ser personas desinhibidas y dotadas de una sensibilidad muy especial (muchos de ellos decían ser artistas) me “desahuciaban” al enterarse. Y era yo quien les informaba. “Curiosamente” a partir de ese momento empezaban a utilizar cualquier pretexto para no quedar conmigo. Siempre tenían algo que hacer. Ya no podíamos vernos para charlar en un bar o para dar un paseo. Cuando insistía respondían con un “Ya hablaremos” equiparable a un “Olvídate de mí”. Si me encontraba casualmente con ellos en la calle o en cualquier lugar me evitaban o me saludaban de forma fría y distante.
Estuve muy solo hasta que tomé la decisión de matricularme en el gimnasio. Necesitaba estar rodeado de seres humanos. Quería sentir la proximidad de sus cuerpos, escuchar su voz (hasta ahora sólo dialogaba en silencio conmigo mismo), ver sus rostros, intercambiar un saludo, nada más. Aunque pagando una sola cuota podía matricularme en todas las actividades que quisiera elegí sólo la de taichí. En realidad no sabía lo que era pero imaginaba que se trataba de un ejercicio físico más artístico que levantar pesas.
Éramos un grupo de diez o de doce. Unos minutos antes de la hora los alumnos conversaban sobre cualquier tema de forma alegre y liviana.
Yo procuraba llegar un poco tarde pero con tiempo suficiente. Aunque deseaba intimar con ellos (para eso me reservaba diez o quince minutos antes de que empezase la clase) no quería sentirme incómodo ni soportar un tenso silencio.
Me sentaba encima de una pelota gigante y disfrutaba (a mi manera) del bullir atropellado y fluido de aquellas palabras que, mojadas en saliva, lo transmitían todo para mí. Me gustaba contemplar aquellas caras cuya piel destellaba brillos luminosos. Incluso sentía un cosquilleo cuando unos labios carnosos se abrían.
Nerea era la profesora de taichí. Siempre me llamaban la atención los chándales que llevaba por su estampado cursi o infantil: florecillas, abejas, el dibujo de una muñeca de moda... Su carácter era bastante pueril y aniñado. Aunque su vestimenta decía mucho de ella lo que menos me gustaba (incluso me asustaba) era que sus ojos no tuviesen mirada.
Su forma de dar las clases era desordenada y caótica. Yo me bajaba vídeos de taichí (algunos explicativos) y no tenían nada que ver con lo que Nerea trataba de “enseñarnos”.
Un movimiento se puede nombrar de varias formas sin que existan demasiadas diferencias, pero el léxico que utilizaba Nerea era muy particular: demasiados anglicismos, diminutivos y expresiones horteras y cursis.
Los alumnos estaban descontentos (al igual que yo). Apenas podían seguir aquel desconcierto de brazos y piernas y cada vez eran menos los que asistían.
Llegaron a solicitar que Nerea dejase de impartir la actividad por incompetente. Cuanto más se quejaban más se crecía ella (el trato era muy deficiente e incluso llegaba a ser agresivo); parecía una reinona subida a un trono del que nadie la podía bajar.
Según decían las malas lenguas (pero no como si fuera un chismorreo, sino como un dato más a tener en cuenta) Nerea tenía una buena relación con el director del gimnasio sin que existiese sexo entre ellos (Mario era gay).
Mis compañeros comentaban que a pesar de su silueta (algo rolliza pero no obesa) devoraba cantidades ingentes de comida y además de forma bulímica (membrillo con jamón serrano, cacahuetes y sopa de verduras, leche con zumo de limón...) y la bautizaron como “la del estómago de hierro”. También la llamaban “la niña celestial” porque le encantaba el cabello de ángel. Los alumnos se inventaban diferentes apelativos. Si venía vestida de naranja le atribuían el calificativo de la niña-ganchito o si venía vestida de verde la niña-brócoli. El color que más le gustaba para su ropa deportiva era el rojo así que casi siempre utilizaban el compuesto de la niña-sandía o la niña-batido de fresa. Siempre, al bautizarla, a su infantilismo se le añadía un plato de comida. En clase comía golosinas, galletas saladas, patatas, chocolatinas..., y siempre dejaba el suelo hecho una porquería. No sólo quedaban migajas y residuo sino todo tipo de envases, envoltorios, bolsas... Yo creo que el personal de limpieza la debía de odiar profundamente.
Algún alumno no sé si por simpatía o porque quería convertirla en objeto de burla le regalaba jamoncitos, caramelos, almendras, pistachos..., del Rincón o del Martín Martín. Ella sonreía complacida, sus ojos parecían avivarse y su cutis rosáceo se iluminaba pero sólo en apariencia. Era una pésima actriz pero aquel papel lo representaba bien. Ese gesto le molestaba profundamente y como “agradecimiento” destinaba al “burlador” a la última fila o al rincón más apartado de la clase. Otras veces le invitaba a ocupar un lugar destacado para que fuese nuestro guía. El pobre o la pobre mujer se veían obligados a realizar movimientos torpes y desmañados y a tratar de reproducir esa penosa coreografía que nos había ido enseñando sin que ningún paso encajase con el siguiente. Nerea dejaba escapar alguna risa sin darse cuenta tal vez de que aquella “víctima” no era más que su réplica exacta.
A mí me daba por pensar que nunca nos vemos a nosotros mismos desde fuera. Por eso, por esa falta de distanciamiento no reflexionamos “objetivamente” sobre nuestros actos. Deberíamos salir de nosotros mismos o mirarnos fijamente al espejo con una actitud crítica. Puede que si ella se comportaba así no fuera de forma caprichosa e injustificada. Algo tenía que saber de sí misma por muy inconsciente que fuera y aunque no dirigiese su mirada hacia dentro.
El hecho de que le desagradasen profundamente (porque es así como yo lo interpreto y es fácil que la mayoría de la gente también lo interprete así) esos “obsequios” tan sabrosos como insanos delataba que odiaba tragar comida basura de forma descontrolada y mezclando todo tipo de sabores. Tras ese revuelto de pipas, chicles, arroz con leche, pechuga de pavo..., seguro que se ocultaban problemas que no podía resolver, frustraciones, deseos insatisfechos... Puede que fuese la válvula de escape que utilizaba para liberar su malestar.
En dos ocasiones me enfadé profundamente aunque no lo manifestase cuando intentaba superar mi adicción al tabaco. A un compañero al que le dije ilusionado que había decido dejar de fumar no se le ocurrió otra cosa que preguntarme si me apetecía un cigarrillo y a una amiga con la que tenía una relación más personal me echó el humo del pitillo que se estaba fumando a la cara.
No conozco ninguna otra adicción. Hay gente que se atraganta comiendo pasteles y saladitos pero en este caso (bastante menor) su tendencia a comer demasiado no parecía justificar su comportamiento. ¿Habría intentado dejar de engullir alimentos de forma desordenada y caótica? Tal vez le enfadase la falta de autocontrol. A todos los seres humanos nos pasa. Planificamos nuestra vida como si todo pudiera preverse y a la mínima (nos desviamos del trayecto) saltamos. Nerea algunas veces (muy raras) parecía hasta “simpática” (unos breves segundos de sonrisas) pero eso sí, quería dominarnos y se mostraba siempre autoritaria. Llegaba hasta el extremo de la crueldad. Recuerdo una clase en la que nos dejó temblando, aturdidos. Parece una broma risible pero no lo es. Una tarde trató de convencernos de que el verdadero taichí debía ejercitarse en una especie de limbo, completamente desnudos, sintiéndonos puros y sin manchas en la conciencia y en la moral. Nadie quería quitarse la ropa pero ella iba desvistiendo a la fuerza a los que podía (una zapatilla, la chaqueta del chándal, un pantalón corto...). Todos tratábamos de ayudarnos los unos a los otros pero aquella mujer tenía una fuerza brutal. Al final nos dejó en paz. A continuación añadió que el taichí era en realidad un arte marcial y que podía incluso matar a alguien de un solo golpe, uno solo pero muy certero.
Entre el temor y el desconcierto andábamos perdidos y desubicados. No sé por qué no nos fuimos todos. Tal vez porque aquella mujer nos daba morbo o porque su forma de moverse y de actuar nos resultaban tan extrañas que queríamos averiguar (tácitamente) a qué se debían.
Hubiera sido más fácil aprender (y no quedarnos en la ignorancia y en la confusión que esta “maestra” nos imponía con sus pésimas “lecciones” de taichí, tanto prácticas como teóricas) de la mano de una persona agradable, que pone todo su empeño en enseñarte, que está preparada para ello y que te va iniciando en cualquier disciplina con mucha calma y paciencia, incluso animándote a valorar tus propios progresos y a seguir aprendiendo.
Pero era justamente al contrario. No entendíamos nada. No sabíamos si éramos la “Hermandad de los Sufrientes” o de los “Bufones”.
Creo que todos nos preguntábamos lo mismo: “¿Cómo, cómo era posible que una inepta como ella como diera clases?, ¿cómo podía ser profesora una persona que no sabía nada, que desconocía por completo la materia?, ¿qué extraña modalidad de taichí era aquella?” Aquella forma de... no sé cómo llamarlo, de concebir el taichí era demasiado “creativa”, nada menos que “una ficción absurda y poco creíble”, es decir, “un cuento chino”. Yo empecé a burlarme de ella dándole el nombre de “Gimnasia oriental made in Nerea”. Otros bautizaban aquel “carnaval” con todo tipo de apelativos, a cual más grotesco (y grosero). Por raro que parezca había alumnos que venían a ver una atracción de circo (“A ver si hoy hace de payaso, de trapecista, de mujer barbuda o de mujer-bala”).
Enseguida le caí mal. Me convertí en una de sus víctimas (quizá la más castigada de todas las demás (muchas, por cierto)). La mayor parte de sus “reos condenados a muerte o a cadena perpetua” se mostraban indiferentes cuando les recriminaba algo o se dirigía a ellos con toda su fiereza, pero yo no. Mi debilidad de carácter y mi fragilidad interna hacía que sintiese a veces un intenso llanto interior. Aunque todos la ridiculizábamos con motivo si ella se defendía atacando la gente respondía con auténticos dardos verbales y con una rapidez mental de lo más ágil y certera.
Además creo que yo era el único que no soportaba que fuera tan ordinaria y soez. Aquellas carcajadas vacías y aquellas groserías insultantes (cortes de mangas, levantar el dedo anular, rascarse el trasero...) ponían en evidencia su vulgaridad. Cuando trataba de hacerse la graciosa me molestaba su sentido del humor (si es que lo tenía) grueso y basto.
A mí me gusta la media sonrisa, sonreír a medias y con ironía (y un poquito de dolor). El humor negro, el humor inteligente te permite escapar de la tragedia vital.
Pero en las clases de taichí los alumnos, cuando Nerea contaba una historia de lo más original y divertida (para ella) los alumnos se burlaban abiertamente de ella aunque inhibieran sus carcajadas con una tos seca (alguna bronquítica) que les delataba. Incluso había algunos que afirman que era un chiste viviente, un bufón o una caricatura.
Sin embargo había algunos que aparentando reírse de lo que Nerea consideraba una historia de lo más original y divertida se estaban riendo de ella “Esta clase es una clase de relajo, de cachondeo, para pasar un buen rato”, comentaban algunos muy felices y más que felices porque no había caído todavía en desgracia. Castigado o no no podía tomármelo así. Además Nerea se permitía el lujo de formularnos preguntas relativas a la filosofía oriental sin habernos dado clases teóricas. Imagino que a nadie le interesaba conocerla pero yo sentía curiosidad.
Tomé la decisión de ser un poco autodidacta. Me bajaba de Internet vídeos ilustrativos que partían de pasos sencillos para luego ir complicándose cada vez más. Imitaba lo que se reflejaba en la pantalla mecánicamente, con mucha torpeza y descoordinación aunque poco a poco iba adentrándome en ese misterioso mundo hasta creer que algo pequeño, muy pequeño se registraba en mi memoria corporal. Eso sí, repetía los ejercicios concediéndome demasiada libertad pero al “reinventarlos” descubría más belleza todavía.
Con mucha osadía fui elaborando mis propios apuntes (me estaba gustando demasiado como para no tener un legajo donde anotar descripciones y dibujar en él un paso, un movimiento, la forma entera). Reuní un centenar de hojas y decidí (con algo de miedo) repartirlas entre mis compañeros. Le gustaron a la mayoría y decidimos ejercitarlas fuera del gimnasio. Casi todos los días quedábamos a las siete de la tarde en la Farándula y nos tomábamos un café juntos. Yo no hablaba mucho pero disfrutaba de la conversación. Luego íbamos a un local que Víctor tenía alquilado (Víctor era el compañero de más edad) y repetíamos con mucha dificultad lo que se leía y se veía en las anotaciones. Los que empezaban a ser mis amigos valoraban mucho mi esfuerzo. Iban a las clases de Nerea (aparte de para echarse unas risas en silencio) para rellenar el hueco libre que quedaba entre dos actividades. Yo seguía creyendo que algo podría aprender de ella aunque sin mucha convicción. Era de la filosofía de que los demás siempre te pueden enseñar algo, en el peor de los casos malicioso y mezquino.
Nerea era maliciosa y mezquina pero inconsciente y arrojada. Hay que vendarse los ojos para (sin capacidad de autoanálisis y de espíritu crítico con uno mismo) querer viajar a Oriente. No tenía ni siquiera un pequeño bagaje cultural ni ningún tipo de conocimiento al menos sobre lo que parecía ser su “profesión”, aunque resulte paradójico. Un día, quizá lo eligió ella porque estábamos casi todos nos dio la gran noticia. Iba pasar una temporada en China para enseñar más que para aprender dadas sus cualidades y aptitudes. Aun así cursaría estudios superiores para que su currículum brillase todavía más. “Bueno, es la mejor escuela de artes marciales. Se puede decir que allí empezó todo, que fue creciendo y desarrollándose hasta alcanzar la plenitud”. Seguro que desbancaba a cualquiera. Sería la alumna más aventajada porque aquello sólo suponía repasar viejos conceptos. Incluso podría ser ella una de las profesoras dentro de un personal docente de lo más selecto. Estaba hinchada, pletórica, rebosante de orgullo. Se permitía toda crítica y descalificación: “Los occidentales (salvo ella y un grupo reducido) nos habíamos quedado con lo más llamativo y superficial de este arte marcial. Lo habíamos desprovisto de su esencia y lo habíamos convertido en una burda imitación que no ahondaba en sus principios. Lo ejecutábamos como si fuera un baile pintoresco. No meditábamos ni nos parábamos a pensar. Además no reflexionábamos sobre la capacidad ofensiva y defensiva de cada paso. Mi taichí es tan puro que debo de ser la reencarnación de un viejo profesor experto y altamente dotado”.
En cierto modo tenía razón, salvo en lo concerniente al viejo profesor. Los occidentales nos quedamos con lo más fácil y vistoso; de todas formas aunque su pequeño discurso fuese cierto, ¿qué nos había aportado ella?: una forma de entender la vida totalmente absurda y ridícula. Llegó a decir incluso que ella sería lo más tanto en Oriente como en Occidente si no lo era ya.
La reacción de los alumnos ante semejante presunción no tardó en llegar. Muchos empezaron a toser (creo que estaban ahogando con su carraspera una risa que a veces se escapaba y sonaba bajito). Otros se quedaron consternados y boquiabiertos. Si se veía a sí misma tan grande y con tanto potencial (había llegado al sumun) era gracias al autoengaño, a la mentira como forma de vida. Nerea destacaría por su ignorancia en unas meras clases de iniciación. Su altanería resultaba ya repugnante. Pero..., ¿a dónde iba ella? ¿Qué méritos tenía? Su espejo le devolvía una imagen totalmente distorsionada. Se veía grande y poderosa en su cielo imaginario y nunca bajaba la mirada al suelo. Y sin embargo hasta un niño hubiera podido enseñarnos mejor que ella.
Su partida fue a los pocos días y pasó un tiempo hasta que llegó el nuevo profesor. Mientras, seguíamos tomando café y reuniéndonos en el local de Víctor. Allí practicábamos nuestro propio taichí, un taichí más o menos académico pero adornado con buenas dosis de fantasía. Nos divertíamos mucho pero pronto llegó Xian, el nuevo profesor. Era casi un anciano y tenía esos ojos ovalados y rasgados de las personas que proceden de Asia. Nos quedamos sorprendidos. Asumimos que como se trataba de un maestro chino sería todo un experto. Cuando se presentó fue más allá de su raza y de su nacionalidad. Se consideraba un universo dentro del propio Universo.
Su mirada recorrió todo el aula (fue una mirada larga que se detenía de vez en cuando) y que se quedó clavada en mis ojos. Desde el primer momento me inquietaron aquellas pupilas, aquel iris, aquellos párpados semicerrados, semiabiertos... Cuando se fijaba en mí parecía que su campo visual se dilataba y que una sonrisa se esbozaba en su boca.
Me intimidada. ¿Lo sabría todo de mí? Imposible pero..., ante él me sentía desnudo, carente de esa corteza que nos protege y que nos aísla. Esos ojos me traspasaban, me penetraban, tenían fuerza. Me recorrían de arriba abajo con tanta intensidad que llegaba a sentir miedo. Al entrar en clase me preguntaba a mí mismo (de forma repetida y casi obsesiva) si aquel hombre sería tan sagaz como para descubrir mi secreto. A veces me respondía a mí mismo que no; otras que sí y sin que mediaran palabras. Luego, al salir, casi siempre y gracias al análisis y la objetivad (toda la que es posible) conseguía “olvidarme” un poquito de él, quedaba con algún “amigo” y luego me acostaba un rato. Lo que en principio era un sueño reparador se convirtió en pesadilla, en una pesadilla que se repetía continuamente bajo distintas formas. “Monstruos” y “fantasmas” acudían a mi mente. En un estado de duermevela me interrogaba nuevamente: “Podría el viejo Xian conocer la naturaleza humana hasta el punto de darse cuenta de que yo era diferente? ¿Me había diseccionado ya (como si fuera una lombriz o un escarabajo) y se había dado cuenta de cómo era mi estructura interna? Con más fuerzas de las que hubiera imaginado tener hacía todo lo posible por comportarme con normalidad pero no podía. Cada día que pasaba aumentaba mi nerviosismo, ni inquietud; estaba ya muy angustiado. La ansiedad crecía y la sangre se agolpaba en mi cabeza. Una tarde, cuando acabó la clase, me susurró al oído: “Hay un secreto dentro de ti”. Ya estaba a punto de marcharme a tomar café con mis compañeros cuando decidí preguntarle qué significaba aquella frase. Necesitaba un poco de claridad. Volví sobre mis pasos y como en un murmullo casi inaudible le pregunté, titubeante y casi temblando: “¿De qué secreto me habla?” “Nadie que no sea maestro en taichí ejecuta los movimientos con tanta perfección. ¿No significa eso algo?” “Soy serio y disciplinado. Practico en casa. Leo libros y me bajo vídeos de Internet...” “¿Y por qué lo haces? El taichí es demasiado importante en tu vida. Es maravilloso ver cómo te mueves. Destacas, sobresales. Resulta llamativo que alguien que lleva tan poco tiempo practicando sepa casi tanto como yo. Sin embargo, sin quitarle importancia a la pasión que alguien pueda sentir por un deporte, por el arte, por las matemáticas..., tú pretendes que el taichí te llene por completo y que también le dé sentido a tu existencia, incluso que guíe tus pasos. Podría decirse que eres a través de él y gracias a él. ¿Cuántas sensaciones experimentas cuando te mueves lenta y fluidamente? Estoy seguro de que también conoces el fondo, la raíz, la teoría... Juraría que puede provocarte hasta un orgasmo. No, amigo, tu piel no puede ser un quimono chino. Porque..., ¿hay algo más en tu pobre vida?”
En un principio me quedé mudo. Luego traté de reaccionar pero el profesor sonrió satisfecho mientras fijaba su mirada en mi rostro, esa mirada rasgada que tanto me intimidaba.
¿Había algo más?
Él sabía que no pero quería que yo lo reconociese. Traté de mentirle (trabajo, mujer, hijos, vida social, aficiones...). “¿Estás seguro?” De sus ojos brotaban mil carcajadas, de su boca miles de palabras que me compadecían... No supe qué decir. Un ataque así te deja desarmado. Además, no soy de los que intentan que su vida, mediocre y plana, se llene de aventuras imaginarias y de una belleza sin par. No sé mentir y lo más terrible es que a veces alguna de mis verdades ha resultado poco creíble.
Me sentía pequeño, desvalido. Hubiera podido responderle simplemente con un desairado y cortante “¿Y a ti qué te importa?” o no darle ninguna respuesta. Sin embargo bajé la cabeza y ahogué mis lágrimas en un charco interior.
Me vinieron a la cabeza imágenes relacionadas con mi casa, recién estrenada. Durante un par de años compartí mi cama con una mujer de la que apenas sabía nada; nos gustaba contemplar nuestros cuerpos desnudos, recorrerlos con ojos y con la piel, que uno entrase en el otro. Después nos encendíamos una pipa que contenía tabaco aromático y algo de güisqui y nos mordíamos la boca. A veces me hablaba de creencias populares fuertemente arraigadas en su país. En algunos aspectos Guinea no había avanzado mucho, por ejemplo en medicina. A algunos enfermos los ataban y los maltrataban. Para ella todo eso no era más que pura ignorancia y desconocimiento. Recuerdo que cuando me hablaba de curanderos y brujos se enfurecía (toda ella era pura rabia, pura violencia verbal). Yo sospechaba que algún familiar suyo había tenido que sufrir por estar enfermo pero callaba.
Todavía recuerdo aquellos ojos verdes y aquellos labios carnosos que tanto me gustaba besar.
Creía que nuestra relación no acabaría nunca (una relación en la que había más silencio que palabras) pero un día me dijo que iba a casarse con un amigo íntimo. A ninguna mujer le llena una relación en la que sólo hay sexo. Estoy convencido de que esperaba más de mí, tal vez la promesa de un amor futuro. Nos despedimos sin lágrimas ni besos. Cuando fui al dormitorio para aspirar su esencia íntima, encontré encima de la cama unos pequeños amuletos. También había una hoja de papel con unas frases escritas por ella: “Duda siempre. No hay nada del todo cierto. No busques falsas seguridades. No creas ni siquiera al más sabio. No te dejes influenciar ni tomes como tuyas ideas prestadas. Puede que nos volvamos a encontrar en el camino. Hasta entonces chao”.
Cerré los ojos y sentí la humedad de su cuerpo, su cabello mojado, esa piel negra que me trasladaba a otro lugar. A veces era ella la que me penetraba y entraba en mi interior, en el fondo de mí mismo. No sé, creo que intentaba saber lo que pensaba, lo que creía, cuáles eran mis emociones íntimas, lo que soñaba por la noche... Me miraba fijamente y luego bajaba los ojos, quizá para que no se le olvidase cómo era yo. Siempre me mostré silencioso y callado, hermético y opaco..., aunque ella leyese lo que quería saber en mi piel y en mi cuerpo. Creo que estuvo conmigo y con muchos más en mí. Nunca me gustó percibir esa sensación, sólo quería que me amase a mí.
Había dejado restos en la casa, las huellas de un beso en mi espejo, máscaras, olor a incienso, una alfombrilla con flecos (supongo que cosidos a mano), una flauta con tubitos de madera, una planta trepadora... y una sombra, su sombra.
Entreabrí los ojos. En aquel momento yo no quería ser de nadie. Mi piso era un piso para una sola persona. Conmigo ya era suficiente. Sólo había un dormitorio, una cocina que hacía las veces de salón, un baño y un balcón minúsculo. Cuando me cambié de casa dejé allí las enciclopedias, las figurillas de porcelana, las láminas de arte, el mobiliario más ornamental, los recuerdos y souvenir... Ahora he aprovechado todo lo que he podido mi pequeño espacio vital.
Sólo quedan una docena de libros imprescindibles, mandalas, sudokus, un reloj de caja con motivos orientales, varios cajones llenos de poemas y letras de canciones que escribí durante mi adolescencia y mi museo viviente: el reino del taichí. Tengo manuales avanzados, música relajante y agradable para los sentidos (dulce, con trinos de pájaro), abanicos, sables, quimonos, calzado apropiado... En todas las casas hay averías, manchas de humedad o algún cristal roto. Yo he tratado siempre de que la mía “reuniese condiciones”. En cuanto al dinero vivía de un pequeño capital. Sabía moverlo y obtenía beneficios bastante generosos con él.
Antes de que Xian sustituyese a Nerea seguía un ritual para ir al gimnasio. Creo que me daba cierto aire de elegancia y que aumentaba mi atractivo.
Me bañaba con sales aromáticas, me perfumaba con colonia de olor a limón, me recortaba la perilla, dejaba los quimonos para días especiales como los de exhibición en plena calle, vestía con un chándal de marca sólo para dar imagen porque en realidad soy anti-capitalista y anti-consumista (odio especialmente las naderías que aumentan de precio sólo por llevar un logotipo), engrasaba mi bici (luego la sustituí por una eléctrica para “aparentar más”) e incluso, cuando quería lucirme del todo conducía el carro que había heredado de mi padre, un escarabajo con el motor totalmente reparado y con una espléndida carrocería retro.
Pero llegó Xian. Reconozco que era un auténtico profesor de taichí, (explicaba la ejecución de cada movimiento con suma claridad, gastando toda la paciencia que hacía falta y sólo saltaba al paso siguiente si estábamos preparados. Además, como es natural, corregía las posturas que no eran correctas y despejaba todas las dudas que surgían). A mí no me enseñó nada. Aquellos ojos penetrantes y aquellos gestos de desprecio me hacían sentir mal. Por eso me retraía y me inhibía cada vez más. Ya no me encontraba a gusto entre mis compañeros. No podían imitar aquellos movimientos míos que ahora eran torpes y desmañados. El café del bar me sabía cada vez más amargo y me ausentaba de las conversaciones. Incluso en casa me dejaba caer en el sofá, triste y desganado. De vez en cuando trataba de leer algún libro fácil, de iniciación pero mis ojos se perdían entre las letras y no lograba concentrarme. “Ese viejo, ese viejo hijo de puta..., no puedo rendirme”.
Traté de rehacerme, “Tal vez cuando regrese ella vuelva el cachondeo y la diversión”, “Xian no sabe nada de mí”, “Sólo trata de intimidarme para que deje el gimnasio porque soy mejor que él”. Poco a poco fui perfeccionado otra vez mi técnica, la fui depurando y llegué a sentir aquella armonía que se apoderaba de mi cuerpo y que me hacía flotar.
El viejo maestro me dejó en paz durante un breve lapso de tiempo. Tras una clase “divertida” (nos mostró un vídeo de Nerea hablando de la auténtica comida china, de la que ellos consideraban un manjar y no de la que exportaban a Occidente: “Es asquerosa, repugnante, preferiría comer cerdo con salsa agridulce y no esa hostelería de élite con la que pretenden agasajarme. Me resulta intragable; por eso me paso el día comiendo hamburguesas y pizzas”, después de aquel instante de relajo, digo, se acercó a mí con el rostro casi brillante (como si lo bañase el Sol) y me mostró una lámina en la que figuraba un hombre haciéndose el harakiri. “¿Qué te parece?”, me interrogó, “¿Te gustaría ser él Yo creo que sí. Incluso en algunos momentos de tu vida has sido él”. Aquel chino viejo me estaba perturbando. Sabía más de mí que yo mismo. Me defendí de su malévola incitación. Aquella mente suya era malévola, pérfida. “¿Quiere que me suicide siguiendo un ritual japonés? ¿No sería más “agradable” cortarme las venas?” “Elija el método que elija, rasgándose las venas o atravesándose las entrañas (creo que le gustan los rituales) usted acabará suicidándose”. Aquello era demasiado, me encrespé como un felino a punto de atacar y simulé que le asestaba un golpe mortal que había aprendido estudiando taichí.
Él sonrió con los ojos: “Usted no es peligroso, amigo, podría haberme matado y no lo ha hecho. Usted sólo sabe hacerse daño a sí mismo”. Y luego siguió enervándome con las conclusiones que extraía al verme practicar taichí.
“He estado observando nuevamente sus pasos. Durante un tiempo titubeaba, dudaba, daba vueltas sobre sí mismo, se perdía..., pero otra vez ha alcanzado la perfección y esa perfección es fría como la muerte. Se comporta mecánicamente, como lo haría un robot pero yo sé que, en el fondo, usted tiene el alma rota y cuando el alma se rompe llega el dolor más profundo, el dolor que te empuja a la nada. Amigo, equivóquese aunque sea intencionadamente. Nada sabe mejor que un error voluntario. Nada enseña más. Nada nos hace más humanos”.
En un principio me pareció que daba un giro inesperado, que se mostraba más cálido y cercano. Había incluso cierta dulzura en su voz pero luego sus palabras siguieron dándome asco: “Le he herido profundamente. ¿Por qué en vez de demostrarme que podía matarme no lo ha hecho? Motivos no le faltan. Sin embargo aunque usted se vaya matando a sí mismo no podría hacerle daño a los demás. Peque, amigo, peque. Nada hay nada más placentero que ver sufrir al otro”. Se preguntará por qué analizo constantemente su comportamiento. ¿Porque le siento sufrir? No. Es un reto personal.
Desde que le vi con ese brillo tímido en los ojos, con los labios agrietados y la tez muy pálida, supe lo que eras: “Un enfermo del alma y de la mente. Te dolerá pero quiero que tus compañeros lo sepan...”, hizo una pausa, “... has creado a un personaje que parece, sólo parece, ser más o menos normal...”, le interrumpí, “¿Pero usted a qué juega? Por un lado me suelta un discurso conmovedor, después me incita a herir a los demás. Usted sabe hacerle feliz al otro y a continuación, en un breve lapso de tiempo, hundirle en el fango. Yo soy torpe, visceral, muestro mi odio sin tapujos. Usted lo disimula, además, juega con los sentimientos de los demás. Tiene estrategias para manipular y mover los hilos del otro, para convertirlo en un muñeco que acaricia y golpea al mismo tiempo. Yo no soy ningún enfermo. El que está enfermo es usted. Enfermo de ocultas y pérfidas intenciones”, “Da igual lo que diga. Yo conviví con una enferma a la que acabé odiando. Usted es un virus infeccioso y sí, juego, a hacerle sentir bien y a hacerle sentir mal. A darle un buen consejo y a amenazarle. No vuelva por aquí. No lo quiero en mis clases”.
Una melancolía ácida (estaba muy triste y me corroía por dentro) me acompañó durante mi trayecto de vuelta a casa. Cuando metí las llaves en la cerradura pensé en destruir ese “santuario dedicado al taichí” que había ido creando. Me sentía vencido. Todo había acabado. A cambio colgué un cartel que rezaba “Este fue mi paraíso. Nadie debe entrar. Allí guardo mi esencia, todo lo que fui por unos meses y que se ha esfumado para siempre”.
Me tumbé en el sofá y pasé días y noches fumando marihuana y bebiendo vodka. La casa empezaba a oler mal. La fina cubierta debajo de la que yo “vivía a ratos”, se estaba ennegreciendo, estaba sucia, con restos de porquería, incluso mojada.
El teléfono sonaba pero yo me decía a mí mismo: “¿Quién puede interesarse por mí? Querrán venderme algo, seguro”. Un día me decidí a descolgar el auricular y era Víctor. Estaba preocupado porque ya no me pasaba por el gimnasio. Me notó la voz ronca y gangosa. Peguntó por mi salud. Me gustó que alguien se interesara por mí. Tuve que responderle que padecía bronquitis aguda. ¿El viejo profesor no había comentado nada? Luego Víctor me habló de una “niñita” que había empezado a sentir algo por mí y que me echaba mucho en falta. Y digo “niñita” porque era blanda, tierna y no superaba los veinte años”.
Tenía que averiguar qué era lo que realmente sabían. Cuando colgamos llamé a dos compañeros más y parecieron alegrarse. Creían que me había borrado, que me gustaba más otro deporte, habían transcurrido tantos días..., quién sabe lo que puede pasarle a una persona si nunca coge el teléfono. Uno de ellos me invitaba a un chino (pura ambientación oriental donde practicar taichí) y otro a ver el Madrid-Barcelona en su casa.
Yo preferí saber a través de la “niñita” (se llamaba Carol) porque si sus sentimientos eran profundos, a ella, quizá, qué tontería... Sólo quería saber si ella lo sabía y también los demás. Si estaba enamorada de mí me haría alguna confidencia, dejaría caer algún detalle, querría desnudarse ante mí y que yo lo hiciera ante ella...
Quedamos enseguida. Yo estaba ansioso. Además no me sentía a gusto ni con mi aspecto (casi famélico) ni con la ropa que llevaba (demasiado clásica). Eso hacía que mi malestar aumentara. Para colmo llegó veinte minutos tarde. Me pareció muy linda, más linda que ningún otro día y su sonrisa (creía yo) que vestiría la tarde.
Después de hablarme de cómo latía su corazón cuando me veía, de cómo vibraba, de ese bullir interior que emanaba de su interior me vi obligado a mentirle. “Es pronto para mí. Estoy superando el duelo de una relación anterior. Fue intensa, pasional y también muy profunda. Quizá más adelante...”
Su mirada se bajó al suelo y yo la recogí de él:
–Sonríe, a mí también me gustas pero es pronto. Quiero estar seguro.
–¿Es por eso por lo que no vienes a taichí?
–Bueno..., tal vez. Le dedico mucho tiempo a la meditación, a la autorreflexión, intento comprenderme y a..., a ella también.
El resto de la tarde fue como la de dos púberes: vimos una película de Disney para adultos, nos tomamos un helado y cenamos hamburguesa con patatas fritas, kétchup y mostaza. La acompañé a casa como si fuera un caballero de los de antes, cortés y elegante. Mis maneras no eran fingidas, soy educado y correcto pero nada más; las emociones tienen que sentirse de verdad y dejar que se expresen libremente. Por eso cuando ella me fue a besar aparté mis labios de los suyos y sus ojos volvieron a caerse al suelo. Esta vez los dejé allí. Le di unas delicadas palmaditas en la mejilla. Pareció sonreír y luego llorar. “Venga, niña mía, duerme”. Era una niña (púber o adolescente) muy bonita y cualquier chico se hubiera enamorado de ella, de sus ojos, de sus labios, de aquel cabello azul brillante. Pero para mí era un simple bebito. Lo que yo quería saber ya lo sabía. Aquel viejo profesor me amenazó con hablar de ello, de mi secreto, para luego callarse y silenciarlo todo. Podía hacerme mucho daño y él lo sabía. En un principio llegué a esa conclusión porque mis compañeros de clase seguían llamándome y de vez en cuando quedábamos para tomar un café, ver una exposición, hacer una pequeña salida...
Cuando me reincorporé a taichí lo hice con alegría. Ni siquiera estaba Xian. Respiré aliviado y tranquilo cuando no lo vi. Nerea había vuelto a su puesto. Había adquirido unas formas y maneras orientales muy superficiales, simplemente una pose o una pobre y ridícula actuación teatral. Se había quedado con lo peor de la cultura china además de llevar ya dentro de ella lo peor de la cultura occidental. Sus clases eran igual de desastrosas que las de antes y si no fuera por lo que repasábamos y reaprendíamos en el local de Víctor lo hubiéramos olvidado todo.
Yo seguía leyendo y practicando en casa y poco a poco iba superándome y adquiriendo un dominio del que no era consciente. Además de lo que ya sabía por el comentario del viejo Xian muchos alumnos (más que los que practicábamos en el local de Víctor) estaban interesados en que les diese clase. Mi autoestima empezó a crecer pero mi ego nunca se hinchó. Estaba sorprendido. El taichí era mucho más de lo que yo sabía, mis conocimientos eran muy limitados pero, partiendo del antiguo taichí, y conociendo las formas y principios fundamentales había inventado un nuevo arte marcial. Desde que empecé a practicarlo deseé aprender todo lo posible; saber todo lo que pudiera alcanzar... Si me había convertido en un discípulo aventajado era por la cantidad de horas que había invertido en el entrenamiento. Para mí no era una obligación, era un deseo que no me saciaba plenamente hasta que no caía rendido. Trabajar con gente nueva me estimulaba pero tenía que advertirles que mi taichí no era un taichí tradicional, que lo había desprovisto de su pureza inicial añadiéndole toda mi creatividad.
En un principio acepté a un grupo reducido de alumnos. Víctor me prestó su local y también se apuntó al curso que iba a impartir. No cobraba nada. Ya disfrutaba enseñando.
El taichí nunca fue para mí una creencia religiosa ni un ideario ni una filosofía. Más bien se convirtió en un estilo de vida.
A la gente le gustaba cómo entendía yo el taichí, cómo lo interpretaba y desde luego cómo lo ejecutaba. El número de alumnos fue creciendo y tuve que alquilar otro local. Mis clases seguían siendo gratuitas. Todos los que asistían no dejaban de realizar otras actividades en el gimnasio: espalda sana, zumba, yoga, Pilates, piscina...
Todos los que se apuntaban a taichí acaban interesándome por las clases que impartía en mi local. Nerea era una incompetente. Y un día apareció. Lo más probable es que se quedara prácticamente sin alumnos o que alguien le hablase de mí y de mi particular forma de entender el taichí, embelleciéndolo como si fuera una coreografía y aumentado su capacidad de lucha y de pelea sin cobrar nada, de forma altruista. El taichí era para mí ante todo una gimnasia que contribuía a mejorar la salud y a enriquecer nuestra mente (“meditación en movimiento”. Me preocupaba que Xian le hubiese comentado qué pensaba de mí, lo que sabía o intuía, mi secreto, el brillo nervioso de mis ojos, mi vida en torno al taichí... Ella por sí misma, nunca hubiera podido averiguarlo. Le faltaba agudeza mental, capacidad de análisis, psicología... Todo. Pero, aunque ella no pudiese pensar por sí misma su lengua se fue afilando con el tiempo y, aunque no supiera hacer daño de forma elegante y sibilina sus palabras estallaron en mi cara como una bomba de relojería. No empezó muy fuerte pero después sí, desveló casi gritando que yo estaba enfermo y que tenían que apartarse de mí porque era un “agresor potencial” que les atacaría gratuitamente sin que transcurriera demasiado tiempo (a pesar de todos los meses que llevaban conmigo). Era mi forma de disfrutar, de encontrar placer, nunca podría evitarlo.
–Chicos, sé que estáis a gusto con este cabrón pero su forma de interpretar y de ejecutar el taichí es de juguete, falsa, demasiado libre para entender este arte marcial correctamente, con toda su complejidad y su belleza.
Además ya os habréis dado cuenta de que es un fanático, de que está obsesionado... Al igual que a mí os asusta la locura y este hombre es un puto esquizofrénico. ¿Vais a creer a un demente que huye de la realidad y que se inventa un mundo aparte? Algún día os asestará un golpe mortal tras una tortura meditada. Es bastante violento aunque ahora lo veáis calmo y tranquilo, sólo quiere aparentar que está en paz. ¿No veis el telediario? Todos los asesinatos los comente gente anormal, como él...
Ya no seguí escuchando su discurso. Fui deslizándome hacia la puerta de salida. Había indispuesto a todo el mundo contra mí. Cuando llegué a casa me miré en el espejo y vi a un monstruo terrible y sanguinario. Esperé días y días e incluso meses y nadie me daba un telefonazo, ni siquiera aquella pibita “enamorada”. Para mí suponía un esfuerzo, tremendo y a la vez inútil que creyera que yo era una persona normal que sentía, al igual que enfado, cualquier emoción humana, también amor, compañerismo, deseos de ayudar...
He pasado demasiado tiempo sin bañarme, afeitarme, vestirme..., llevo meses tirado en un sofá que amarillea y huele mal. Los muebles están llenos de polvo, los relojes no dan la hora, en el suelo hay basura, sobran sillas, incluso medio canapé y por supuesto la cama, quedan restos de fritanga en la nevera, montones de tacitas de café están amontonadas en la encimera, pringosas y pegajosas...
Hoy tampoco saldré a la calle. Quizá mañana. Sí, mañana. Quiero comprobar si hay gente que tiene el mismo rostro que el mío, que aquel que me devolvió el espejo y que observé durante mucho tiempo. Si consigo ver a alguien demacrado, con ojeras, excesivamente pálido, con el pelo sucio y revuelto, ojos alucinados, labios rajados..., quizá me convenza de que también los locos tenemos derecho a habitar la Tierra aunque traten de excluirnos. No se percatarán de mi mirada rota ni de mi alma escindida. Quiero que nadie se sorprenda de que yo también vivo en “su” ciudad. Quizá sean otros y no yo los que deban vivir enjaulados en la cárcel. Tal vez no deba cuestionarme nada. Bastaría con saltar a la calle.
Ya estoy en ella, por fin. Tengo la apariencia de un mendigo, sucio, desaliñado, con las uñas negras, llevando ropa vieja y gastada que se ha pegado a mí como una segunda capa debido al sudor (frío y pegajoso). Llevo la misma desde que se inició mi exilio, mi pelo se ha apelmazado y parece que lleve piojos y otros parásitos..., estoy igual por dentro que por fuera. Una mujer elegante y floreada me ha ofrecido una manzana. Yo la he guardado en el bolsillo, se pudrirá allí dentro porque yo sólo tengo hambre de afecto, de cariño y nadie me dará ni un poco así pasasen cien años y más si saben que tengo una enfermedad “peligrosa”.
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