7 de enero de 2019

El mendigo loco


Aquí, donde estoy, acaba para mí el mundo. Hace tan sólo unos meses no había límites en mi vida. Podía entrar y salir de casa cuando quisiera. Transitaba las calles, iba a garitos, visitaba museos y veía exposiciones, sentía vértigo cuando me asomaba a las ruinas de mi ciudad y a sus restos arqueológicos, cosía los lomos de los libros deshojados, esculpía figurillas, me echaba un cigarrillo (incluso algún porro), me tomaba un chupito de licor de manzana (sólo en ocasiones), tomaba “litros” de café solo (también con nata o leche condensada), experimentaba en la cocina con alguna receta nueva...
Ahora gozo de la misma libertad que antes (no estoy en la cárcel, si acaso mi presidio es un presidio interior) pero tengo el alma rajada. Por eso me paso las horas durmiendo o viendo la televisión y sus programas basura o escuchando las noticias que me informan de lo que pasa en un mundo del que no quiero saber nada.
Ahora ya no me apetece ni siquiera bajar al café de la esquina; mi fuente de placer se ha agotado y me siento como un niño al que le han robado sus juguetes. Aquí, en mi casa sigue existiendo parte de lo que fue mi “santuario” (del que procedía casi toda mi alegría interior) pero el mero hecho de dar unos pasos y acercarme a él me duele. Metí en bolsas todos los accesorios y sólo dejé fuera algunos libros que seguramente estarán llenos de polvo, el traje que llevé aquel día y que todavía olerá a sudor, sábanas amarillentas cubriendo la mesita donde el incienso ardía y lo perfumaba todo dándole un aire místico de procedencia hindú u oriental, un sillón de orejas donde me sentaba a leer y a escuchar música relajante, un portátil (no me gusta la tecnología pero así podía bajarme vídeos)..., incluso alguna telaraña colgará del techo tejiendo con sus hilos una red que también puedo sentir yo en el pecho, oprimiéndome y asfixiándome porque mi felicidad ya pasó de largo.