16 de julio de 2018

Belleza trágica


Los dos habían sobrevivido a la misma tragedia. Aquellos cuerpos quemados, calcinados, asfixiados por el humo todavía permanecían vivos en su memoria como fantasmas del pasado. Los dos habían visto la mueca torcida de la muerte. Aquellos cuerpos sin vida reflejaban el vacío, la nada, la ausencia con la que tendrían que convivir. Había vencido, ella siempre vence, aunque te vaya dando pequeños plazos. También podrían haber sido ellos. Quizá hubiera sido lo mejor, pero no, Raquel y Luis tendrían que sufrir aún más cuando fueran conscientes de su orfandad.
Nadie escapa. Ningún ser encuentra la salida. La muerte afila los dientes y lo devora todo. Rompe cualquier relación, cualquier vínculo. También quiebra la mente de algunos. “¿Puede existir la vida sin la muerte?” se preguntaba a veces Raquel, “Al cabo de muchos años nos sentiríamos viejos, gastados, agusanados..., el cuerpo acaba pidiendo tierra. De todas formas no voy a formularme preguntas estúpidas. A cada paso huimos de ella, de la muerte, de la nonada, tratando de ignorar que está justamente al lado”.
Pero Raquel se construyó un mundo aparte para vivir y fue olvidando poco a poco. Sus ojos no veían ya solamente sombras y bruma. Trabajaba en un laboratorio, era químico y despuntaba en su profesión. Incluso pensaba optar a la cátedra. Y un buen día, como siempre había soñado, decidió completar su vida teniendo un hijo. De Luis, su hermano, no quería saber nada. Le ocultó hasta la existencia del pequeño. Iker fue fruto de alguna de aquellas relaciones que duraban como mucho una semana y que a veces empezaban y acababan en el reservado de una discoteca.
Raquel no amaba a los hombres. Tampoco a las mujeres. Era más intelecto que emoción (si es que sentía algo de afecto por alguien que no fuese su hijo, un afecto y un cariño que disminuirían con el tiempo, cuando él no pudiese satisfacer sus expectativas). Su inteligencia, lógica y racional, chispeaba cuando algo nuevo empezaba a borbotear en los tubos de ensayo del laboratorio y su fibra sensitiva se excitaba cuando su hijo le hablaba en un dialecto infantil de todo lo que era nuevo para él. Pero pasados unos pocos años Iker se convirtió en un niño mediocre, perteneciente a la inmensa mayoría y sin más aptitudes que ningún compañero suyo. Raquel, frustrada y decepcionada, se limitó a cubrir sus gastos hasta que cumplió dieciocho años y se puso a trabajar de camarero.
Luis nunca tuvo pareja. Ni siquiera ocasional. Ni un rollo. Nada.
Aquel incendio le traumatizó y nunca pudo dejar atrás su pasado. Como contrapunto (para que las heridas no sangrasen más del todo) buscó belleza de una forma incansable e insaciable en todo lo que había a su alrededor.
A menudo se le veía frecuentar museos, salas de exposiciones, ir al cine, al teatro, leer en la biblioteca... Pero lo que más le atraía era la belleza en los rostros de la gente, en sus expresiones, en sus miradas..., también le gustaba el paisaje urbano de su ciudad y por supuesto el verde y el olor a tierra y a hierba de las zonas ajardinadas. Su rostro resplandecía cuando miraba al cielo y estaba salpicado de luz. También disfrutaba del cielo en penumbra. Nunca estaba en plena oscuridad por la claridad estelar de los astros. A veces hubiera deseado ver un firmamento tupido de negro, y la luna..., la luna era el rostro de una mujer que cambia de forma y de lugar y a la que nunca podría atrapar. Admiraba igualmente la exactitud y precisión de las matemáticas, las demostraciones empíricas de la física, los cientos y miles de combinaciones posibles que se dan en ajedrez y la sensibilidad artística que emana de otras disciplinas como el ballet, la música, la gimnasia rítmica, la fotografía, la papiroflexia... A veces en la calle había visto demostraciones de malabarismo que le divertían, estatuas vivientes cuyo silencio estático le dejaba mudo o exhibiciones de taichí cuyos pasos lentos y coordinados intentaba imitar... A veces la gente convertía una plaza o avenida en un escenario improvisado y sólo tenías que mirar.
Pero, cuando descubrió, (tal vez le había llegado a sus oídos de una forma caprichosa y azarosa) que su hermana era químico y que trabajaba en un laboratorio investigando sobre posibles fármacos aquella ciencia fue para él la ciencia sobre la que gravitaban todas las demás. Le entusiasmó tanto saber algo de ella que empezó a fantasear con la química. Llegó a creer, confuso y con la razón y la lógica alteradas, que trabajaba pensado en él, combinado sustancias o modificando la composición de otras para que pudiesen sanar.
No todo el mundo lo conocía en el barrio. Para los que habían trabado cierta relación con él Luis era un alucinado del que su hermana no quería saber nada. Lo había dejado tirado, sin más, y no le preocupaba en absoluto lo que pudiera pasarle. La auxiliar de la farmacia en la que adquiría sus medicamentos era una de las pocas personas que le trataba con cierta dulzura. A menudo Luis le preguntaba si se había progresado en el tratamiento de la psicosis. Carol le enseñaba envases con pastillas que más que ser nuevas eran las mismas con la composición levemente alterada. “No, todo sigue siendo muy parecido o casi igual”.
A través de Carol trataba de saber algo de su hermana, para qué laboratorio trabajaba, en qué área o campo se movía (por si tenían algo que ver con la psicosis) y, como la magnificaba tanto, si cabía la posibilidad de que estuviera en un gran centro de investigación lejos de aquella ciudad. La auxiliar se encogía de hombros o le cogía las manos y le sugería con delicadeza que se olvidara de ella. Si ponía mucho énfasis sabía que él se enfadaría porque la quería a pesar de todo.
Luis seguía buscando y buscando en la nada. Según los médicos nunca se acostumbraría a convivir con la ausencia y la falta de cariño. ¿Cómo llenar las carencias? Aquel dramático suceso le había traumatizado, le había dejado detenido en el tiempo, congelado en aquel instante. Nunca pudo olvidarlo ni enterrarlo en ninguna parte. Nunca lo superó. A veces se distanciaba del mundo y vivía sólo en su mente durante largo tiempo. Entonces sentía un dolor intenso, aún más intenso. Llegaba a experimentar incluso la asfixia que mató a aquellos cuerpos. Puede que el sentimiento de culpa le devorase (culpa imaginaria que es la que muerde y la que destruye) por haber sobrevivido a aquella desgracia. Tal vez su hermana (aunque nunca le hubiese dicho nada) esperaba de él un acto heroico. Cuando la casa estalló ella era muy niña. Él un poco mayor. Además era chico y tenía más fuerza. Pero si Raquel pensaba que Luis hubiera podido ser el héroe que los salvase a todos es que había visto muchas películas. Aunque era un hombre débil su fragilidad no terminaba de romperle. Estaba tutelado por la D.G.A. pero tenía plena autonomía. Nadie le pedía más cuentas de las necesarias sobre su dinero o sobre la medicación que tomaba. Gastaba lo mínimo y se tomaba los fármacos a las horas debidas. No iba a un Centro de Día. No quería adocenarse.
Tenía sus propias inquietudes. Aquellas actividades aburridas y un tanto alienantes (no se podía poner mucha pasión en ellas) que colgaban de los corchos de lugares como aquellos le parecían meros pasatiempos para matar el rato. “Y el rato no se puede matar porque es como matar el tiempo y con él la vida”.
Toda esa belleza que buscaba y que encontraba en todas partes la había interiorizado y la había hecho suya. Él también era un gesto hermoso (para el que supiera profundizar). Se había convertido en un poco fotógrafo, dramaturgo, poeta, escultor, geómetra..., y desde hacía un tiempo en un gran aficionado a la química, más que aficionado, en un neófito que trata de formar su opinión para que no sea sólo genérica y superficial sino firme y documentada. Todo lo que tuviera que ver con su hermana le fascinaba y la química tenía mucho que ver con ella.
Al principio, es verdad, le aturdía la parte más abstracta y teórica de aquellos estudios pero fue subiendo poco a poco de nivel y acabó asimilando conceptos cada vez más complejos. Su inteligencia permanecía lúcida y despierta hasta que llegaba la tormenta. “Todo lo que me medican es química, ¿pero qué habrá dentro de esta farmacopea?”
Primero empezó estudiando y analizando lo más espeso (también lo más llamativo) pero después añadió demasiadas dosis de irracionalidad (fruto de la nostalgia y de la añoranza). Todos los días sostenía las cápsulas y pastillas en la mano (habían pasado a ser mágicas, le deslumbraba mirarlas) y se fijaba en su color, en su forma, en sus ranuras, en su grosor. Las abría para extraer su contenido o las pulverizaba. Cuando le inyectaban Sinogan o Haloperidol preguntaba cuál era el principio activo o si le recetaban gotas las saboreaba intentando descubrir qué contenían.
Un día ocurrió algo inesperado. Parte del sueño de Daniel se habría cumplido si se hubiera enterado de aquel suceso. Lo cierto es que lo ideal hubiera sido no soñarlo nunca.
Durante un tiempo un químico que trabajaba para su hermana se alojó allí por motivos familiares.
Muchos sabían que su jefa era la hermana de Luis y, ociosos y cotillas, le iban entresacando...
“He pensado en irme del laboratorio. No puedo realizar mis propios experimentos, no puedo tener mis propias ideas. Además soy mano de obra barata y anónima. Raquel, la directora del centro es una déspota, una mujer tiránica, súper segura, impositiva, con la lengua muy afilada y con un dardo venenoso siempre a punto. Estando a su lado te sientes un despojo humano, una mierda. Las cabezas huecas y abolladas como la mía no pueden aportarle mucho”.
Con su hijo el cariño primero se había esfumado. Iker tenía que ser un niño prodigio, un genio de la ciencia además de un pequeño Adonis de belleza casi perfecta. Para él su madre fue una profesora exigente que le obligó a esforzarse más de lo que podía y a entender más de lo que podía comprender. Por eso detrás de la barra de cualquier garito preparar un coctel o un capuchino le hacía feliz, orgulloso de su pequeñez.
Pero estoy dando un salto temporal excesivo. Nunca llegaremos a ese futuro remoto. La narración quedará interrumpida mucho antes de que Iker sea un chico más o menos adulto.
El empleado de Raquel apenas sabía nada de la vida privada de su jefa. Había visto alguna vez a su hijo y no parecía muy feliz. Destacaban en su rostro aquel gesto triste y aquella mirada húmeda intensos; tal vez trataba de buscar su espacio de ocio y de recreo en alguna parte.
En lo íntimo y en lo sentimental era una mujer deficiente pero en lo profesional había hecho descubrimientos importantes, había resultado innovadora y había puesto en tela de juicio teorías sobrevaloradas por la comunidad científica. Nadie salvo ella se hubiera atrevido a desafiar a los grandes pensadores. “Preferiría que fuera menos inteligente y más humana..., yo soy una persona, no una máquina de cálculo. Además siempre me deja bien claro dónde está el poder y dónde la servidumbre”.
Pero aquel empleado de Raquel y Luis nunca llegaron a conocerse. Lo que de ella oía eran la mayoría de las veces bulos.
Algunos le contaban historias inventadas sobre su hermana para reírse de él: que si había abandonado la química y se había convertido en una ermitaña amante de la soledad y de la pobreza, que si ahora le había dado por la vida loca, por escribir letras de canciones subidas de tono y vacías de contenido, por beber litros de alcohol, adornar su cuerpo con tatuajes y piercing y formar parte de un grupo de animadoras de un equipo de rugby americano, que hacía poco tiempo que padecía agorafobia pero que a partir de ese momento su vida había transcurrido entre cuatro paredes y su espacio se había ido reduciendo hasta el límite de yacer escondida y asustada debajo de un cama...
Luis era consciente de que parecía un tío raro, curioso, extraño y algo deforme procedente de otro planeta y que por eso (por lo chocante, llamativo y ridículo) era objeto de burlas y de comentarios cómicos que le dejaban indiferente. “Yo estoy por encima de la risa tonta y vacía, de la carcajada hueca”, se decía a sí mismo cuando el espejo le guiñaba un ojo.
Si “Jonás”, el retratista, el hombre que aún escupía tabaco, el que jugaba a los dados, le narraba una historia Luis sabía que era cierta. Y un día, a media voz y con medias palabras, le espetó: “Muchacho, tienes un sobrino. No sé más”.
En ese momento recordó a su hermana diciendo desde muy niña que de mayor quería ser mamá. Cada muñeca que le regalaban era su hija. Las llevaba con su trajecito de color pastel, siempre limpias e impolutas, muy bien peinadas, algunas con trenzas o coletas, purpurina en la cara, los zapatitos blancos y los calcetines tejidos con lana.
Luis se preguntaba si habría sentido a edad muy temprana un instinto maternal prematuro pero no por ello menos intenso.
El caso es que ahora ella tenía un hijo o lo tenía desde hacía tiempo. Se imaginaba que su hermana no se habría comprometido con nadie, que sería madre soltera y que al chavalillo le adjudicaría la difícil tarea de complacerla. Sí, Luis, también sabía de algunos defectos de Raquel. Cuando la noticia llegó a oídos de todos algunos le enfadaban diciendo que aquel niño era un monstruo, un fenómeno de la naturaleza, Picio metamorfoseado en un chavalillo repugnante, “Además tiene inteligencia cero, como tú”. Otros le decían que era tan perfecto mental y físicamente que no encajaba con nadie de su edad y que andaba solo por los recreos. “Pronto se convertirá en un animal asocial, se sentirá triste y aislado, diferente de los demás, sin puntos de unión con el resto y se esconderá detrás de un libro hasta que pierda el contacto con el mundo y enferme de esquizofrenia, al igual que tú, tiito”.
Carol, la auxiliar de farmacia, había oído rumores de que Raquel cuidaba sola a su hijo, sin ningún hombre a su lado. Siempre que Luis trataba de indagar a través de ella Carol torcía el gesto y mostrando desaprobación musitaba: “Tu hermana no se ha portado bien. No ha querido darle un padre a su hijo”. Desde que se enteró de la existencia de Iker hacía guardia en todos los colegios.
Sus ojos brillaban como puntos de luz cuando la sirena anunciaba la hora del recreo. Cada día iba a una escuela diferente o a dos o tres a diferentes horas. Embobado y ensimismado creía que jugaba con Iker, que él siempre perdía y que su sobrino le ganaba todas las partidas. Pero, ¿cuál sería? La fisonomía de su hermana habría cambiado (antes sus rasgos no estaban definidos) y la de su padre... Aunque no hubiera querido compartirlo con él seguro que había elegido al mejor espécimen del sexo masculino para que estuviera bien dotado genéticamente. Guapo, atractivo, con encanto, inteligente, despierto, avispado.... Con grandes cualidades y aptitudes. Seguramente ignoraba que la genética era azarosa y caprichosa. Aunque Luis no creyera en magias ni en hechizos esperaba que de una manera sorpresiva pudiesen reconocerse los tres, él, su hermana y el pequeño tirando de la mano de Raquel. Simplemente era un sueño, una fantasía, la eterna posibilidad de ser...
Desde el otro lado de la verja se formulaba preguntas que nunca obtendrían repuesta: “¿Le gustará el fútbol o el ajedrez?, ¿será líder de una pandilla de mocosos o sufrirá acoso escolar?, ¿le atraerá más alguna actividad que las de clase?, ¿tendrá alma de artista?, ¿expresará sus emociones a través del cuerpo?, ¿le gustarán la gimnasia, el ballet?, ¿jugará con las niñas?, ¿le dará ya alguna calada a un cigarrillo a pesar de ser tan pequeño?, ¿sonreirá a menudo, reirá la vida o llorará a solas en su escondite privado, en su interior?, Bueno..., presupongo que es un niño pero..., ¿y si fuera una chica? Sería lo mismo”. Mientras los veía jugar fotografiaba su interior. Tenía una cámara secreta y oculta que trataba de atraparlo y quedarse con él. A veces se ponía muy nervioso y se rascaba la cabeza. “¿Quién?, ¿éste, aquél?” No. Ninguno. Esto no es un culebrón.
Una mañana, temprano, aún no despuntaba el alba, se imaginó (y no sólo se lo imaginó sino que se sintió así) envuelto en una tela de araña. Estaba atrapado. Era un síntoma que se repetía reiteradamente cuando se le disparaba un brote o una crisis. No sabía en qué momento la araña lo devoraría. Ni siquiera sabía si estaba allí o si había abandonado su “red o su trampa”. Entonces se levantaba con brusquedad. La imagen de la araña atrapaba fuerte.
En momentos así se pasaba casi todo el día en la calle. Su ropa se gastaba (no se cambiaba ni se lavaba) y se convertía en harapos, estaba llena de rotos y muy sucia, como él. Llevaba un hatillo que llenaba de desperdicios y que vaciaba cuando llegaba a casa. Vertía todo lo que contenía encima de la cama, de las mesas, en el suelo... Su hogar se convertía en una auténtica choza (también desordenaba los libros, las maquetas, los cedes, sus pinturas y collages..., y los colocaba en lugares dispares, tal vez donde nunca pudiera encontrarlos), preparaba platos y platos de comida, de forma compulsiva y agitada, y los iba dejando en la cocina, en todas las habitaciones y hasta en el váter. Su lógica deturpada le decía: “El extremo de la supervivencia es el canibalismo, y yo no quiero llegar a eso”. Lógicamente todos aquellos alimentos se agriaban, se pudrían y se agusanaban. En el cuarto de baño, además de ensaladeras, pucheros, algún táper..., dejaba orines en recipientes de plástico porque cuando estaba así creía ciegamente en la urinoterapia... Aquellos escombros, aquella basura y porquería..., apestaban y los vecinos se quejaban de ello. “Cuando le da el puntazo se vuelve completamente anormal”.
Algunos le temían. Sus ojos ya no chispeaban ni había en ellos claridad y transparencia. A menudo se nublaban de tristeza o apuntaban hacia un horizonte muy lejano. Se quedaban fijos y estáticos cuando él se ausentaba de la realidad. Su sonrisa a veces era como la sonrisa de un bobo que no sabe por qué sonríe (aunque todos deberíamos sonreír sin ningún motivo) o bien un gesto desagradable pintado en aquellos labios que parecían ocultar algo. Aquella expresión era misteriosa, enigmática. Sus ojeras se ennegrecían todavía más y ensombrecían su rostro pálido y demacrado. Le envolvía un aire fantasmal. Parecía que procediese de otro lugar, de otro mundo. Muchos le llamaban “el loco”, “el basuras”, “el hechizado” y casi todos guardaban las distancias. En momentos así lo estigmatizaban y llegaban a considerarlo peligroso: seguramente sería capaz de ejecutar los actos más viles y repugnantes porque “su demonio” se ha despertado o porque su condición de enfermo le impide distinguir el bien del mal.
Cuando, como todas las tardes, visitaba los colegios a los que solía ir, las madres, indignadas y amedrentadas, tiraban fuerte de la mano de sus hijos para que no se asustaran. No resultaba grato ver a semejante engendro. Además ese hombre monstruoso podía hacerles daño. Los niños lo miraban con curiosidad pero no le temían. Tal vez eran los únicos en traspasar esa corteza de negrura y de penetrar dentro, más allá de la apariencia. Además de agredir a los demás podía hacerse daño a sí mismo, “Ese loco se puede suicidar o mutilarse como el chiflado de Van Gogh, la vida es un don de Dios, nadie es dueño de ella, a nadie le pertenece, sólo a Dios”. Él se iba matando lentamente, poco a poco. No se refugiaba en Dios porque no creía en Él. Dios era el big bang.
A veces arañaba su propia carne o se golpeaba la cabeza contra algún mueble. Era la forma equivocada de liberar su malestar. Sentía que, en algún momento de su vida que no recordaba (ni siquiera existía tal momento) había llegado a hacerle daño a Raquel, un daño irreparable que no se podía perdonar, tal vez como el de Saturno cuando devoró a sus hijos. Estaba seguro de que ella lo odiaba desde la distancia o, peor, que le resultaba completamente indiferente. A menudo sentía frío, mucho frío como consecuencia de esa falta de sentimiento, de cercanía, de comunicación. Ella aparentaba ser todo hielo, gelidez, distancia, lejanía. Por eso se hería a sí mismo, por impotencia, por la certera seguridad de que no podía hacer nada, porque era imposible que volviera a verla.
Pero no sólo en los colegios estaba mal visto. Cuando iba a comprar o se tomaba una consumición se preguntaban de dónde habría sacado el dinero ahora que su maldad había aflorado. Tal vez lo habría robado. Incluso sus viejos conocidos se sentían amenazados por un ser que podía llegar a cometer los mayores crímenes del Humanidad. Todo era perfidia y oscuridad, una perfidia y una oscuridad que siempre se daban en el deforme, en el desigual, en el que ha perdido su semejanza con el resto del mundo. La enfermedad podía convertirlo en un asesino potencial ya que había nublado completamente su mente. La gente decía tonterías. Se ajustaban a un modelo clisé que procedía de las películas y de los telediarios. Les guiaba la ignorancia y el desconocimiento. Para ellos Luis no era solamente malo, no. Tenía un instinto cruel y una mente retorcida y sibilina, dada a idear las maldades más sofisticadas, refinadas y dolorosas. No pegaba puñetazos, no, urdía trampas y celadas. “El pobre Luis...”, lo defendían algunos como la auxiliar de la farmacia, “...si pasa por la vida sin hacer ruido, casi de puntillas”.
Luis se veía perdido (la araña había dejado asomar sus patas peludas y la tela que había tejido tenía el grosor y la resistencia de una cuerda). Por eso a veces se echaba a correr gritando, para que no pudiera alcanzarle.
Cada vez eran más los que querían encerrarlo en la planta de psiquiatría de cualquier hospital o bien en el manicomio del Pilar. “Habrá que localizar a su hermana, Luis es ya una causa perdida. No se puede hacer nada por él”. Decía alguno pero nadie sabía dónde estaba Raquel y si se diera el caso improbable de encontrarla ¿qué?
Un chaval joven, recién llegado a la ciudad, había alquilado una habitación en el hostal. La salud de Luis iba de boca en boca o mejor su falta de salud. Juan se enteró y aseguró que tenía conocimientos de medicina y que le iba a ayudar. Simulaba que limpiaba su casa porque iba bajando muebles y electrodomésticos pero luego, sin que nadie se enterase, los vendía. La medicación de Luis estaba casi intacta. Juan era un camello. Se metía todos los fármacos en una bolsa pequeña y trenzada y traficaba con ellos en el mercado negro. Cuando empezaba a escasear iba a la farmacia. Se mostraba muy amable (sonrisa de oreja a oreja) y le “informaba” a Carol del estado mental de Luis. “Va tirando, en unos meses se recuperará”. Una noche negra y fría de invierno un chaval que se hospedaba también en el hostal y que trabajaba por turnos en una empresa de calzado salió un poco antes para “echar un polvo”, con Celia, la putilla más sabrosa y cachonda que había conocido. Y allí mismo, enfrente del prostíbulo le pareció ver a Juan. Éste se sintió observado y se fue corriendo. Alguien, alguien muy próximo, se podría decir que lo había “pillado”. En un par de días abandonó el hostal y denunció a Luis a la policía. Era un loco que trapicheaba con pastillas psiquiátricas. La poli entró en su departamento y lo vivo tumbado en el sofá, con un charco de vómitos al lado. Encima de la mesa había cajas de medicamentos muy fuertes vacíos. Lo despertaron suavemente. El poli más viejo le formuló una pregunta:
–Te acusan de trapichear con la medicación en el mercado negro. ¿Qué me dices?
–Es la araña, la maldita araña la que devora mis pastillas. Puede que sea ella la que trapichea en el mercado negro. Es terrible. Casi una asesina.
–¿Cuánto tiempo lleva sin tomarse los fármacos que le han prescrito?
–De noche me obliga a montar sobre su lomo peludo y repugnante y me lleva a todo trote por cualquier lugar. Pregúntenle a la araña. Ella lo sabe. Los agentes se dieron cuenta de que no se podía dialogar con él. Si trapicheaba o no estaba por ver. De momento lo enjaularían en un psiquiátrico penitenciario que es peor que una cárcel. Las pastillas tenían que estar en alguna parte y no precisamente en su estómago (estaba completamente demenciado. No se había medicado). Luis no trabajaba y aunque tenía ahorrado un capital que le rentaba quizá quisiese vivir mejor. Igual que vendió sus muebles pudo vender aquellas “drogas salvadoras”. La araña gigante y monstruosa era él. Eso era lo que creía.

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