Ella fingía ser feliz y sentirse muy satisfecha consigo misma. Se comportaba con los demás como si se hubiese puesto una máscara en un baile de carnavales. Engañaba siempre a la gente y sólo en ocasiones conseguía mentirse a sí misma. Si buscabas en ella transparencia no encontrabas más que falsedad e hipocresía. Su marido había muerto y únicamente tenía una hija que, sola y falta de mimo y de cariño, arrastraba su silla de ruedas por la casa gracias a un motor que le servía de ayuda pues apenas tenía movilidad en los brazos. Todos los días repasaba con los ojos cada lámina de arte, cada muñeca de porcelana y cada objeto decorativo. Incluso releía el título que figuraba en los lomos de los libros que ocupaban la estantería del salón y cuyo contenido se sabía de memoria. Era consciente de que su madre no la quería. Demasiada carga para ella. Además debido a su salud, débil y frágil, pasaba largas temporadas en el hospital. La única persona que se relacionaba con ella era la conserje del edificio, una mujer de más de cuarenta años con la mente nublada y una fina y delicada sensibilidad. Cuando libraba aprovechaba su tiempo libre para subir al cuarto piso y leerle los textos que en los ratos muertos, que no eran muchos, escribía. Sonia, la hija paralítica de Carmen, le había dado las llaves para que se hiciera una copia. Su madre no sabía nada. Como casi todo el día estaba ausente permanecía ajena a estos encuentros entre Isabel, la portera, y su defectuosa hija, como solía llamarla en su fuero interno.
Carmen había empezado la carrera de arte dramático cuando se quedó embarazada de aquel donjuán mujeriego y vividor que exponía su vida a cualquier peligro. Él ni siquiera vio nacer a Sonia. Tal vez narrándole sus aventuras hubiera conseguido entretener un poco a su hija. De todas formas su padre tampoco la hubiera comprendido porque no profundizó demasiado en ningún aspecto de la vida. Pasó por ella haciendo mucho ruido pero sin reflexionar lo más mínimo. Era frívolo y superficial. Y Carmen tampoco se quedaba atrás. Si hubiera sido actriz no le hubiera dado volumen ni relieve a ningún personaje. Hubiera sobreactuado en exceso y hubiera abusado de esa voz aterciopelada que como única virtud suya sabía modular y utilizar de forma dúctil y flexible. Pero ahora, por exigencias del guión, se dedicaba a decorar casas, locales, tiendas, bares... No es que tuviera muy buen gusto ni que supiera crear ambientes ni atmósferas. Casi todo lo que decoraba era excesivamente recargado y rococó pero a la gente le atraía ese lujo y ese ornamento. Cuando regresaba a casa de noche se desnudaba frente al espejo de pie de su armario para comprobar si su físico todavía era lo suficientemente atractivo para figurar en la lista de las artistas más bellas de la historia del cine pero, mientras, ella se iba muriendo por fuera y su hija por dentro.
Sonia tenía una mente lúcida y clara. Intuía que a su única amiga, Isabel, la literatura no le servía como estímulo ni como tránsito a otras vidas y a otros mundos. Para Isabel escribir no era viajar hacia fuera. Para Isabel escribir era interiorizar y dialogar consigo misma con palabras rotas, despedazadas y mordidas con los dientes hasta dejarse los labios ensangrentados. No es que construir ficciones fuera para ella un desahogo o un vómito, es que había demasiada textura emocional, demasiado juego de espejos, demasiada cosmogonía interior descrita además con un estilo excesivamente trabajado, cultivado y casi elegante. Esas historias no podían atraer a ningún tipo de público en concreto. Sonia sí que las entendía y las sentía con fuerza y desgarro porque se iba muriendo por dentro. Cuando la miraba a los ojos se daba cuenta de que su cerebro estaba habitado por unos pensamientos e ideas tan enfermizos como su cuerpo. Sólo a veces había un derroche de poesía en sus labios y las palabras fluían como un manantial. Entonces ambas parecían rozar el cielo.
Pero mientras su hija se entregaba a lo que la mayoría de la gente consideraría inútil Carmen trabajaba por su propio futuro. Entre un encargo y otro se confesaba con sus clientes y les hablaba de su vocación de actriz. Lo único que había conseguido es morirse de vergüenza manipulando marionetas y guiñoles en el parque como una vulgar titiritera. También le había prestado su voz a muñecos de plastilina y a dibujos animados pero..., ¿dónde quedaba su imagen resplandeciente, seductora y llena de expresividad? Aquellas recreaciones de personajes ficticios no le hacían justicia. Ella era una actriz de cuerpo entero. Últimamente cuando veía a su hija sentía más odio que nunca. Ella, Carmen, era un ángel como lo fue Marlene Dietrich y aquella estúpida criatura deforme le había cortado las alas. Los vecinos más desinformados y estúpidos trataron de prevenirle de una situación que podía ser peligrosa para ella. La conserje, ya se sabía, era una alucinada y todos los alucinados o locos sin más resultaban ser violentos y agresivos. En ellos se inyectaba la semilla del mal. Lo demoníaco formaba parte de su cerebro, de su esencia y de su interior. Al oír esos comentarios a Carmen le chispearon los ojos. Una idea iluminó su mente. Ya era hora de liberarse. Otra oportunidad como esa no iba a darse jamás en su vida. Ella fue la que mató a su hija aunque el crimen apuntó directamente a Isabel. La portera se sentía sola y perdida en su mundo imaginario al no contar con las caricias emocionales de su amiga. Sin embargo aún conservaba un punto de lucidez. No, ella no era la asesina. Otra mano la había matado. Carmen era consciente de que Isabel era fácil de manipular y de manejar. Podía jugar con sus neuronas, pobres y machacadas hasta hacerle creer que en un momento de ofuscación empuñó un arma y la mató. Durante semanas enteras la machacó psicológicamente: “No te dabas cuenta, cariño, pero mientras tú delirabas mi hija enloquecía. Cuando fuiste consciente del dolor que le causabas, de que eras capaz de perturbar y de enajenar, de matar psicológicamente a alguien débil y vulnerable hasta encerrarlo en un laberinto sin salida no supiste cómo resolver la situación y la mataste. Lo hiciste por ella, para que dejara de sufrir. Tú eras la mayor responsable de su dolor. Nunca debiste haberla conocido”.
Brumas y jirones de irrealidad, de una irrealidad que le acusaba y le hacía sentir culpable se filtraban en su mente. En un principio negaba. Era imposible. Nunca hubiera sido capaz. Si algo había en ella que no enfermaría nunca eran sus sentimientos. No podía acabar con la vida de nadie y menos de su mejor amiga. Estaba enferma mentalmente, sí, pero eso lo único que hacía era acentuar su sensibilidad, su ternura, su dulzura... A pesar de que ella se defendía Carmen la torturaba. Si Isabel dudaba Carmen se mostraba firme e implacable: “No, no lo recuerdas. Tu mente se defiende así. No es más que un mecanismo de defensa. Te vi. Todos te vieron”.
Isabel se miró en el espejo. Estaba alucinando pero ella no lo sabía. Se vio la cara manchada, sus ojos se extraviaron, oía ruido en su cabeza. Después unas voces extrañas le gritaron: “¡Asesina, asesina!” Y mientras se desmayaba creyó recordar una escena que no existía. El juicio era al día siguiente.
El silencio fue muy tenso en la sala. Carmen estaba expectante. Un fogonazo de luz pareció iluminar los ojos de Isabel pero pronto se apagó. Tal vez se dio cuenta de que no era culpable pero sus labios la acusaron de asesinato.
Todo estaba preparado. La maleta permanecía en su sitio. Carmen iba a viajar a la Meca del Cine.
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