15 de abril de 2017

El Tío Pelotas


Hoy es un día de lluvia. No voy a recurrir al topicazo de que los días de lluvia son negros y sombríos. A mí no me oscurecen el corazón. Estoy en sintonía con el cielo. Sin embargo los días diáfanos y luminosos me invitan a formularme la eterna pregunta: “¿Qué hago yo en este mundo?”. Me gustaría que lloviese durante días y semanas. Así mi consciencia sería un poco inconsciente al menos. Venancio y yo nos estamos tomando un café en un bar del Actur. A pesar del temporal Venancio fuma “bajo la lluvia”.
Yo también fumaba y de vez en cuando caía algún porrete. Ahora ni siquiera tomo comprimidos de nicotina. No sé por qué (o más bien sí pero prefiero que lo diga él) Venancio habla de la supuesta virginidad de la Virgen María, tiramos de los hilos y de repente así, como del sombrero de un mago, surge la historia del Tío Pelotas. Cada uno conoce una parte de la vida de aquel pelotudo. Además para Venancio la narración se interrumpe muy al principio. De lo demás sólo le han llegado noticias curiosas, extrañas, plagadas de imaginación. Yo nunca le he contado aquellas vivencias que compartimos. Venancio es algo disléxico. Por eso quizá se burla del vocabulario que utilizaba el Tío Pelotas cuando alguien importante iba al hotel para dar una charla o una conferencia. El director le encargaba acompañarlo a la sala, acomodarlo a él y a su público, instalar la alcachofa y los altavoces, traer agua y vasos, colocar las sillas..., pero, más de una vez, y eso casi le cuesta el puesto, no pudo evitar “saltar al ruedo” y ser un espontáneo. Iniciaba el mismo la presentación, se contoneaba, luchaba por ocupar un lugar destacado en la sala, llevaba el uniforme cambiado... “No hay que olvidar...”, decía Venancio, “...que el Tío Pelotas tenía un afán de protagonismo feroz. Su discurso estaba plagado de palabras altisonantes, solemnes y pretendidamente cultas. Las utilizaba sin conocer su significado y cuando añadía algún tecnicismo aún se hacía más evidente su analfabetismo”.

12 de marzo de 2017

Amor letal


Él era un hombre decidido, impetuoso, visceral y apasionado. La que pronto sería su suegra aunque por poco tiempo era una mujer aparentemente refinada y elegante pero gélida. Sólo él sabía de lo que era capaz. Cuando ambos se desnudaban arrancándose los botones de la ropa a mordiscos ardían en el fuego eterno. Como dos ángeles caídos no sufrían por tener que abrasarse en las llamas del infierno del qué dirán si alguien sospechaba algo o se rumoreaba que ella era la verdadera amante de Javier. Su novia se daba cuenta de que no había mucha afinidad entre los dos. Nunca se habían probado. A veces Alba se preguntaba si Javier era gay y la utilizaba a ella para enmascarar su homosexualidad. Ni un besito casto siquiera, ni un abrazo tierno ni mucho menos una caricia íntima. Todo, todo después del matrimonio. Ese era el lema de Chavito, “Sí, sí cariño porque si ahora nos dejamos arrastrar por la sensualidad de los cuerpos, ¿qué nos quedará después? Nos desgastaremos como un matrimonio caduco y consumido que no tiene ya nada qué decirse. Tenemos que sorbernos poquito a poquito porque luego ya no habrá nada. Seremos como dos hermanos”, “No si yo casi soy tu hermana ya. Voy mendigando tu cariño y tú sin embargo ni me miras. En cambio cuando estás con los míos se te enciende el alma, no será que...”, “Paranoias, tú y yo somos los únicos importantes”, “Serás tú el importante, porque yo parezco un ente irreal, vaporoso y casi, casi ingrávido. Me va a matar tanta pureza. Al menos podríamos hablar de nuestras fantasías, yo te imagino desnudo porque siempre te veo vestido, acicalado, perfumado y con traje, me gustaría verte salvajemente desvestido y...”, “No digas groserías. No empieces por el final. Dentro del vestido virginal que llevarás en nuestra boda sé que habrá un mujer de cuerpo entero”, “Eso sí que es cierto aunque el cuerpo se me está rompiendo por el camino”...
Por mucho que Javier tratase de escurrir el bulto se fijó un día para la boda. Su suegra, aún sin serlo todavía, invitó a todo el mundo que conocía. A ella le importaba muy poco que Javier se casara con la sosa de su hija. Para ella era medio sandia y medio lela. Nunca se había enterado de nada y nunca se enteraría. Compartir a Javier le parecía peor pero el mejor bocado siempre sería para ella. Ninguno de los dos había perdido el deseo ni el apetito. Ella se abriría como un manjar bulboso y él entraría en ella con la lengua, con el dedo, con el pene... Se le subían los colores y se estremecía de placer cada vez que recordaba una de aquellas noches o tardes o mañanas con su amante e imaginaba que a él le seguiría pasando lo mismo. Antes de llegar al fatal momento de tener que desvirgar a semejante panto él la poseería una vez más para que ella lo encontrase bien usado. Así, como la lujuria y el furor de la carne era tal, que lo encontraría bien cansado. Poquito, bien poquito le prestaría y siempre con la finalidad de darle un nieto.
Como los comensales eran tantos Javier pensó que sin que se notase mucho alguno de los manjares sería pollo frito con especias, sabor a limón, a vino blanco y ajo picado.
—A mí Javier, esto de los pollos no me parece bien —replicaba su suegra—. Van a pensar que somos más pobres que un mendigo piojoso y lleno de pulgas.
—Pero mujer..., si no se va a notar, y quizá con lo que ahorremos podríamos hacer un viajecito.
—¿Con mi hija?
—¿Con tu hija? Ni hablar. Diré que es un viaje de negocios y tú una escapadita, un crucero o una excursión con unas amigas parar ver mundo, paisajes nuevos y culturas desconocidas. Tu ansia de saberme será ilimitada.
—Pero mira, Javier, a mí esto de los pollos me da mal agüero, me parece muy campestre, muy rural, muy vulgar...
—Piensa en el viajecito, sin tu hija, los dos nadando desnudos en una playa nudista, saboreando nuestras lenguas y nuestras bocas, humedeciendo...
—Decidido. Si tiene que haber pollos habrá pollos.
Llegó el aciago acontecimiento con orquesta, pista de baile, picoteo antes de empezar y mucho, mucho pollo camuflado. Los invitados hablaban de sabrosos manjares y se limpiaban con delicadeza las comisuras de los labios para sorber un poquito de cava. La única que se sentía incómoda era Alba que observaba miradas cómplices entre su madre y Javier. Su curiosidad la llevó a mirar debajo de la mesa y ahí estaba, el pie desnudo de su marido acariciando los labios del sexo de su mamá. Iba ya a estallar en cólera haciéndoles partícipes a todos del engaño que había sufrido y su consecuente vejación por parte de esos obscenos familiares cuando su madre le dio un buen bocado al “pollo” y empezó a sofocarse cayendo con la silla hacia atrás. Los comensales seguían degustando plato a plato y alabando a los cocineros mientras doña Irene se asfixiaba con un trozo de “pollo” atravesado en la garganta. Javier se desesperaba, nadie ayudaba y él mismo no sabía qué hacer. Alba sonreía pletórica, estaba a punto incluso de soltar una carcajada.
La gente prefería comer y beber que asistir a los oficios de una difunta. Todo el mundo fingía que no se había dado cuenta. Ya lo dice el dicho “El muerto al hoyo, y el vivo al bollo”.
Estaba muerta, sí. Con el rostro completamente morado, casi negro. Javier se quitó la servilleta que ridículamente le colgaba como un babero y se echó a correr en su huida hacia la desesperanza.
Pero Javier se cansó de correr. En cuanto sus piernas dejaron de flojear pidió la nulidad matrimonial (su novia no había permitido que se consumara el matrimonio, mentira que le llevó a acusar a Alba de lesbiana) y pensó en su amigo fiel: “Don cigarro”. Hacía años que lo había abandonado por aquella mujer. “Guarro, te apesta la boca, tu ropa huele fatal, tus dedos son ágiles y reptan por mi cuerpo pero me proporcionan un placer a medias porque despiden un olor a caca de cerdo. Límpiate, lávate, perfúmate..., imposible “eau de guau” sobrevive a pesar de todo. Pues bien, no te dejaré ni darme la mano si no abandonas la estúpida costumbre de llevarte ese gusano fétido a la boca”. Fue fácil dejarlo. Aquella pasión, aquel amor desenfrenado, aquel hacerlo una y otra vez, locamente, con frenesí, con intensidad..., le inmunizó contra el “Señorito don cigarrillo”. Pero y ahora..., aquellos cilindros aromáticos en sus cajitas de color rojo (como el amor), aquel humo que todo lo teñía de irrealidad, aquella brasa en la garganta... No, pronto encontraría a otra anciana que supliese a Irene y que fuera experta en el arte del amor. Trabajaba en Justicia y abandonó su puesto de trabajo para entregarse al “cuidado” de viejecitos en una residencia geriátrica.
Trabaja de conserje. El panorama que había cuando se estrenó en el asilo no era muy alentador. Casi todo el mundo babeaba, tenía mal la chaveta, había perdido el cuero cabelludo, no tenía dientes o llevaba postizos, llevaba saliva seca en la comisura de los labios o hipersalivaba y, lo más importante, tenían un cuerpo como el de la duquesa de Alba sólo que eran más pobres que una rata.
Como se encontraba en recepción veía entrar y salir gente y creía que entre tanta muchedumbre la volvería a encontrar a “ella”. Pero sólo se fijó en un abuelo no tan abuelo, de piel sonrosada y tersa, de ojos luminosos y de labios carnosos que le hizo dudar de su identidad sexual. Se sentía muy raro el pobre Javier. Ahora era más extravagante todavía. Siempre a la búsqueda de la cuarta juventud, siempre intimando con ella y ahora, ¿marica también?
Mientras permanecía puro y virginal otra vez, el trabajo se le iba acumulando. Tenía que superar el período de prueba. Había cientos de papeles que rellenar que, lenta y calmudamente iba triturando sin insertar ningún dato. Estaba muy ocupado. No tenía tiempo para trabajar.
En una de sus intentonas desesperadas se intentó acostar con una viejita que no paraba de rascarse la entrepierna (a saber a qué juegos eróticos se entregaría esa escocida, pensaba él). Le dio cuatro besitos y la anciana se rio: “¡Ay, mi nietecito, que cariñosico él”. La invitó a pasar con él a un cuarto en el que había sábanas y una tabla de planchar la ropa y ella, ni corta ni perezosa, se tapó con una mantica que encontró debajo de la tabla, se la puso encima a pesar de que apestaba a orines y se quedó completamente frita cuando Javier, con asco y repugnancia, intentaba abrirle los labios para que le chupara el dedito.
Javier languidecía. Si él iba envejeciendo su enamorada tendría que avanzar en edad aún más que él. Trataba de calcular mentalmente su edad y se daba cuenta de que muy pronto ya no bastaría una abuela. Tendría que ser una momia, un fósil, una bruja con su verruga en la nariz, su pañuelo, sus sayas, su escoba y sus brebajes, “...casi todos afrodisíacos, por favor.” Estaba triste, andaba cabizbajo, su libido se encogía, “...ya no es tiempo de amar”.
Y cómo no se planteaba recurrir a aquella vieja adicción que dejó guardaba en el cajón de la mesilla y que le tornaba tan galante y seductor para las féminas. El viejo cigarrillo se despertaba, abría la boca bostezando, estiraba los brazos desperezándose, ya empezaba a frotarse las manos...
Se tomó unos vinos pero salvo marearse un poco y andar embriagado durante unas horas en las que estuvo amodorrado y con somnolencia no consiguió calmar su sed de amor. El alcohol no le dejaba pensar. Su cabeza se entumecía y la supuesta desinhibición que originaba aquel depresor del sistema nervioso a él le producía un llanto ilimitado, un llanto que llenó la bañera, el bidé, la taza, el lavabo, todo el servicio.
“¿Volvería a estar yo atractivo con un pitillo en la boca, mordiéndolo casi, suave en cambio entre los dedos?”, “¿alguna dama y yo jugaríamos entonces a echarnos el humo a la cara?”, “¿no es acaso el cigarrillo un símbolo fálico?”.
Los poros de su piel parecían abrirse suplicando una lluvia de nicotina. El gusanillo le volvía a picar, “hierba quemada..., aroma intenso..., placer sensorial..., orgasmo bucal..., humo subiendo y bajando por la garganta, impregnándolo todo con su densa presencia..., o..., a una mala, malísima, el cigarrillo mojado en un vaso de güisqui como si fuera un “guerrero” del wéstern y tal vez así tabaco y bebida, unidos por lo general, podrían combinarse para producir el efecto deseado: “fiesta hormonal y fiesta neuronal””.
“Lo de los vinos fue un mal trago, no sé, no sé yo... Siempre he tenido mal beber. En cambio unas caladitas...”
“¿Y si me acerco a una dama y fumamos juntos?”.
—Señora, ¿le apetece fumar conmigo?
La susodicha, no muy agraciada pero con una nariz prominente que le daba personalidad creyó que Javier le invitaba a un pitillo pero cuando fue él el que le pidió para pasárselo del uno al otro le llamó fresco y guarro. “Además de gorronear quiere que me chupe sus babas el muy cerdo...”
Pronto comprendió que si quería fumar con una dama la mercancía tendría que ponerla él. Sus nervios ya se estaban crispando. La ansiedad iba subiendo y su corazón se aceleraba. Necesitaba fumar solo o en compañía. Era el cigarrillo del duelo, de la pérdida, de la renacida soledad y de la frustración de no encontrar a nadie ya...
Ya era tarde. Ningún estanco estaría abierto ya. Había oído que no se podía fumar en los bares, sólo en terrazas y en la calle. Cayó un diluvio de agua que duró tan sólo unos minutos pero que lo encharcó todo. Llevaba los pantalones sucios y los zapatos con barro. Se sentía idiota y huraño.
La noche empezaba mal. No se divisaban cafeterías. No obstante había una fachada luminosa en cuyo interior parecía haber gente divirtiéndose. Entró, estaba lleno. A pesar de la lluvia y de la humedad aquello era un hervidero. El camarero, chino, lo miró como si fuera un espectro que regresase del pasado:
—¿Tabaco? Pasado, muy pasado de moda.
Los pies bailones de la gente y los codazos le hicieron salir de aquel pub de estampida. Buscó y buscó. Calles, callejuelas, avenidas, paseos... Entró hasta en un restaurante sofisticado y elegante en el que el chef (chino también) le dijo que aquel era un local selecto en el que no se servían productos tan toscos y ordinarios.
La mirada de “Al Capone”, otro chino que parecía ser alguien relacionado con el negocio, le atravesó la piel como si quisiese ver en él a un delincuente, a un drogata o a un camello.
Ya no esperaba tener suerte pero llegó de lleno. Una tabernilla de barrio mostraba casi a la entrada una máquina expendedora. Allí todo eras viejo, la madera estaba carcomida y los muebles desvencijados. Javier se pidió un bocadillo y un refresco. Más animado y algo chisposo incluso empezó a introducir monedas en la máquina. Bastaron tres para que ésta se tumbara encima del pobre hombre aplastando su cabeza contra el suelo. Por el suelo manaban riachuelos de sangre. Había monedas y paquetes de tabaco por todas partes. Los parroquianos se afanaban en cogerlos. El más avispado hasta se comió el bocadillo y se bebió el refresco que el difunto dejó en vida.

27 de febrero de 2017

Sí, soy una pija


Sí, soy una pija. Cuando era niña me llevaron a un colegio en el que se respiraba, a pesar del tiempo transcurrido desde la muerte del dictador, un tufillo fascista. En realidad más que un colegio parecía un recinto suntuoso cuyo lujo iba dirigido a esa clientela exquisita de familias adineradas que pretendía darles una educación inmejorable a sus hijas. Si lo que se buscaba era diseñar a niñas bobas ése era el lugar adecuado. Sin embargo sus modales, formas y maneras debían ser refinados. Lo que yo (un grupito de abejas obreras y yo) perseguíamos era aprender y no quedarnos en la superficie. Nuestra actitud resultaba chocante y parecíamos una rara especie de hormiguitas. Nos movíamos de un lado a otro con el objetivo de que la vida no nos sorprendiese desnudas y con la cabeza vacía, sin recurso intelectual alguno. La verdad es que para estar en clase calentando el asiento era más edificante pasarse los días en una cochiquera. En aquella institución imperial y polvorienta las estudiantes exhibían sus trapitos, sus peinados, su calzado de piel, sus anillos, pulseras y collares (sofisticada joyería) y todo tipo de complementos a juego con la ropa. En Pijolandia (ya lo he dicho) lo que menos importaba era aprender. Otras chicas y yo, teníamos que aprovechar al máximo la beca que nos habían concedido. Mi madre había trabajado de empleada doméstica y ahora estaba enferma. Lo que yo deseaba al menos era aprender todo lo que fuera capaz de comprender y disfrutar de esos conocimientos, de ese saber cada día un poquito más. Pero ellas defendían su pose de modelos y nos marginaban con toda clase de estúpidos argumentos y además tenían serios motivos para hacerlo. Además de “empollonas” vestíamos harapientas, llevábamos rotos en los calcetines y en los zapatos, no nos peinábamos (nuestro cabello siempre estaba revuelto y alborotado y ni siquiera lo adornábamos con un lazo o con una diadema). Su estatus social era muy elevado y aquella raída y vieja indumentaria nos alejaba aún más de ellas. Incluso les dábamos asco. En nuestra casa, por lo visto, decían ellas, no se preocupaban de asearnos ni de vestirnos dignamente, éramos hijas de la pobreza y de la miseria, no nos merecíamos recibir clases en aquella escuela, éramos lo último, lo más ínfimo. En la pizarra más de una vez alguna chulilla nos dedicaba una frase insultante: “Más jabón y menos libros” o también un “No merecéis pisar el suelo que pisamos nosotras”.

19 de febrero de 2017

Tú y yo


Por desgracia para mí y no para ti te tengo que seguir diciendo “Hola.” Hace algunos años te hubiese dicho “Queridísimo tabaco…”, recuerdo de mi tierna infancia cuando esnifaba el tabaco (por supuesto Winston) de mi tío el playboy, el hombre de mundo, el mujeriego, el juerguista, el que dejaba embelesado a su público a sus oyentes y el que resultó ser un sinvergüenza que abandonó a sus hijos. Pero aún entonces ya te quería, ideal lejano de mi infancia, incluso te compraba en cajitas de cigarrillos de chocolate. Fíjate cuánto hemos convivido juntos amor mío si es que hasta después de hacer el amor te encendía a ti también. Pero no vayamos tan rápido. Cuando era muy cría y mi hermano se ausentó del cuarto de estar, te vi allí, apetitoso, humeante, no te llamabas Winston, te llamabas Lark, pero tenía tanto deseo…, te di una caladita y te dejé en su sitio. Mi hermano no se dio cuenta, te callaste, amigo, nunca le contamos a nadie nuestro breve interludio de amor. Fue un beso. Cortito pero muy sabrosón. Y a los catorce años ni tú ni Winston ni nadie en concreto, cualquier cosa que cayera y que fuera nicotina pero…, lágrimas de añoranza por Churchill porque no podía comprarte (los bolsillos con agujeros). Fortuna me quemaba la garganta, Nobel tan flojito él, Luis Mariano y pal mal de ojo tan anónimos, nadie, nada como tú. Pero claro, cuando te pude comprar repetido una y mil veces empecé a flirtear con todo Cristo. Encontré un estanco que era maravilloso, parecía la suite perfecta para una noche romántica en la que mis amantes de importación, desconocidos para la gente vulgar y poco refinada, venían de todo el mundo para agasajarme además con mecheros chic, pitilleras chic, ceniceros chic, fundas chic… Incluso llegué a intimar con pipas, tuve una ¡Pipa príncipe!, que no sabía utilizar y otra de aprendiza y otra súper curiosa de corcho o no sé de qué materia. Y cuando fui a Oriente (más bien a la puerta de enfrente en la que había un restaurante libanés) te probé aromático (había fumado purillos con sabor a chocolate y a vainilla) peo nada como ese sabor a fresa y a plátano con carbón y agua en una cachimba o narguile. A las visitas les encantabas así tan exótico y llamativo pero también te tenía pequeñito e individual para mi uso personal. Me has acompañado en mis horas de estudio, de discoteca, de literatura, de tertulias, te he llegado a fumar incluso negro y en forma de puro (así resultas vomitivo) pero cuando te he compartido con algún amante de carne hueso me ha dicho que tú y yo olíamos falta. Que mi boca sabía a tabaco, mi ropa, mi piel…, hasta mis pies. Y, puñetero y jodido, cuánta ropa me has fastidiado con quemacitos por aquí y por allá. Mi hermana, que siempre ha sido muy simpática, no me quería prestar ni un sujetador porque era devuelto en coma tabacoso.
Esto viene de familia. Cuando a mi padre le recordaste que tú eres capaz de vivir más que cualquier fumador él pavo de él me decía: “No, hija mía, que tú aún puedes fumar…”, “No, hija mía, que dejar de fumar es una enfermedad…”, “A mí me hacía compañía y te aseguro que da inteligencia…” Qué necio era el pobre y que alucinaciones tenía contigo. Te amaba aún más que yo. Si no siguió contigo fue porque le amenazaste con provocarle un incendio en su humilde casa.
Pues bien, hoy es hoy y ayer ayer. Hoy tengo un amante de verdad al que mis besos le saben a saliva y a humedad, a pasión y a deseo y no a caldo de cucaracha. Hoy tengo una fatiga de lo más divertida que se debe a nuestro mutuo amor. Hoy aprovechas (¡cabrón de ti!) cualquier momento de debilidad para entrar otra vez por la puerta grande y lo has hecho muchas veces porque sabes de mi fragilidad. Y hoy cuando me preguntan que si sigo contigo y les digo que algún polvete rapidito echamos pero que nada serio me miran sorprendidos. Pero yo ya estoy enamorada del hombre del que siempre estuve enamorada pero diversificándome mucho. Le daba demasiada importancia a las ausencias, a los amigos, a esa familia que nunca lo fue, hasta a la literatura. Él está por encima de todo y tú a su lado no eres más que un moscardón feísimo, ruidoso, pesado, infeccioso, repelente… Ya nunca le será infiel a Luis (al menos contigo porque nuestra relación ha muerto). Ni siquiera te deseo lo pero lárgate para siempre y que te joda un burro. No molestes a los adolescentes y a los abuelos mátalos rápido. No te recrees en el placer de provocar una muerte lenta y dolorosa. Pero, mira, tú por tu cuenta haz lo que te plazca. Afortunadamente no hemos tenido hijos y tu herencia no la quiero porque son un montón de deudas. Me gustaría que te murieras y me dejaras viuda (para cobrar la pensión) pero que nos divorciemos ya es bastante. Me bailan los pies de alegría al saber que ya no te veré. La belleza para mí ya es otra cosa. Todos cambiamos. Qué le vamos a hacer. Si hubiéramos seguido la que hubiera muerto hubiera sido yo (“Juntos hasta que la muerte nos separe), así que me antes de que me asesines te dejo. He encontrado otros placeres (además de Luis) pero ya pertenece a mi intimidad. Chao. Hasta nunca. Si te veo me cambiaré de acera. Muerte a ti y todos tus amigos. Ni siquiera corrijo esta carta porque no te mereces nada.

17 de febrero de 2017

La silla de ruedas


Ella fingía ser feliz y sentirse muy satisfecha consigo misma. Se comportaba con los demás como si se hubiese puesto una máscara en un baile de carnavales. Engañaba siempre a la gente y sólo en ocasiones conseguía mentirse a sí misma. Si buscabas en ella transparencia no encontrabas más que falsedad e hipocresía. Su marido había muerto y únicamente tenía una hija que, sola y falta de mimo y de cariño, arrastraba su silla de ruedas por la casa gracias a un motor que le servía de ayuda pues apenas tenía movilidad en los brazos. Todos los días repasaba con los ojos cada lámina de arte, cada muñeca de porcelana y cada objeto decorativo. Incluso releía el título que figuraba en los lomos de los libros que ocupaban la estantería del salón y cuyo contenido se sabía de memoria. Era consciente de que su madre no la quería. Demasiada carga para ella. Además debido a su salud, débil y frágil, pasaba largas temporadas en el hospital. La única persona que se relacionaba con ella era la conserje del edificio, una mujer de más de cuarenta años con la mente nublada y una fina y delicada sensibilidad. Cuando libraba aprovechaba su tiempo libre para subir al cuarto piso y leerle los textos que en los ratos muertos, que no eran muchos, escribía. Sonia, la hija paralítica de Carmen, le había dado las llaves para que se hiciera una copia. Su madre no sabía nada. Como casi todo el día estaba ausente permanecía ajena a estos encuentros entre Isabel, la portera, y su defectuosa hija, como solía llamarla en su fuero interno.
Carmen había empezado la carrera de arte dramático cuando se quedó embarazada de aquel donjuán mujeriego y vividor que exponía su vida a cualquier peligro. Él ni siquiera vio nacer a Sonia. Tal vez narrándole sus aventuras hubiera conseguido entretener un poco a su hija. De todas formas su padre tampoco la hubiera comprendido porque no profundizó demasiado en ningún aspecto de la vida. Pasó por ella haciendo mucho ruido pero sin reflexionar lo más mínimo. Era frívolo y superficial. Y Carmen tampoco se quedaba atrás. Si hubiera sido actriz no le hubiera dado volumen ni relieve a ningún personaje. Hubiera sobreactuado en exceso y hubiera abusado de esa voz aterciopelada que como única virtud suya sabía modular y utilizar de forma dúctil y flexible. Pero ahora, por exigencias del guión, se dedicaba a decorar casas, locales, tiendas, bares... No es que tuviera muy buen gusto ni que supiera crear ambientes ni atmósferas. Casi todo lo que decoraba era excesivamente recargado y rococó pero a la gente le atraía ese lujo y ese ornamento. Cuando regresaba a casa de noche se desnudaba frente al espejo de pie de su armario para comprobar si su físico todavía era lo suficientemente atractivo para figurar en la lista de las artistas más bellas de la historia del cine pero, mientras, ella se iba muriendo por fuera y su hija por dentro.
Sonia tenía una mente lúcida y clara. Intuía que a su única amiga, Isabel, la literatura no le servía como estímulo ni como tránsito a otras vidas y a otros mundos. Para Isabel escribir no era viajar hacia fuera. Para Isabel escribir era interiorizar y dialogar consigo misma con palabras rotas, despedazadas y mordidas con los dientes hasta dejarse los labios ensangrentados. No es que construir ficciones fuera para ella un desahogo o un vómito, es que había demasiada textura emocional, demasiado juego de espejos, demasiada cosmogonía interior descrita además con un estilo excesivamente trabajado, cultivado y casi elegante. Esas historias no podían atraer a ningún tipo de público en concreto. Sonia sí que las entendía y las sentía con fuerza y desgarro porque se iba muriendo por dentro. Cuando la miraba a los ojos se daba cuenta de que su cerebro estaba habitado por unos pensamientos e ideas tan enfermizos como su cuerpo. Sólo a veces había un derroche de poesía en sus labios y las palabras fluían como un manantial. Entonces ambas parecían rozar el cielo.
Pero mientras su hija se entregaba a lo que la mayoría de la gente consideraría inútil Carmen trabajaba por su propio futuro. Entre un encargo y otro se confesaba con sus clientes y les hablaba de su vocación de actriz. Lo único que había conseguido es morirse de vergüenza manipulando marionetas y guiñoles en el parque como una vulgar titiritera. También le había prestado su voz a muñecos de plastilina y a dibujos animados pero..., ¿dónde quedaba su imagen resplandeciente, seductora y llena de expresividad? Aquellas recreaciones de personajes ficticios no le hacían justicia. Ella era una actriz de cuerpo entero. Últimamente cuando veía a su hija sentía más odio que nunca. Ella, Carmen, era un ángel como lo fue Marlene Dietrich y aquella estúpida criatura deforme le había cortado las alas. Los vecinos más desinformados y estúpidos trataron de prevenirle de una situación que podía ser peligrosa para ella. La conserje, ya se sabía, era una alucinada y todos los alucinados o locos sin más resultaban ser violentos y agresivos. En ellos se inyectaba la semilla del mal. Lo demoníaco formaba parte de su cerebro, de su esencia y de su interior. Al oír esos comentarios a Carmen le chispearon los ojos. Una idea iluminó su mente. Ya era hora de liberarse. Otra oportunidad como esa no iba a darse jamás en su vida. Ella fue la que mató a su hija aunque el crimen apuntó directamente a Isabel. La portera se sentía sola y perdida en su mundo imaginario al no contar con las caricias emocionales de su amiga. Sin embargo aún conservaba un punto de lucidez. No, ella no era la asesina. Otra mano la había matado. Carmen era consciente de que Isabel era fácil de manipular y de manejar. Podía jugar con sus neuronas, pobres y machacadas hasta hacerle creer que en un momento de ofuscación empuñó un arma y la mató. Durante semanas enteras la machacó psicológicamente: “No te dabas cuenta, cariño, pero mientras tú delirabas mi hija enloquecía. Cuando fuiste consciente del dolor que le causabas, de que eras capaz de perturbar y de enajenar, de matar psicológicamente a alguien débil y vulnerable hasta encerrarlo en un laberinto sin salida no supiste cómo resolver la situación y la mataste. Lo hiciste por ella, para que dejara de sufrir. Tú eras la mayor responsable de su dolor. Nunca debiste haberla conocido”.
Brumas y jirones de irrealidad, de una irrealidad que le acusaba y le hacía sentir culpable se filtraban en su mente. En un principio negaba. Era imposible. Nunca hubiera sido capaz. Si algo había en ella que no enfermaría nunca eran sus sentimientos. No podía acabar con la vida de nadie y menos de su mejor amiga. Estaba enferma mentalmente, sí, pero eso lo único que hacía era acentuar su sensibilidad, su ternura, su dulzura... A pesar de que ella se defendía Carmen la torturaba. Si Isabel dudaba Carmen se mostraba firme e implacable: “No, no lo recuerdas. Tu mente se defiende así. No es más que un mecanismo de defensa. Te vi. Todos te vieron”.
Isabel se miró en el espejo. Estaba alucinando pero ella no lo sabía. Se vio la cara manchada, sus ojos se extraviaron, oía ruido en su cabeza. Después unas voces extrañas le gritaron: “¡Asesina, asesina!” Y mientras se desmayaba creyó recordar una escena que no existía. El juicio era al día siguiente.
El silencio fue muy tenso en la sala. Carmen estaba expectante. Un fogonazo de luz pareció iluminar los ojos de Isabel pero pronto se apagó. Tal vez se dio cuenta de que no era culpable pero sus labios la acusaron de asesinato.
Todo estaba preparado. La maleta permanecía en su sitio. Carmen iba a viajar a la Meca del Cine.