29 de septiembre de 2016

El ladrón de perros


Nunca fui un buen tipo. Hasta cuando mendigaba por las calles harapientas del extrarradio les robaba a mis compañeros de inmundicias las pocas monedas que habían conseguido recaudar. Sólo respetaba a Paul, un viajero incansable que narraba historias extraordinarias con la fluidez y el estilo de un escritor de ficciones. El poder embaucador de sus palabras me hipnotizaba. Y aquellos ojos grises, casi transparentes, me hacían pensar en un ser mágico, irreal. Pero, a la vez, odiaba a su perro. Nunca me han gustado los chuchos. Por algo fui ladrón de perros aunque, todo hay que decirlo, me pagaban bien. Para mí era sencillo. Siempre fui bastante escurridizo. Sabía filtrarme en las casas o en las guarderías caninas cuando nadie vigilaba. Me gustaba observar, espiar, andar siempre al acecho. “Mis perros” ganaban todas las peleas. Los elegía con mimo, calculando su capacidad de aprendizaje, su fuerza, su impulsividad, su carácter, su elasticidad... Ahora, sin embargo, sentado aquí, en este banco, sólo me fijo en su mirada. En esa mirada profunda que desfonda y en la que anida un abismo de tristeza. Enjaulados, entre barrotes, tal vez esperen aún al dueño que les abandonó. Nunca supe verlos así, lo reconozco. Y no fue culpa suya. Fue por falta de sensibilidad. Por esa forma mía, tan tosca y tan torpe, de relacionarme con el mundo. Paul fue quien empezó a domesticar el alma que nunca tuve. Solíamos ir al Museo. Sí, aunque no me crean yo iba al Museo con Paul pero no a ver los cuadros ni las esculturas ni las efigies. Yo iba a escuchar a Paul. A oír cómo interpretaba lo que para mí eran simples grumos de pintura, hilachos de óleo o de témpera, el pan de oro que hubiese codiciado de haber formado parte de una joya. Porque para mí los lienzos no eran joyas. Tampoco les atribuía ningún valor. Era Paul quien me “leía” la historia que se ocultaba (pincelada y polícroma) tras cada imagen. Después las observaba otra vez, me esforzaba por ver lo que Paul me había enseñado y aunque, de forma invisible para mí, todo lo que decía estaba allí, yo era incapaz de percibirlo. Salía cabizbajo del Museo (humillado). O Paul era un bicho raro o lo era yo. Más bien él era un tipo refinado, culto y yo un simple animal sin evolucionar. Tal vez menos que un animal. Siempre que salíamos del Museo o de la Biblioteca allí estaba Robin, esperando a Paul, olisqueando su olor tibio y húmedo, recreándolo en su universo particular de alientos, aromas y perfumes; inconfundible para él a pesar de no poder intuir más que una sombra desdibujada, borrosa y lejana. Era entonces cuando le oía exclamar a Paul: “¡Lástima que no te dejen entrar a ti! Seguro que tendrías mucho que decir.” Y yo empezaba a maldecir mientras Paul se encogía de hombros acariciando a su chucho: “Le das las mejores chuletas, es increíble, lo quieres más que a ti mismo. Si este “babuchas” no tragara se convertiría en una máquina de matar, son fieras, te lo aseguro, les he visto devorar las vísceras de su rival, aún con vida. Son puro instinto, meros bichos irracionales que actúan de forma ilógica, sanguinaria, asesina y tú...”, “¿No te estarás retratando a ti y a cualquier bípedo? Este bicho, como tú dices, se conforma con ser mi sombra, con andar mi camino pudiendo ser libre.”
Ahora sus palabras cobran verdadero sentido para mí. Ahora que yo mismo he elegido privarme de mi libertad. Voy a entregarme a la policía aunque no se sepa nada todavía. El tío ése no se lo merece. No merece que pase el resto de mi vida entre rejas pero..., algo ha cambiado en mí.
Aquella noche Paul y yo nos adormilamos escuchando un suave quejido, un suave rumor. Tal vez Robin tuviera frío. Tal vez le doliese la cabeza. Tenía glaucoma. No, no eran el frío ni el dolor, era su fino olfato olisqueando carne de buitres. Aquellos cabezas rapadas iban a acuchillarnos por “afear” con nuestros trastos y nuestra indumentaria hecha jirones la ciudad. Robin se abalanzó sobre ellos. No era buen perro de pelea. Un navajazo le atravesó la yugular. El cuchillo cayó y yo maté a uno. Los otros huyeron.
Y hoy que pienso en ti y en tu perro, Paul, viajero extenuado que has perdido el rumbo de tus pasos porque ya nadie los sigue, y porque un día de libertad es mejor que cien de cautiverio, la ciudad que los skins quieren limpiar se llenará de perros abandonados. Voy a abrir las jaulas de esta perrera-cementerio. Que sean ellos los que decidan.

23 de septiembre de 2016

La memoria miente


En realidad no sé qué pasó. Éramos amigos, tal vez pudimos ser más. Nos conocimos en la biblioteca de la Facultad. Él se conformaba con “pasar” los exámenes. A mí me gustaba investigar. Él era un ávido lector, devoraba los libros y los releía hasta casi memorizarlos. Yo tomaba notas de cada aspecto gramatical, fonético, sintáctico..., desmenuzando, analizando, planteándome una y otra vez cada cuestión, el significado oculto de cada poema, de cada estrofa, de cada verso. Por eso estudiaba con tanta lentitud, porque no existía nada superficial que pudiese dejar a un lado, porque todo era demasiado importante para permitir que lo olvidase después, cuando ya hubiese superado la asignatura. A veces escribíamos relatos y poemas juntos; yo les daba un toque de imaginación, de fantasía desmesurada. Él les daba coherencia y unidad. Aunque sólo fuera por eso debería llamarlo. Tal vez lo haga más tarde.
Además no sé con quien podría discutir sobre temas relacionados con otras artes, reafirmando mis gustos sobre los suyos para contaminarme después de ellos. Por eso ahora que han pasado los años (y me falta una chispa de vitalidad o me sobra cierto desorden mental) echo de menos la coherencia que él le daba a mi “caos” creativo o el sonido de aquellas letras que parecían aullidos y que rasgaban la noche con acordes de guitarra y tambores de batería.
Durante mucho tiempo organizamos debates a dos voces mientras veíamos películas o escuchábamos música. Él solía quejarse de que yo elegía filmes demasiado profundos, con un transfondo existencialista, sin final o con final abierto, inconclusos como la vida misma. A cambio a mí me fastidiaba el “ruido” que él llamaba “música”. Prefería a Debussy, a Glenn Gould interpretando a Bach o melodías de jazz intuitivas e improvisadas. Sí, debería llamarlo. Aunque todo no fuera bueno.
Recuerdo con tristeza que yo fumaba mucho y que él bebía mucho. Una madrugada desperté envuelta en una suave fragancia etílica. Él se terminó mi paquete de cigarrillos. Le gustaba el aroma, decía, el olor a hierba quemada. Le gustaba dibujar filigranas de humo en el aire y calentar su garganta con la brasa del pitillo. También nos contagiamos nuestras adicciones. Había mixtura en nuestra antagónica forma de ser. Pero pronto llegó la distancia. Mi mente se rompió. Ya no dormía. Acompañaba mis horas de estudio con litronas de café y un chorrito de alcohol. Además de las lecturas obligatorias tenía lecturas propias, íntimas, de búsqueda interior. Quería configurar un diccionario personal, con mi léxico particular, mis palabras favoritas, mis palabras malditas, toda clase de sinónimos y antónimos (siempre imperfectos por mucho que tratase de limarlos y de sugerir matices con adjetivos o adverbios), palabras olvidadas, neologismos, algunos gráficos ilustrativos, derivados y compuestos inventados... Quería empaparme de Pessoa, de su aliento metafísico, de su aire de irrealidad, de su multiplicidad de yos. Llegué incluso a desear escribir como él, a comprarme un baúl y dejar mis papelitos (llenos de delirios inconexos y deslavazados) en su interior. También me disfracé de Pessoa e intenté llevar mi teatrillo (yo era a la vez que el poeta sus heterónimos: Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y otros) a la calle. Todos se burlaban de mí aunque yo en ese momento no me diese cuenta. Pasé de ser una chica seria y responsable (“modelo” decían los papás) a ser una loca, una lunática, la quijotesca parodia de una filósofa. En mis “noches-día”, pues todo para mí estaba envuelto en un hálito de luna y de constelaciones estelares, paseaba por la ciudad dejando que mis pasos me llevaran a cualquier parte, sin rumbo fijo, libre de horarios, olvidada de todo. Y en la penumbra de mis ojos ciegos de ensueño veía a la gente como si fueran esculturas inmóviles o congeladas en un gesto; a la naturaleza y sus árboles, su césped y sus chorros de agua como óleos o acuarelas; al dibujo de las nubes formando caprichosas figuras como jeroglíficos enigmáticos tras los que se ocultaba la verdad de los sabios, a los bares, cafeterías y garitos como escenarios en los que se representaba una escenificación fílmica o teatral... Incluso creí necesario introducir en cada espacio cultural un lugar para el pensamiento. Por eso fui dejando cuartillas en blanco encuadernadas en rústica o en cartoné (algunas incluso de color amarillento con las tapas en pasta española a imitación de lo antiguo, con sus nervios, su marca páginas y su tejuelo) en cada biblioteca, centro cívico, casa de juventud o club de jubilados. Mi alocada idea consistía en que a través del vacío de las páginas cada uno “se leyese” a sí mismo e incluso subrayase párrafos (inexistentes) con fijaciones recurrentes u obsesivas. Era como trazar en blanco un camino que llevase directamente al interior de uno mismo. Él nunca lo entendió. Nunca hasta que su indecisión profesional y su falta de perspectivas le tumbó en una cama.
Sí. Tal vez ahora, desde esa depresión que le sumerge en un abismo profundo de negrura pueda comprenderme. Pero..., ¿llama él? No, no descolgaré. Prefiero que permanezca en el recuerdo, inmaculado, impoluto, embellecido por la memoria.