Nunca fui un buen tipo. Hasta cuando mendigaba por las calles harapientas del extrarradio les robaba a mis compañeros de inmundicias las pocas monedas que habían conseguido recaudar. Sólo respetaba a Paul, un viajero incansable que narraba historias extraordinarias con la fluidez y el estilo de un escritor de ficciones. El poder embaucador de sus palabras me hipnotizaba. Y aquellos ojos grises, casi transparentes, me hacían pensar en un ser mágico, irreal. Pero, a la vez, odiaba a su perro. Nunca me han gustado los chuchos. Por algo fui ladrón de perros aunque, todo hay que decirlo, me pagaban bien. Para mí era sencillo. Siempre fui bastante escurridizo. Sabía filtrarme en las casas o en las guarderías caninas cuando nadie vigilaba. Me gustaba observar, espiar, andar siempre al acecho. “Mis perros” ganaban todas las peleas. Los elegía con mimo, calculando su capacidad de aprendizaje, su fuerza, su impulsividad, su carácter, su elasticidad... Ahora, sin embargo, sentado aquí, en este banco, sólo me fijo en su mirada. En esa mirada profunda que desfonda y en la que anida un abismo de tristeza. Enjaulados, entre barrotes, tal vez esperen aún al dueño que les abandonó. Nunca supe verlos así, lo reconozco. Y no fue culpa suya. Fue por falta de sensibilidad. Por esa forma mía, tan tosca y tan torpe, de relacionarme con el mundo. Paul fue quien empezó a domesticar el alma que nunca tuve. Solíamos ir al Museo. Sí, aunque no me crean yo iba al Museo con Paul pero no a ver los cuadros ni las esculturas ni las efigies. Yo iba a escuchar a Paul. A oír cómo interpretaba lo que para mí eran simples grumos de pintura, hilachos de óleo o de témpera, el pan de oro que hubiese codiciado de haber formado parte de una joya. Porque para mí los lienzos no eran joyas. Tampoco les atribuía ningún valor. Era Paul quien me “leía” la historia que se ocultaba (pincelada y polícroma) tras cada imagen. Después las observaba otra vez, me esforzaba por ver lo que Paul me había enseñado y aunque, de forma invisible para mí, todo lo que decía estaba allí, yo era incapaz de percibirlo. Salía cabizbajo del Museo (humillado). O Paul era un bicho raro o lo era yo. Más bien él era un tipo refinado, culto y yo un simple animal sin evolucionar. Tal vez menos que un animal. Siempre que salíamos del Museo o de la Biblioteca allí estaba Robin, esperando a Paul, olisqueando su olor tibio y húmedo, recreándolo en su universo particular de alientos, aromas y perfumes; inconfundible para él a pesar de no poder intuir más que una sombra desdibujada, borrosa y lejana. Era entonces cuando le oía exclamar a Paul: “¡Lástima que no te dejen entrar a ti! Seguro que tendrías mucho que decir.” Y yo empezaba a maldecir mientras Paul se encogía de hombros acariciando a su chucho: “Le das las mejores chuletas, es increíble, lo quieres más que a ti mismo. Si este “babuchas” no tragara se convertiría en una máquina de matar, son fieras, te lo aseguro, les he visto devorar las vísceras de su rival, aún con vida. Son puro instinto, meros bichos irracionales que actúan de forma ilógica, sanguinaria, asesina y tú...”, “¿No te estarás retratando a ti y a cualquier bípedo? Este bicho, como tú dices, se conforma con ser mi sombra, con andar mi camino pudiendo ser libre.”
Ahora sus palabras cobran verdadero sentido para mí. Ahora que yo mismo he elegido privarme de mi libertad. Voy a entregarme a la policía aunque no se sepa nada todavía. El tío ése no se lo merece. No merece que pase el resto de mi vida entre rejas pero..., algo ha cambiado en mí.
Aquella noche Paul y yo nos adormilamos escuchando un suave quejido, un suave rumor. Tal vez Robin tuviera frío. Tal vez le doliese la cabeza. Tenía glaucoma. No, no eran el frío ni el dolor, era su fino olfato olisqueando carne de buitres. Aquellos cabezas rapadas iban a acuchillarnos por “afear” con nuestros trastos y nuestra indumentaria hecha jirones la ciudad. Robin se abalanzó sobre ellos. No era buen perro de pelea. Un navajazo le atravesó la yugular. El cuchillo cayó y yo maté a uno. Los otros huyeron.
Y hoy que pienso en ti y en tu perro, Paul, viajero extenuado que has perdido el rumbo de tus pasos porque ya nadie los sigue, y porque un día de libertad es mejor que cien de cautiverio, la ciudad que los skins quieren limpiar se llenará de perros abandonados. Voy a abrir las jaulas de esta perrera-cementerio. Que sean ellos los que decidan.