8 de marzo de 2014

El pincel surrealista




Mi amante y yo hemos entrado poseídos por la rabia en un museo iconoclasta, nos quedamos en la entrada y él dice que la escalera de caracol laberíntica que traza juegos de espejos con todos los cuadros del museo y que se desdobla en una perfecta simetría dormilona y aburrida es más artística que el lienzo que yo estoy contemplando. Mi cabeza se aturde, le martillea la duda de no saber por qué decidirse. Mis pies que no suelen pensar mucho se suben por la escalera y contemplan con mirada obnubilada el furioso retrato que el pintor trazó de un leopardo. Al principio, y digo que hablo con los pies, no descubro más que un manchurrón informe y goteante (ni siquiera se ha secado). Después mis ojos hechizados o embrujados empiezan a bizquear y a temblar como gotas ambarinas en un océano encharcado de pintura. Grito: “¡Cariño, que los ojos se me van! ¡Que me he quedado ciega! ¿Dónde están?” “Pero si los llevas en la cara.” “No veo.” “Joder, en esa chapuza de cuadro hay dos canicas y yo diría que antes eran almendradas y avellanadas como tus ojos y que ahora apestan a aguarrás.” Me desplomo y me desmayo. Ruedo por cada uno de los  escalones esculpidos con la talla y la medida exacta y mientras dos médicos que han salido de un cuadro y que visten bata de sepulturero me cosen la cabeza con la lana de mi abuela, con el mismo ovillo que ella dejo caer cuando murió de insuficiencia cardiaca en la mecedora. ¡Que me dejen la cabeza que la tengo muy bien! Esos cuervos me van a idiotizar de normalidad, que ya no sabré lo que son mis orgasmos mentales. ¡Que me dejen como estaba que ya me busco yo sola los ojos! El pánfilo de mi amante le da vueltas a un pentágono geométrico que se le agarra a la nariz como un cangrejo poseído de vida y como siempre en vez de echarse a llorar mi amante se parte de risa tirado por los suelos diciendo que ha descubierto la bomba que matará hasta las cucarachas. Yo no le hago caso, como es tan feliz para qué hacerle caso. Yo busco mis ojos y los empiezo a vislumbrar no ya en las canicas sino en la piel alfombrada del leopardo. Mis ojos atraviesan la carne del leopardo, se meten en sus vísceras y en sus entrañas, descubren que a ese leopardo lo mató un cazador y que lleva una flecha clavada. Mis ojos descienden por el esófago, sufren contracciones nerviosas en el estomago, se anudan entre intestinos pero por fin, disculpen la grosería y digámoslo un poco bonito, son devueltos a mi figura con un vómito anal. Mientras mi amante sufre delirios de grandeza y se mete al baño para analizar al cangrejo asesino y descifrar la formula de su dinamita yo vuelvo a casa y no me sorprendo nada cuando en vez de encontrarme a mi perro detrás de la puerta veo un leopardo saludándome con el rabo y con la lengua.

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