Soy bufón de la Corte, adulo con mis lisonjas a la princesa de ojos claros que aun siendo joven y tierna no cree mis embustes. Yo le pinto un mundo de encantos, hechizos y maravillas, de brebajes y prodigios pero ella sonríe indiferente y subraya un poema de Virgilio. Arqueo las cejas y me muevo a su alrededor como avispado moscardón que sabe clavar su aguijón pero ella me llama “feo, embustero y traidor” y me manda de patitas al calabozo. Le hablo de un paraíso que sólo existe en mi imaginación como si estuviese a dos palmos de su tacto y pudiera olerlo y tocarlo. Entonces ella se aburre y sale al jardín donde hay agua clara y arboleda de tupido plumaje para balancearse sobre un columpio y rozar la luna con sus pies. Si me acerco para susurrarle que “el mío es mejor” y me excito y me enfurezco hasta ensordecerla llama a los soldados para que me torturen y diga la verdad y después al doctor para que me ponga sanguijuelas en la nariz que me va creciendo a palmos. Comprendo mi torpeza, no estuve listo al inventar e intento resultarle ingenioso y locuaz.
“Fui malhechor en tiempos de morería y asalté caminos de bellas doncellas, más bellas que tú (remarco esto con boca en forma de “o” para que sienta envidia) y trotando las llevé lejos de sus celdas de convento. Conmigo conocieron el amor y el frenesí, la lujuria y el placer, y también, ¿por qué no?, las ambarinas gotas de rocío en la piel, el húmedo despertar, los sueños prohibidos y el gozo de nadar en otro cuerpo. Fui libre y fui feliz y supe cómo hacerles sonreír, pues vos princesa, jamás disfrutáis del mínimo bocado de carne y de dulzura, yo os lo ofrezco en forma de caballero andante encantado por un mago diabólico y endiablado en tan triste figura de bufón.”
La princesa suelta una carcajada que no sé si proviene de Virgilio o de Ovidio, de mí no, por supuesto. Creo que ya empiezo a gustarle. Le hago una servil reverencia y la espero tras las sedosas cortinas que cierran su alcoba. Espero y espero y me quedo dormido y medio borracho bebiendo de los licores de su encimera, robo algo por si se enfada al descubrirme en tan mala facha, para que ese objeto valioso, cáliz o copa de oro, diamantes y guirnaldas, me abra nuevos caminos, y cuando ya cansado y desesperado voy a huir por la balconada entra la princesa con un hombre que desconozco y que aunque a ella le parezca hermoso y valiente os juro que no he visto cosa tan horripilante (¡lo que son los celos!) y juntos yacen desnudos sobre la cama tentando a Dios y al Demonio. A mí se me suben los humos y trato de conquistar a cocineras y sirvientas y como hoy al parecer todas se burlan de mí trato de encontrar mi enorme fruto, ¡y válgame Dios! que el mismísimo Satanás lo ha dejado inválido y arrugado. Tristemente lloro la desgracia de aquéllas que lo sintieron en su vientre, de aquellas hembras maravillosas y maravilladas, que ahora morirán de pena. A la ermita me voy a hacer oración y aunque los monjes se espanten yo prometo hacerles pensar en el remedio de la curación. Ya veo a uno: huye, el siguiente: corre, el tercero (tan inocente que aún cree en Dios) me lleva a su vera y me escucha. Me dice que hay que cortar, que luego crecerá solo, más hermoso y potente si pudiere, y yo ya que no sé qué remedio ponerle me tumbo en la camilla y que sea lo que Dios quisiere.
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