Tardes de cementerio
A lo Bernhard
Recuerdo tardes vacías de cementerio donde cadáveres grises en forma de beso o de caricia mórbida se ofrecían como caricatura de un fuego que sólo yo prendía con palabras bulliciosas y llenas de literatura. Recuerdo a mi “bolita de pelo” rodar por los suelos lamiéndome la cara y los dedos, buscándome entre estas cuatro paredes frías en las que ya no se escucha ni el eco de su música. Recuerdo cómo mis labios se acercaban a su rostro creyendo todavía que las heridas se cerrarían y cómo él se dejaba, caprichoso, débil y feble, gota de narcótico que poco a poco me iba matando.
Te fuiste, Bronco, y estos dos ya no duermen juntos ni se quieren mirar a los ojos. Él reina en el salón. Su mirada está seca y odia. Su orgullo crece. Su silencio asesina. Espera, ¿qué espera?, ¿a mí?, ¿al florero?, ¿a la nota de color?, ¿a la vibración en la garganta?, ¿al pulso en el corazón?
NO.
Yo te sigo esperando,
yo te sigo llorando,
te has ido,
¿por qué no despertaste?
Que ese jersey de pijama te ayude a dormir el sueño eterno en el que me sueñes a mí porque te necesito, ¿sabes?, te necesito para existir. Pitufo, no dejes de soñarme nunca. Cuando te despiertes moriré contigo.
Perder la mirada
Abres los ojos y sólo ves la mitad de mi cuerpo. Abres los ojos y sólo ves la mitad de mi cuerpo en blanco y negro. Has perdido un ojo, Bronco, y yo una mirada. No importa, siempre fui una mitad y para mí la vida tampoco tuvo nunca color.
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