Cuando fui a su estudio, con un ramillete de flores malvas, no sabía que ya no se dedicaba a fotografiar a la gente. Golpeé ligeramente el cristal y, al verme, su rictus simétrico no trazó ni una sola curva, ni una sola línea, ni una espiral de sorpresa siquiera. Descorrió un poco más la cortina que envolvía su minúsculo universo y me hipnotizaron sus haces de luz parda. Me invitó a entrar pero nada se parecía ya a la erótica de ese recuerdo que yo conservaba de él. Estaba distanciado, escorzado, a años luz de mi cuerpo. “Sírvete lo que quieras” se limitó a decir balbuceando apenas. Después, como gota de agua resinosa que se escurre huidiza y lejana sin que puedas sentir el tacto de su corporeidad, empezó a fotografiar un rompecabezas de interiores. Cada vez se acercaba más y más al objeto, pluma o plumero, radio o gramola, hasta desmenuzarlo en un fundido en negro que trataba de atrapar el interior de la naturaleza muerta, de estirarlo como un chicle hacia afuera y sorberlo de un trago. Yo le miraba inquieta, sus posturas eran puro malabarismo y pura contorsión, como si el foco residiese dentro de su cuerpo o como si cada miembro fuese una cámara que parpadease a golpes de enfoque y de flash. Parecía la silueta amorfa de una sombra o de una imagen onírica, nebulosa e ingrávida que llovía encima de mí como prismas de luz.
Mientras tomaba café dulce, con dos azucarillos, trataba de hacerle hablar, le pedía que charláramos de lo que veía o de lo que tan sólo intuía pero él me ignoraba por completo. Sus ojos se parecían cada vez más a una pantalla de dígitos y de píxeles que destilaban un brillo demoníaco.
Lo único que pude escuchar fue un murmullo de voces íntimas cuyo significado me resultaba ajeno. Yo sorbía café gota a gota y me endulzaba los labios con terrones de un azúcar tan dulce, tan cúbico y a la vez diluido, que acabé dormida en el suelo, desmayada de miel.
Cuando me desperté estaba sentada en otro lugar, tal vez en el banco del parque o en una plaza sin nombre. A mi lado había dos terrones de azúcar jugando a los dados en el interior de un vaso sin líquido; también una foto en la que yacía desnuda y dormida. La giré. Había una pequeña anotación de caligrafía nerviosa: “Ésa eres tú. Una mujer tendida en el suelo a la que sólo arropa su propia piel. Una mujer que nunca verás cuando quieras mirarte. Eres el ojo borroso de una vida que quedó congelada e inerte en su inmovilidad. La noche que me aturde en horas de luz. El encuentro que nunca podrá existir entre los dos.”
No le entendí, masqué con dulzura los dos terrones de azúcar. Mientras se iban disolviendo en mi boca mi luz volvió a apagarse. A veces abro un ojo y el otro se queda dormido. A veces los dos duermen. Nunca consigo hacerlos despertar a la vez. Mientras uno se empeña en ver desenfocado, alejándome de los objetos, el otro los atrae tanto hacia mí que me deja ciega de angustia.
He ido al oculista, me han operado tres veces, he llevado gafas y lentillas, ni una prótesis podría curar este juego de espejos que fluctúa entre la realidad y la irrealidad. Ya apenas puedo ver sólo por ver. Me han aconsejado que mire y que observe, que escuche con los ojos también, y que, al mirar, tome distancia de personas, animales y plantas, porque con un solo guiño, parpadeo o mirada podría engullirlas también. Tan sólo quedaría un harapo de carne o de fibra con el alma vacía. Aunque les hago caso me doy cuenta de que cuando deseo llenarme de alma tan sólo absorbo un cascarón vacío y pegajoso que se me adhiere al iris provocándome una hemorragia de lágrimas. Por eso ando con cuidado y cuando alguien, un disfraz seboso de carne ornamentada o un pájaro carroñero deshuesa restos de otro o de otros cierro los ojos para conservar el brillo de mis ojos o la inocencia de mi nueva mirada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario