Ella tocaba el saxo en un boulevard. Se enteró tarde de la muerte de su padre pero regresó con las maletas llenas, para quedarse. Como única herencia recibió un reloj de bolsillo chapeado (ni siquiera bañado en oro) atado a un cordoncillo de cuero (ni siquiera portaba cadena). Era un reloj usado, con golpes de abultada imperfección y una abigarrada vestimenta de falso artificio deforme y malformada. No tardó en venderlo en un simple rastro de almoneda y baratura. Con el simple billete compró en un supermercado birras de lata y durmió una triste borrachera. Volvió a su boulevard y a su saxo pero mientras tocaba una esfera de números se dibujaba en el contorno de las mesas. Los brazos que aplaudían eran agujas y saetas y los bultos de la gente arrebujada pedrería de joyas de cuerda, áncora y eje de volante. No los empezó a comprar muy caros pero pronto se hizo con una colección de relojes dispares, colgantes todos de una cadena, con doble tapa, adornos, esmalte, música, forma, sonido, repujado de esculturas y de figuras que yacían en lugares lejanos... Ninguno de ellos lograba suplir a aquel tosco adorno que le había legado su padre. Aun hoy los sigue colgando uno a uno de su bolsillo tratando de encontrar la imperfecta simetría que la devuelve de nuevo en busca de uno y otro tanto por antros de reventa como por exposiciones y subastas.
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