Mientras estudiaba Graduado Social hacía cálculos sobre un posible negocio de artesanía. De tarde en tarde y de noche en noche afilaba las llamas de sus dedos como cinceles de ebanista, su tacto se volvía sensible y sensitivo y sus manos bailaban sobre teclados de madera. Cuando salió de la facultad fue a un psicólogo: “¿El mundo de los sueños existe?”, “Descúbrelo tú mismo”. Se buscó un socio con cara de comercial para abrir el negocio hacia afuera y en un sótano fue apilando listones de madera: boj, roble, pino, álamo, tallo seco... enchufaba la casete y mientras el socio silbaba canciones en el piso de arriba una gran orquesta de instrumentos de cuerda se dibujó en su mente. Pronto los listones adquirieron formas curvilíneas, filigranas de detalles, esculpidos metafóricos, grabados indecisos, fantasmagorías de esa noche eterna en la que los sonidos aúllan en forma de gemido. Los primeros compradores eran iconoclastas de la musicología y de la musicoterapia, admiraban el caprichoso prodigio de unos instrumentos que soñaban la música en su vientre redondo, dormida tal vez con los brazos cruzados y en posición fetal. Eran el decorado perfecto de un museo de partituras imposibles e inútiles. Pero, ¿y las cuerdas, las clavijas, las púas, el cuerpo que diese resonancia? Aquel muchacho había ideado una maravillosa orquesta de formas y contornos juguetones y delirantes pero sin que pudiera vibrar en ella ni un solo ritmo, ni un arpegio, ni una fuga, ni un coro. Entre la alucinación y el espanto deshabitaron el sótano, aquello era invendible. Tan solo algún interprete o virtuoso podía descifrar o codificar un nuevo lenguaje que se adaptase a aquellas sombras indefinidas, corpóreas, sí, pero sin alma de sonido. El comercial con mucha labia y mucho marketing consiguió que se desprendieran de la mercancía en una tienda de diseño. Los precios no fueron muy altos. Ya no quiso saber nada más de las chifladuras ornamentales de ese ebanista de muebles imaginarios, él quería vender productos reales y prefabricados con todo tipo de tecnología aplicada y matemática pura. El artesano de ensueños dejó la madera y los espacios amueblados y se dedicó a gestionar fincas. En una de ellas descubrió a un aburrido millonario que fumaba cerillas en vez de cigarrillos. Le mostró su catálogo de muebles artesanos, de instrumentos imposibles y de fantasías ilusionistas. Quedó prendado del hechizo y tras transformar su casa de ambientes irreales y asimétricos en una pura visión de espejismos y apariencias estéticas le propuso trabajar con él para llenar espacios de bolsas y subastas donde chiflados del dólar sintiesen en la oquedad de su vacío la necesidad de acariciar una forma imposible pero cierta.
11 de mayo de 2014
20 de abril de 2014
El flautista desafinado
Soy poeta y como diría Machado pertenezco al coro de los grillos que cantan baladas a la luna. Mis trabajos no sobrepasan la mentalidad del vulgo y de la tonadilla. Ustedes ya saben, florindongos, topicazos, cancioncillas de amor y alguna zarzuela de medio pelo. Sin embargo si me he venido a este piso solitario con media biblioteca a cuestas es para entrar de lleno en mi “yo”, bucear en un viaje introspectivo y panorámico y escupir el sinsentido del alma humana. He sido un payaso, un bufón de circo, lo sé, pero el desengaño y las lágrimas negras se han posado sobre mi corazón roto para tratar de hilvanar versos profundos y esenciales. En estas primeras tardes en las que emborrono cuartillas eliminando todo lo superficial que pueda quedar en mí hay un flautista que toca abajo, justo en vertical a mi balconada. Conoce el ritmo de cuatro cancioncillas y desafina el resto del repertorio. Sin embargo ese hombre tiene sentimiento, lo sé, cómo silba, cómo estira las notas, cómo arremolina el aire que vibra hasta mis oídos. Escuchando su música de corazón y de sentimiento he realizado un viaje interior en el que he descubierto mi propia sensibilidad. Soy un poetastro torpe y desmañado que ha afilado sus sentidos para rozar la inquietud de un aleteo y despuntar muy agudo. He escrito versos introspectivos de autoconocimiento, de búsqueda interior, de inframundos hundidos y soterrados en el baúl de mi océano interior gracias a las notas desafinadas de esa simple flauta dulce tocada de emoción. Dentro de mí se ha dibujado un espejo que retrata el basto contorno de un hombre animalesco y deforme con un nuevo perfil en ebullición. Las sombras desaparecen, esa masa carnosa que envolvía al hombre viejo se diluye en un ser humano vivo y despierto, melancólico y misántropo que florece como una sabia percepción del Universo. Mi microcosmos se engrandece al encontrar belleza en esta soledad en que me desdoblo para hablarme cara a cara y frente a frente. Me he quitado el disfraz de hombre de mundo y el maquillaje de la estupidez y de la falsedad que tan atractivo le resultaba a la mediocridad y me he encontrado con un hombre desnudo de piel sensitiva y vello erizado que palpita entre los vacíos de la noche. He conseguido desprenderme de toda esa mala herencia social y adquirida que me convirtió en un títere y en un muñeco gracias a los horrísonos argumentos de una flauta que a veces chilla y otras habla.
Dos influencias. Pasado y tiempo presente
Bernhard, te he conocido en dos lecturas, que he salteado de tiempo y de amargura. Primero y a la inversa te creíste joven y asesino, asesino de tramoyas y convenciones, asesino del alma pútrida de un Austria fenecida que hacía de su tibia atmósfera, de su milimétrica cultura esculpida con equilibrio frío de formas y maneras, de su enseñanza de convento carcelario el sendero perfecto para el suicidio y el delirio existencial. Levantaste escándalos y a Salzburgo entera con tu pluma apretada y afilada, cortaste cabezas, sembraste el pánico entre los burgueses amueblados que se cepillaban el bigote con peines de nácar frente a un espejo embellecido y maquillado, la mirada atronadora y ceñida como felino encabritado de los que te admiraban y señoreaban como mendigo de palabras, austriacos ellos, claro. Floreaste con artificio de engaño y escupitajo venenoso el alma de los pretendidos artistas y pintaste con óleo negro el Austria de la belleza y del recuerdo. Cementerio de tumbas era Austria, de tumbas inconformistas y aniquiladas por el hueco de la nada, de una nada espesa y cuajada que parecía algo pero que sólo aparentaba. No te apareaste con los burros ni los cínicos, fuiste tú solito, Bernhard, la única espada endiablada y venenosa, entre músicas y literaturas que tocabas y escribías para el silencio o el berrido de tu patria y el aplauso de los apátridas, de los exiliados y de los extranjeros. Pero tú también, Bernhard, sentiste el frío de la enfermedad y de la tuberculosis, viajaste de sanatorio en sanatorio, te torturaron médicos y curanderos y caíste en un camastro podrido de miseria y de infecciones donde allí, frío sobre frío, helada sobre helada, puñetazo de radiografía y anestesia, lloraste el sinsentido de la debilidad humana que ayer se creía fuerte y todopoderosa y que hoy lagrimeaba más por el recuerdo y el cariño que por los medicamentos o la penicilina. Te hubiera bastado una gota de calidez para sentirte sano, una gota azucarada de miel y de ámbar. No creías en la curación de tus pulmones sino en la curación de tu rabia felina y con odio y saña, pero creyente fiel y fervoroso, soñaste con la mediocridad del sano, del normal que no arremete tinta abajo y que no sube peldaños a la inversa o naufraga contracorriente. Y dime, ¿Bernhard?, tú que, endiosado te bebiste el odio de los necios, caricaturizaste estampas de sombra tiñosa e institucionalizada, saboreaste el placer de amarte a ti mismo sin lisonjas de compatriotas negreros y dictatoriales, ahora que estás en el infierno, ¿por qué persigues a una mariposa de estelas y de ríos de vuelo que te hace soñar con el cariño de los que nunca amaste? Porque antes eras un genio solitario, bello por su pulso y su negrura, y ahora un negro en tiempos de esclavitud al que le tiembla el pulso cuando le escribe a los que tiene tendidos a su lado, agusanados y enfermos como él, el adiós a la vida. En otras tierras del Atlántico otro poeta se despide, lo hace con tu mismo pulso, borracho y melancólico, desnudo y sin la gloria que tú tuviste. Él también tiene deseos de mañana y se sueña grande en un país que no es el suyo pero que quiso serlo algún día. Ese poeta era triste y sabio, y sin ser de nadie se sabía corazón de un universo entero. Ese poeta te ha inventado, Bernhard, como a sus heterónimos y ortónimos, como a su débil y asexuado pseudónimo homosexual. A los dos busco en la vida aunque ya no pertenezcáis a ella, tú Bernhard fuiste mi infancia, mi adolescencia y mi futuro, también mi sepultura. Tú Pesssoa el alma que se niega ahora, que se escapa de su cuerpo y que se acuesta con la nada.
22 de marzo de 2014
Microrelato, macrosentimiento
No me dejes colgada en el camino, no te mueras yegua de dos patas, ¿a quién cabalgaré yo? ¿Cómo volveré a sentirme carne? ¿Quién trepará por los escalones de mi cuerpo? ¿Quién me llevará lejos de la nostalgia y del vacío? ¿Dónde se enredarán mis piernas y dónde creceré como hierba trepadora?
Esa baba que respiras, ese aliento que se corta, ese lomo herido, son mi silla de ruedas.
Ya vienen los médicos, ya nos separan. Mientras tú me andabas no sentí jamás que no tuviera piernas, ahora, yegua de ojos ciegos y pies veloces, hemos muerto para el camino.
Relatos sobre la locura. IV.- Falsos dioses, falsos mitos
Entre el barullo del comedor escuché su diminuta voz. Subía y bajaba como una pequeña ola que tan pronto se riza en espuma como cae rendida a los pies del bañista. “¿Quieres ver a mi último mito, al que enterré ayer?” Fuimos a su habitación, algunas fotos y posters se clavaban de la pared con un hilo, retazos de caras y retazos de imágenes endiosadas y veneradas. Me sacudió de la manga y me mostró una cajita en la que yacían fragmentos de una instantánea tomada en el parque con su figura y la de su antiguo profesor de filosofía. La caja también contenía un papelillo blanco a modo de sudario y un montoncito de tierra con grava. “Todavía te quedan unos cuantos” argüí yo señalando la cantidad de cartulinas que fosilizaban a hombres y mujeres glorificados por ella. Era curioso porque las láminas estaban dispuestas de tal forma (un mueble al lado con una vela, una especie de marco plateado, una orla luminosa pintada a mano...) que parecían configurar siniestros altares.
Bufonada
Soy bufón de la Corte, adulo con mis lisonjas a la princesa de ojos claros que aun siendo joven y tierna no cree mis embustes. Yo le pinto un mundo de encantos, hechizos y maravillas, de brebajes y prodigios pero ella sonríe indiferente y subraya un poema de Virgilio. Arqueo las cejas y me muevo a su alrededor como avispado moscardón que sabe clavar su aguijón pero ella me llama “feo, embustero y traidor” y me manda de patitas al calabozo. Le hablo de un paraíso que sólo existe en mi imaginación como si estuviese a dos palmos de su tacto y pudiera olerlo y tocarlo. Entonces ella se aburre y sale al jardín donde hay agua clara y arboleda de tupido plumaje para balancearse sobre un columpio y rozar la luna con sus pies. Si me acerco para susurrarle que “el mío es mejor” y me excito y me enfurezco hasta ensordecerla llama a los soldados para que me torturen y diga la verdad y después al doctor para que me ponga sanguijuelas en la nariz que me va creciendo a palmos. Comprendo mi torpeza, no estuve listo al inventar e intento resultarle ingenioso y locuaz.
8 de marzo de 2014
¡Cuidado hermanos!
¡Cuidado hermanos que llegan filósofos del budismo que defienden la espiritualidad del Dios terrible de las Santas Escrituras! ¡Cuidado hermanos que llegan más de cincuenta escuelas psicológicas que dicen llamarse científicas y que, entre engaño y engaño, arruinan bolsillos y alucinan junto a sus otras hermanas, las mágicas, las esotéricas, las que cultivan orines calientes como si fueran cultivos y utilizan florecillas que se esnifan por la nariz como gotas de rocío y pétalos de jazmín que te devuelven la consciencia aunque andes borracha de locura o de sueño! ¡Cuidado hermanos que todos los físicos quieren ser astrólogos porque se cansan de estudiar fórmulas matemáticas y hundir sus pupilas bajo el microscopio de la nada que al fin y al cabo fue lo que nos enseñó la filosofía de la nada y del “quédate sin nada”! ¡Ellos también con cuatro barajas y dos cartas astrales quieren descifrar nuestro pasado y jugar a que los planetas nos influyen desde su lejana postura indiferente porque quieren vestir de lino fino! ¡Cuidado hermanos que los burros hacen negocio con las artes y que hasta el más agudo jinete quiere montar en borrico, pollo o mula, con tal de que su nombre se estampe en una portada o en un lienzo! Yo que me he vaciado de todas estas malas artes y que me siento perseguida por ello, como en tiempos de barbarie y de Inquisición os aseguro que Mahoma no es un terrorista pero que ya está cansado de que le roben excusándose los ladrones por la gloria y por la paz, que tú y tus ideas y tu cuerpo sois uno y no tres, que mejor que escapen los orines por el baño y que las florecillas adornen jarrones y floreros, que anden sueltas por el campo o que sirvan de compañía a los muertos o a los enamorados que algún día dejarán de besarse, que la baraja se juegue al guiñote o al cinquillo, que los psicólogos se decidan por la ciencia o por las letras y que se la apliquen como curiosidad a los aburridos o cansados que quieran escuchar historias o parábolas, que los físicos se jubilen porque a nadie le va a interesar que el origen del universo es pura matemática, explosión o big-bang, que al fin y al cabo, es comprar sepultura sin transcendencia y que la historia de las artes y de las letras sea siempre enterrada en baúles para buscadores intrépidos y artistas sin escaparate y que los burros den coces al que se atreva a usurparles su trono porque aquí como en todas partes entre tontos anda el juego.
Cuando éramos rebeldes
Hoy te he vuelto a ver, guitarra vieja de clavijas desdentadas. Ya no cantas como antes. Ya no te tiñe esa mano agarrotada que pugnaba por sentirse libre. Ya no eras tú, Yolanda, esa mujer-hombre que estudiaba biología en bibliotecas de barrio (de las grandes te echaban) para entender el problema de tus genes. Hoy cantabas ahogada y borracha de sueño. Tu guitarra desafinaba. Hoy los transeúntes no creían que pudieran ser la justicia que tú les silbabas. Dormían, inconscientes y felices, ese fraseo tuyo de “Y la justicia es usted, usted y usted.” Nadie le echaba dinero a una utopía en un tiempo que corre consumista y en el que la ética se vende en tiendas de barato. Hoy no podías invitarme a cigarrillos como aquella vez primera en la que alocadas, optimistas y frenéticas de entusiasmo, denunciamos al mundo entero en un juzgado de guardia. Hoy tu silueta, encarcelada en la tapia de un muro, era tibia y borrosa como un ojo desenfocado que ni lee ni escribe versos de sangre y de paredón. Hoy cantabas triste y bajito, perdida y derrotada. Ni siquiera hoy las minorías que aplauden el gesto de alguien que se atreve a gritar lo que ellos callan, ahogan y revientan por incómodo, te escuchaban. Hoy tu voz sonaba lejana y perdida. Tú y tu guitarra habéis acabado comprendiéndolo. Has entrado en el hueco de su vientre, te has sepultado en el polvo de sus notas calladas y habéis dormido un silencio tácito. Su caja de resonancia te ha abrigado fundiendo un negro de telarañas y poco a poco el sopor y la nostalgia han tornado vuestras miradas enamoradas en miradas cómplices para amaros de nuevo en el vientre de esa madre que te protege de nacer a una vida que jamás te comprenderá y que se siente cálida y tierna cuando alguien como tú se balancea en su música fetal.
El pincel surrealista
Mi amante y yo hemos entrado poseídos por la rabia en un museo iconoclasta, nos quedamos en la entrada y él dice que la escalera de caracol laberíntica que traza juegos de espejos con todos los cuadros del museo y que se desdobla en una perfecta simetría dormilona y aburrida es más artística que el lienzo que yo estoy contemplando. Mi cabeza se aturde, le martillea la duda de no saber por qué decidirse. Mis pies que no suelen pensar mucho se suben por la escalera y contemplan con mirada obnubilada el furioso retrato que el pintor trazó de un leopardo. Al principio, y digo que hablo con los pies, no descubro más que un manchurrón informe y goteante (ni siquiera se ha secado). Después mis ojos hechizados o embrujados empiezan a bizquear y a temblar como gotas ambarinas en un océano encharcado de pintura. Grito: “¡Cariño, que los ojos se me van! ¡Que me he quedado ciega! ¿Dónde están?” “Pero si los llevas en la cara.” “No veo.” “Joder, en esa chapuza de cuadro hay dos canicas y yo diría que antes eran almendradas y avellanadas como tus ojos y que ahora apestan a aguarrás.” Me desplomo y me desmayo. Ruedo por cada uno de los escalones esculpidos con la talla y la medida exacta y mientras dos médicos que han salido de un cuadro y que visten bata de sepulturero me cosen la cabeza con la lana de mi abuela, con el mismo ovillo que ella dejo caer cuando murió de insuficiencia cardiaca en la mecedora. ¡Que me dejen la cabeza que la tengo muy bien! Esos cuervos me van a idiotizar de normalidad, que ya no sabré lo que son mis orgasmos mentales. ¡Que me dejen como estaba que ya me busco yo sola los ojos! El pánfilo de mi amante le da vueltas a un pentágono geométrico que se le agarra a la nariz como un cangrejo poseído de vida y como siempre en vez de echarse a llorar mi amante se parte de risa tirado por los suelos diciendo que ha descubierto la bomba que matará hasta las cucarachas. Yo no le hago caso, como es tan feliz para qué hacerle caso. Yo busco mis ojos y los empiezo a vislumbrar no ya en las canicas sino en la piel alfombrada del leopardo. Mis ojos atraviesan la carne del leopardo, se meten en sus vísceras y en sus entrañas, descubren que a ese leopardo lo mató un cazador y que lleva una flecha clavada. Mis ojos descienden por el esófago, sufren contracciones nerviosas en el estomago, se anudan entre intestinos pero por fin, disculpen la grosería y digámoslo un poco bonito, son devueltos a mi figura con un vómito anal. Mientras mi amante sufre delirios de grandeza y se mete al baño para analizar al cangrejo asesino y descifrar la formula de su dinamita yo vuelvo a casa y no me sorprendo nada cuando en vez de encontrarme a mi perro detrás de la puerta veo un leopardo saludándome con el rabo y con la lengua.
23 de febrero de 2014
Mis perros
Tardes de cementerio
A lo Bernhard
Recuerdo tardes vacías de cementerio donde cadáveres grises en forma de beso o de caricia mórbida se ofrecían como caricatura de un fuego que sólo yo prendía con palabras bulliciosas y llenas de literatura. Recuerdo a mi “bolita de pelo” rodar por los suelos lamiéndome la cara y los dedos, buscándome entre estas cuatro paredes frías en las que ya no se escucha ni el eco de su música. Recuerdo cómo mis labios se acercaban a su rostro creyendo todavía que las heridas se cerrarían y cómo él se dejaba, caprichoso, débil y feble, gota de narcótico que poco a poco me iba matando.
16 de febrero de 2014
Relatos sobre la locura. IV.- Maldita compra
Aquellas tardes apretadas de silencio que pasamos juntos Marcos andaba cabizbajo y dubitativo. Entre nosotros había un fin de semana largo (de permiso). Le gustaba perderse entre las hojas de “El jardín Botánico” y soltar a bocajarro y sin sentido, “¡Qué bien! Éstas no están escritas”. Compraba sellos y enviaba cartas impolutas (sin letra ni contenido) a sus mejores amigos. Se detenía a “leer” en cuadros e imposturas de figuras sin grafías ni alfabetos...
Antes vendía. Ahora sólo sonrío
Tenía una habilidad rabiosa con el lenguaje, una habilidad que se deleitaba en la palabra misma, que convencía y seducía, que empalagaba y naufragaba. Pero él nunca se fijó en eso. Para él, el lenguaje era un juguete fácil. Diseccionó la gramática perfecta del libro de uso común, de la absoluta mediocridad, del best-seller más vendido, en cada hora y según los tiempos. No creó escuela ni dinastía, tan sólo una coctelera de ingredientes facilones y atractivos que embrujaran de supinas historias embellecidas, cursis, aleladas, con su dosis de histeria, con sus ambientes y atmósferas de trajecito y de mueble histórico, de ornamento y de artificio pero sin rozar nunca el alma del pasado, la esencia del recuerdo o la pureza de un instante congelado que otros historiadores acumularon en manuales como piedras preciosas de arqueólogos y documentalistas. También había sexo light, sexo de vieja con niño o sexo entre pibes y adolescentes, intrigas policíacas, algún merecido asesinato, la justicia del lado de los buenos, más blandos y acartonados que nunca, alguna explosión bioquímica con marcianos verdes, para qué cambiarles el color, que planeaban con armamento fino y de diseño sobre esta vieja Tierra que ya todo lo sabe, que lo hunde en sus raíces más profundas y que este buen escritor o best-sellista prefería que otros desenterrasen. Él no quería mojarse, bucear en una pecera, solo y atormentado, como escaparate de curiosos e intelectuales. Él quería llegar al vulgo, a la masa, desde el más basto tintero de una brocha de pelo grueso. Su habilidad dialéctica también le metió en política y en la Real Academia de las Artes y de las supuestas Letras. Él creyó que era el inicio de una gran aventura, una aventura que engrosaría sus vivencias, sus placeres, su hedonismo y su cuenta bancaria pero fue su perdición. En el partido comunista contra el que se enfrentó en tantas ocasiones como miembro de la extrema derecha, como bandera de la falange, había una mujer de vaqueros y chaqueta de pana que siempre llevaba una prenda roja, ya fuera una tobillera o una pulsera, nunca le pidió que firmara sus libros ni que le dedicase la sexta parte del quinto capítulo donde el amor se consuma entre blanduras y tibiezas y con aleteos de fino erotismo, ni siquiera leía sus libros. Él, tan habilidoso del lenguaje, tan morfológico, tan fonológico, tan sintáctico y pragmático quiso descubrir qué leía ella y para su sorpresa averiguó que nunca llevaba un libro encima. Siguió investigando. Por los pasillos silbaba música clásica o que a él le parecía clásica, tan torpe de oído como tramposo y habilidoso con las reglas del idioma. Tenía chivatos, un hombre rico siempre los tiene. Le dijeron que ella tocaba música clásica mientras un tipo con malas pintas la acompañaba con una flauta o con una voz de barítono. Sin duda los entendidos decían que ellos podrían haber llegado más lejos, tocar en una gran orquesta vestidos de frac y de negro, en auditorios y anfiteatros pero que, ilusionados por proyectos de otra época, proyectos culturales de cultura refinada, de verdadera cultura, casi por lo que cuesta una cajetilla de tabaco ofrecían un fabuloso recital como intérpretes de Bach, Ravel, Debussy, Mozart, Chopin y un largo etcétera. Después, y esto era un invento casi de república, en un cuarto alquilado daban clases de música y de canto ofreciendo además una fabulosa biblioteca de instrumentos y partituras.
Por supuesto que él fue. Deseaba con todas sus fuerzas que aquel barbudo gitano que le acompañaba no fuese su amante porque algo raro le estaba ocurriendo en la cabeza. Hacía días que se quedaba parapetado en el conservatorio sin atreverse a entrar ni a salir del todo, hacía días que daba limosna, un billete generoso, a los músicos callejeros y hacía días que su nariz se pegaba a los escaparates de grandes y pequeñas tiendas de música, hacía días que no escribía, hacía días que su asiento de diputado estaba vacío, hacía días que se creía atrapado por las musas musicales y que confundía los ruidos de la calle con alucinaciones de sonidos melodiosos y armónicos que era incapaz de reproducir ni con todo el material que se había comprado ni con todas las clases que había recibido ni con educadores del oído ni dejándose llevar o cerrando los ojos y los otros tres sentidos para dejar sólo abiertos el oído y la garganta porque él no quería presentarse así, como un aprendiz, un neófito, cualquier cosa. Él sacrificaba su vida por un instrumento, ya le daba igual cual fuese, por un sonido, por una vibración, por el goteo de una lluvia que sonase a canto y a melodía. Él llevaba días y noches olvidándose de quien era, famoso escritor, prometedor diputado, hombre adinerado, para perseguir el encanto y el hechizo de cualquier movimiento que sonase, de cualquier cuerda que se tañese, de cualquier golpecito sobre un tam-tam. Eran dos amadas en una, ella y su música, su música aun por oír, por descifrar, por tratar de interpretar, pero no por falta de sentir. Se estaba desquiciando. A menudo se le oía gritar a solas: “A la mierda las palabras. A la mierda las palabras si no cantan o si no tienen voz de instrumento. Yo quiero ser músico, el más torpe tal vez, pero músico y no soy capaz de atrapar ni el sonido de un aullido”. Vencido y fracasado fue a aquel bar. Había muchas mesas con una simple vela y un refresco, melómanos dando ya los primeros compases con los pies, algunos leyéndose el repertorio y otros que le insultaban con sus anotaciones musicales sobre cuadernos de pentagrama. El concierto fue grandioso. Todo parecía bailar, las mesas, las sillas, los vasos, el piano, la flauta, los aplausos, los bises, las manos que se entrelazaban y los cabellos que se agitaban, pero él nada, sordo como una tapia, sintiendo intensas emociones pero incapaz de retener absolutamente nada, de hacer de coro o de palmear ni siquiera el estribillo. Cuando acabó el concierto con la cabeza medio hundida entre los hombros se acercó a ella, el chico ya se había ido, pero aunque no estuviera él su aspecto era deprimente, ojeras, manchas en la piel, el pelo revuelto, una delgadez extrema disimulada por dos enormes hombreras y un apretado cinturón. Ella no le reconoció. En el fondo se alegró pero después de tantos tragos de mal sabor y de tanto jirón de sueño frustrado le recordó que él era escritor, con títulos y con éxitos, miembro de la Real Academia de las Artes y de las supuestas Letras y diputado con carrera en la extrema derecha. Ella se encogió de hombros. Qué buscaba, qué quería, qué le importaban a ella sus títulos nobiliarios, su nombre o su renombre, su altivez y su prematura decadencia. “¿No me has leído? He discutido mucho contigo en el Parlamento. He querido ser músico y he fracasado. Tú, con esos viejos vaqueros y esa americana pasada de moda, con ese tecladillo de tres al cuarto y con ese ridículo mestizo de pelo rojo que te acompaña, ¿cómo has podido conquistarme?, ¿cómo has podido convertirme de vencedor en vencido?” “Vuelve a lo tuyo. Ya tenías un papel adjudicado, un papel que no te costaba nada interpretar, un papel plano y liso. Te has perdido porque has empezado a pensar y a sentir con algo que te resultaba extraño y molesto, que te inquietaba porque no entendías. Te manejas bien en el mundo práctico pero lo que se sale de los tópicos es demasiado nivel para ti.” “Te equivocas. Rompiéndome la cabeza y sintiendo a voces llenas he escrito letras que han recorrido cien caminos interiores y que no tienen público afuera. En esta despedida que tu hombre de pelo rojo cante una de ellas mientras tú compones la música.” Ella se fue a casa con las letras. Eran auténticos poemas musicales cifrados en caligrafía de alfabeto. Le costó mucho convencerle de que se olvidase de su cuenta corriente, de su política de iglesia, de su traje azul y de su escritura populachera. A cambio le ofrecía cantar sus letras e instrumentarlas y hacerle sentir un poco músico. Cuando el público aplaudió los primeros versos medio cuerpo se desprendió de él para aplaudir al otro medio que, sentado y sin moverse, bailaba al son de un nuevo ritmo interior.
25 de enero de 2014
Relatos sobre la locura. III.- Abel
Se presentó súbitamente. Él era así, un hombre impulsivo que abrasaba el aire con ráfagas insolentes. Llevaba el pelo largo, moreno, muy moreno. Sus labios apenas dibujaban una sonrisa cortés, nunca entregada. Detrás de ellos se escondían unos minuciosos dientecillos de ratón. Masticaba chicle y fumaba mentolado al lado de su hermano, Chema, abriendo largos paréntesis suspensivos que nunca querían ser interrumpidos. Era profesor de estética en la universidad de Barcelona y su atuendo simulaba un perfecto mobiliario textil.
15 de enero de 2014
La Constitución: una broma
Sábado por la noche. Me encuentro sola y aburrida releyendo, entre Coronita y Coronita, el último milagro de Berceo en el que unas abadesas volanderas se suben la falda y se bajan las bragas ante la llegada del párroco confesor. Espantadas no le ven buen tipo al recién llegado. “No es el de siempre”, dice una. “A lo mejor éste es mejor”, susurra otra. La más inteligente grita “tan flaco y cojitranco no tiene potencia para las tres”. El cura las saluda indiferente, las bendice incluso, aunque asomen sus vellos de pubis insolentes. Les invita a que se tapen sus desvergüenzas pero no a que pasen noches frías de invierno gélido en camastros desolados con la cruz por castidad y por única aventura. “Yo os comprendo, Madames. Si me traéis niños tiernos y afeminados yo os prometo tres gallardos galanes”. Y las monjas alocadas, monte abajo y monte arriba, van raptando niños de cuna, de biberón y de pañales y el milagro de Nuestra Señora, espantada por tan cruel pecado, cae sobre el párroco como un rayo. Los tres bebes secuestrados se convierten en gallardos galanes que con tibios despertares las seducen y les besan. Allí yacen los seis por parejas y por tríos en la silvestre campiña, holgando alegremente, muertos de risa y de placer. Mientras, el cura pederasta no recibe como prenda más que a una mujerona, una posible Aldonza Lorenzo que hechizada por sus prendas y, sin duda drogada por las amapolas, le ve cual mozo apetitoso, rejuvenecido y hasta operado de la pata coja. La buena Aldonza, embrujada y cegatona, le persigue con las sayas bajas y corre que casi le atrapa. Fin del milagro.
13 de enero de 2014
Big bang
Adán y Eva fueron dos espectros abismales que se amaron tiernamente en la profundidad de oscuros y fantasmagóricos túneles y cobertizos, de aquellos que resultan irreales y que en el fondo son los mas hermosos para desnudarse de espaldas a la nada. Ocurrió durante siglos y decenios, durante un milenio o tal vez dos. Un día Eva escondió su vientre, atemorizada, algo se había incubado en él.
11 de enero de 2014
Entre mis recuerdos
Ella tocaba el saxo en un boulevard. Se enteró tarde de la muerte de su padre pero regresó con las maletas llenas, para quedarse. Como única herencia recibió un reloj de bolsillo chapeado (ni siquiera bañado en oro) atado a un cordoncillo de cuero (ni siquiera portaba cadena). Era un reloj usado, con golpes de abultada imperfección y una abigarrada vestimenta de falso artificio deforme y malformada. No tardó en venderlo en un simple rastro de almoneda y baratura. Con el simple billete compró en un supermercado birras de lata y durmió una triste borrachera. Volvió a su boulevard y a su saxo pero mientras tocaba una esfera de números se dibujaba en el contorno de las mesas. Los brazos que aplaudían eran agujas y saetas y los bultos de la gente arrebujada pedrería de joyas de cuerda, áncora y eje de volante. No los empezó a comprar muy caros pero pronto se hizo con una colección de relojes dispares, colgantes todos de una cadena, con doble tapa, adornos, esmalte, música, forma, sonido, repujado de esculturas y de figuras que yacían en lugares lejanos... Ninguno de ellos lograba suplir a aquel tosco adorno que le había legado su padre. Aun hoy los sigue colgando uno a uno de su bolsillo tratando de encontrar la imperfecta simetría que la devuelve de nuevo en busca de uno y otro tanto por antros de reventa como por exposiciones y subastas.
10 de enero de 2014
Relatos sobre la locura. II.- Magia
El insomnio me embriagó durante varias noches. O todo era noche o todo era día. Yo deambulaba de salita en salita encogida de cuerpo para que nadie me viese. Mi cama parecía estar anidada por cucarachas inquietas que no me dejaban conciliar el sueño. Era como si sus patitas repelentes cosquillearan por entre brazo y axila, labio y lengua. Si me dedicaba a pisarlas (“contar ovejitas”) se multiplicaban y crecían a un ritmo vertiginoso que prolongaba la lista hasta lo incalculable. Había auxiliares que creían que yo no quería dormir: “Esa cría pretende vivir más de la cuenta, no se resigna a morir cada noche.” Los médicos no podían sobrepasar ciertas dosis de somníferos. Se trataba de una exaltación nerviosa, de un inquietud indeterminada, de algo que agitaba mi imaginación manteniéndola alerta: imágenes aceleradas o algo así.
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