Se conocieron en un reservado. Él estudiaba Exactas desde hacía siete años y ella daba clases de literatura irlandesa en la Facultad. Él no sabía que la mirada brillante de ahora era fruto de un porro y de tres litros de alcohol. Él no sabía que ella nunca dormía (dos siestas de veinte minutos y se acabó). Él no sabía que ella revelaba fotos en blanco y negro de gatos atropellados bajo las ruedas de cualquier vehículo de automoción. Él no sabía en realidad nada, nada que pudiera interesarle (salvo que trabajaba en la Facultad) cuando se metió en su casa y en su cama.
Al principio le divertía que ella anduviera medio desnuda por la casa recitando poemas de Homero en el más primitivo idioma griego. Al principio le gustaba incluso que ella hiciese la colada con libros y tela de pergamino, que bailase de puntillas por los altillos y que tendiese la ropa de una manga. Nada de esto le resultaba molesto cuando empezaron si él podía sentar también su culo en un despacho de la Facultad. Todo era genial y maravilloso, todo el tiempo transcurría de noche junto a Eros desnuda si ella le prometía un trono en el centro del Universo.
Pero el tiempo pasaba y las canas auguraban malos presagios. Como mucho una plaza en el vertedero municipal. Ella reinaba en un paraíso alocado de figuras y fantasmas escoceses que declamaban en un inglés casi incomprensible versos que ya no eran versos sino retazos de palabras cuyo significado invertía. Soñaba con felinos que trepaban por su entrepierna y le lamían el clítoris, transformaba a los reyes del tablero de ajedrez (con sus peones, alfiles y torres) en ácratas o anarcas y sentía tantos orgasmos como infartos vitales.
Con una pierna dentro y otra fuera de la casa, una casa que apestaba ya a sudor, a lágrimas que se vierten cuando los trazos de la vida se convierten en garabatos indescifrables y pincelada quebradas, cuando lo sólido se disuelve en líquido o se evapora en gaseoso, cuando las estructuras pierden su armazón y su arquitectura y los lugares interiores ya no son parajes para el refugio y la duda sino laberintos sin salida, él le hizo una última llamada de atención. Ella sintió que una voz ajena (jamás la había escuchado con ese timbre y ese tono) le llamaba. Se sentó delante de él con las piernas abiertas, desenfundó su saxofón y transformó el sonido en verso y lírica mientras él la acusaba de “traidora”. Alguien que pedaleaba en bicicleta se coló en la casa atraído por el rumor de voces tan dispares y disonantes. Trató de poner orden pero cuando el saxo aulló como un gato y el hombre preparó su maleta de viaje para no volver nunca más la sacó a ella a bailar. “¿Cómo puedes tocar así?”, se atrevió a preguntar, “Porque un día decidí olvidar en el viejo pupitre del Conservatorio mis partituras de doctrina y escuela y tocar sólo cuando los gatos maúllan porque se mueren de celo.”
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