Soy republicana, lo llevo en los genes. Mi bisabuelo fue alcalde de bandera morada y de formación obrera. Mi bisabuelo fue albañil de castillos de arena y de libreta en el bolsillo, se fotografió junto al nuevo Ayuntamiento, reunió a los suyos y apostó por una revolución pacífica. No le mataron las balas ni la guerra, le mató el tabaco. Mi padre vivió una infancia triste y llena de melancolías de otro tiempo y de otra época, tiempos y épocas de miserable posguerra en la que ya los discursos y mítines de cultura para el pueblo y por el pueblo, de fiestas taurinas suprimidas por la Barraca de Lorca y de Cernuda, por el espíritu del libro y de la pintura global que burbujeaba en la conciencia de los nuevos pensadores, pensadores anarcas o comunistas, sin Cristo y sin bandera de condecoraciones militares, de fusiles apuntando a la cabeza, trazaban arquetipos de escuela y talleres de enseñanza libertaria. Yo no soy como tú, bisabuelo de la ilusión y de la utopía, yo hubiera quemado conventos y degollado a sacristanes, yo hubiera tomado las armas y hubiera apagado cigarrillos a escopetazos, por el puño y por la sangre. Por mis venas, como por las de Machado, corre sangre revolucionaria y jacobina, pero mi prosa no brota de manantial sereno. Yo no soy como tú, antepasado desdibujado de rasgos afilados como acero que no corta. Yo no hubiera escrito discursos sino océanos de tinta roja, hubiera correteado por las cárceles, calva y con el delantal bermejo alocando a las presas con oráculos febriles de un mañana que no podía morir sin dejar viva la simiente de una España dividida y estrangulada que debía reaccionar ahora. Yo tampoco toreo toros ni visto de fiesta nacional ni participo en fiestas vulgares de borrachos mediocres que beben de Rioja y escupen longaniza. Yo también hubiera querido aprender una cultura sin opio ni sotana que tal vez me enseñara tu hermano, maestro de carreta y de aldea que andaba por los caminos con la mula llena de Sancho Panzas y Quijotes, que vestía los campos de estelas pintadas en la nada y que otros encharcaban de chacales de sangre y zancadilla, pero antepasado de ojos tristes de negrura, yo también llevo mi revolución dentro y aún en los días de noche espesa como ésta, sueño con un país grande en el que cuelgue la enseña de la República de los que no se dejaron vencer ni ablandar ni tan siquiera por monjitas que luego apedrearon tu rebelión democrática. Sí, ¿lo recuerdas?, fue en la procesión de un Jesús mártir que alzaron y levantaron en tu puerta cantando misa de gloria para los nacionales. Te querían colgar a ti también del madero, apuñalarte con clavos de misal y miserere y hacerte escupir lo que ellas llamaban tu “atrevido ateísmo”. La necedad de mi padre, heredero tuyo, me llevó a conocerlas. Me enseñaron a masturbarme en clase de religión, a estudiar el latín de Virgilio o de Plauto en horas de rezo o sumisión, a no tragar la hostia como pan que me da hambre de otras almas, a desnudarme de tapujos y zarandajas, a no vestir de marca, a leer a los prohibidos y excomulgados, y a descubrir entre verso y verso el grito de tantos como el Ché o Abraham Lincoln. Yo también, aun vencida y hechos jirones mis sueños, he compartido vuestros anhelos, me he levantado del suelo, he mirado con mal de ojo al capitalismo y sus escaparates, he volado entre nubes otoñales mientras cientos de hojas muertas caían en mi frente y aun marcada y sellada para siempre he luchado por la libertad de mi cuerpo y de mi mente. Por ese escapar de la enfermedad y de la atadura, con el puño libre y sin bandera, con letras de colores chillones, con jaulas de manicomio abiertas para el idealismo, por la caída de cualquier cacique, por la democracia de creencia, expresión o sentimiento y por el llanto turbulento de los que se caen del vacío.
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