Era mi última noche allí, en ese lugar orillado por el desequilibrio y la náusea. Por fin iba a salir, con el alta o sin ella, de aquel psiquiátrico maldito, de aquel edificio atestado de ventanucos que me asomaban a un falso paraíso artificial. Había paseado mucho por todas esas calles simétricas y ajardinadas que configuraban mi único marco exterior. Pero ese marco era tan frío, tan perfecto, tan rectangular que parecía, dudo si realmente lo era, una jaula vestida con el mismo decorado que el de un patio escolar o un belén navideño. Nada de magia, nada de luz azulada, nada de brillos ebrios de bohemia, nunca nos dejaban trasnochar para transformar con los ojos de la oscuridad ese aséptico verdor en un selvático panorama interior.
Cerré los ojos y traté de dormir pero sólo pude soñar que lo hacía. Contaba cada minuto y cada segundo, cada instante que me separase de la libertad. Imaginé mil mañanas distintas pero la mía me sorprendió con un fogonazo de luz. Se me quemaron los ojos de vida. Cualquier lugar hubiera sido bueno para contemplar la calle pero yo elegí un altillo situado en la facultad de medicina. El aire era el mismo pero soplaba diferente. Éste, el auténtico, me bailaba en la ropa y en el rostro danzas de hormiga y de elefante, me besaba en los labios, me bañaba el pelo, humedecía mi sonrisa y me agitaba a cuerpo entero. Prendí un cigarrillo, era el mismo tabaco pero sabía diferente. Sabía a calada de hierba perfumada, de brisa interior, de aromas de canela y de güisqui, como si fuesen hojas mezcladas en una hermosa pipa aborigen labrada en hueso. El suelo que me sostenía era el mismo pero agarraba diferente. Éste me pegaba al tacto de la realidad, me pisaba los zapatos, me empujaba a rastrear huellas aunque no estuvieran marcadas en el asfalto porque yo las veía y no sólo una ni dos sino millones de huellas sobre huellas de hombres que pasan y que creyendo desaparecer entre la multitud no se dan cuenta de que ellos ya son multitud. Y me fijé en cada uno de ellos. Absorbí con la mirada sus tres o cuatro perfiles, su media sombra, su silueta redonda y no eran como ellos ni como yo. No estaban gastados, tenían los bolsillos llenos, se multiplicaban en espejos familiares y en ecos salpicados de voces.
La vida de aquella gente fluía y refluía, seguía transcurriendo, la mía tenía que empezar ahora y empezó de la forma más absurda. Eché a andar y descubrí una pequeña cristalera, era un escaparate, estaba repleto de libros. Os lo aseguro, los leí todos sin entrar en la tienda en tan sólo un segundo.
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